Francisco Fernández-Carvajal 15 de agosto de 2019
@hablarcondios
— El matrimonio, camino vocacional,
Dignidad, unidad, indisolubilidad.
— La fecundidad de la virginidad y del
celibato apostólico.
— La santa pureza, defensora del amor
humano y del divino.
I. El
Evangelio de la Misa1 nos
presenta a unos fariseos que se acercaron a Jesús para hacerle una pregunta con
ánimo de tentarle: ¿Es lícito a un hombre repudiar a su mujer por
cualquier motivo? Era una cuestión que dividía a las diferentes
escuelas de interpretación de la Escritura. El divorcio era comúnmente
admitido; la cuestión que plantean aquí a Jesús se refiere a la casuística
sobre los motivos. Pero el Señor se sirve de esta pregunta banal para entrar en
el problema de fondo: la indisolubilidad. Cristo, Señor absoluto de toda
legislación, restaura el matrimonio a su esencia y dignidad originales, tal
como fue concebido por Dios: ¿No habéis leído -les contesta
Jesús- que al principio el Creador los hizo varón y hembra, y que dijo:
Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer, y serán
los dos una sola carne? Así, pues, ya no son dos, sino una sola carne. Por
tanto, lo que Dios unió no lo separe el hombre (...).
El Señor
proclamó para siempre la unidad y la indisolubilidad del matrimonio por encima
de cualquier consideración humana. Existen muchas razones en favor de la
indisolubilidad del vínculo matrimonial: la misma naturaleza del amor conyugal,
el bien de los hijos, el bien de la sociedad... Pero la raíz honda de la
indisolubilidad matrimonial está en la misma voluntad del Creador, que así lo
hizo: uno e indisoluble. Es tan fuerte este vínculo que se contrae, que solo la
muerte puede romperlo. Con esta imagen gráfica lo explica San Francisco de
Sales: «Cuando se pegan dos trozos de madera de abeto formando ensambladura, si
la cola es fina, la unión llega a ser tan sólida, que las piezas se romperán
por otra parte, pero nunca por el sitio de la juntura»2;
así el matrimonio.
Para
sacar adelante esa empresa es necesaria la vocación matrimonial, que es un don
de Dios3, de tal forma que la vida familiar y los deberes conyugales,
la educación de los hijos, el empeño por sacar adelante y mejorar
económicamente a la familia, son situaciones que los esposos deben
sobrenaturalizar4,
viviendo a través de ellas una vida de entrega a Dios; han de tener la
persuasión de que Dios provee su asistencia para que puedan cumplir
adecuadamente los deberes del estado matrimonial, en el que se han de
santificar.
Por la
fe y la enseñanza de la Iglesia, los cristianos tenemos un conocimiento más
hondo y perfecto de lo que es el matrimonio, de la importancia que tiene la
familia para cada hombre, para la Iglesia y para la sociedad. De aquí nuestra
responsabilidad en estos momentos en los que los ataques a esta institución
humana y divina no cesan en ningún frente: a través de revistas, de escándalos
llamativos a los que se da una especial publicidad, de seriales de televisión
que alcanzan a un gran público que poco a poco va deformando su conciencia...
Al dar la doctrina verdadera –la de la ley natural, iluminada por la fe–
estamos haciendo un gran bien a toda la sociedad.
Pensemos
hoy en nuestra oración si defendemos la familia –especialmente a los miembros
más débiles, a los que pueden sufrir más daño– de esas agresiones externas, y
si nos esmeramos en vivir delicadamente esas virtudes que son ayuda para todos:
el respeto mutuo, el espíritu de servicio, la amabilidad, la comprensión, el
optimismo, la alegría que supera los estados de ánimo, las atenciones para con
todos pero especialmente para el más necesitado...
II. La
doctrina del Señor acerca de la indisolubilidad y dignidad del matrimonio
resultó tan chocante a los oídos de todos que hasta sus mismos discípulos le
dijeron: Si tal es la condición del hombre respecto a su mujer, no trae
cuenta casarse. Y Jesús proclamó a continuación el valor del celibato y de
la virginidad por amor al Reino de los Cielos, la entrega plena a Dios, indiviso
corde5, sin la mediación del amor conyugal, que es uno de los dones
más preciados de la Iglesia.
Quienes
han recibido la llamada a servir a Dios en el matrimonio, se santifican
precisamente en el cumplimiento abnegado y fiel de los deberes conyugales, que
para ellos se hace camino cierto de unión con Dios. Los que han recibido la
vocación al celibato apostólico encuentran en la entrega total a Dios, y a los
demás por Dios, la gracia para vivir felices y alcanzar la santidad en medio de
sus quehaceres temporales, si allí los buscó y los dejó el Señor: ciudadanos
corrientes, con una vocación profesional definida, entregados a Dios y al
apostolado, sin límites y sin condicionamientos. Es una llamada en la que Dios
muestra una particular predilección y para la que da unas ayudas muy
determinadas. La Iglesia crece así en santidad con la fidelidad de los
cristianos, respondiendo a la llamada peculiar que el Señor hizo a cada uno.
Entre estas «sobresale el don precioso de la gracia divina, que el Padre
concede a algunos (Mt 19, 11; 1 Cor7, 7) para que con
mayor facilidad se puedan entregar solo a Dios en la virginidad o en el
celibato»6. Esta plena entrega a Dios «siempre ha tenido un lugar de
honor en la Iglesia, como señal y estímulo de la caridad y como manantial
peculiar de espiritual fecundidad en el mundo»7.
La
virginidad y el matrimonio son necesarios para el crecimiento de la Iglesia, y
ambos suponen una vocación específica de parte del Señor. La virginidad y el
celibato no solo no contradicen la dignidad del matrimonio, sino que la
presuponen y la confirman. El matrimonio y la virginidad «son dos modos de
expresar y de vivir el único misterio de la Alianza de Dios con su pueblo»8.
Y si no se estima la virginidad, no se comprende con toda hondura la dignidad
matrimonial; también «cuando la sexualidad humana no se considera un gran valor
dado por el Creador, pierde significado la renuncia por el Reino de los Cielos»9.
«Quien condena el matrimonio –decía ya San Juan Crisóstomo–, priva también a la
virginidad de su gloria; en cambio, quien lo alaba, hace la virginidad más
admirable y luminosa»10.
El
amor vivido en la virginidad o en un celibato apostólico es el gozo de los
hijos de Dios, porque les posibilita de un modo nuevo ver al Señor en este
mundo, contemplar Su rostro a través de las criaturas. Es para los cristianos y
para los no creyentes un signo luminoso de la pureza de la Iglesia. Lleva
consigo una particular juventud interior y una eficacia gozosa en el
apostolado. «Aun habiendo renunciado a la fecundidad física, la persona virgen
se hace espiritualmente fecunda, padre y madre de muchos, cooperando a la
realización de la familia según el designio de Dios.
»Los
esposos cristianos tienen, pues, el derecho de esperar de las personas vírgenes
el buen ejemplo y el testimonio de la fidelidad a su vocación hasta la muerte.
Así como para los esposos la fidelidad se hace a veces difícil y exige
sacrificio, mortificación y renuncia de sí, así también puede ocurrir a las
personas vírgenes. La fidelidad de estas incluso ante eventuales pruebas, debe
edificar la fidelidad de aquellos»11.
Dios,
dice San Ambrosio, «amó tanto a esta virtud, que no quiso venir al mundo sino
acompañado de ella, naciendo de Madre virgen»12.
Pidamos con frecuencia a Santa María que haya siempre en el mundo personas que
respondan a esta llamada concreta del Señor; que sepan ser generosas para
entregar al Señor un amor que no comparten con nadie, y que les posibilita el
darse sin medida a los demás.
III. Para
llevar a cabo la propia vocación es necesario vivir la santa pureza, de acuerdo
con las exigencias del propio estado. Dios da las gracias necesarias a quienes
han sido llamados en el matrimonio y a quienes les ha pedido el corazón entero,
para que sean fieles y vivan esta virtud, que no es la principal, pero sí es
indispensable para entrar en la intimidad de Dios. Puede ocurrir que, en
algunos ambientes, esta virtud no esté de moda, y que vivirla con todas sus
consecuencias sea, a los ojos de muchos, algo incomprensible o utópico. También
los primeros cristianos hubieron de hacer frente a un ambiente hostil y
agresivo en este y en otros campos.
Después,
los pastores de la Iglesia se vieron obligados a pronunciar palabras como estas
de San Juan Crisóstomo, que parecen dirigidas a muchos cristianos de nuestros
días: «¿Qué quieres que hagamos? ¿Subirnos al monte y hacernos monjes? Y eso
que decís es lo que me hace llorar: que penséis que la modestia y la castidad
son propias de los monjes. No. Cristo puso leyes comunes para todos. Y así,
cuando dijo: el que mira a una mujer para desearla (Mt 5,
28), no hablaba con el monje, sino con el hombre de la calle (...). Yo no te
prohíbo casarte, ni me opongo a que te diviertas. Solo quiero que se haga con
templanza, no con impudor, no con culpas y pecados sin cuento. No pongo por ley
que os vayáis a los montes y desiertos, sino que seáis buenos, modestos y
castos aun viviendo en medio de las ciudades»13.
¡Qué
bien tan grande podemos realizar en el mundo viviendo delicadamente esta santa
virtud! Llevaremos a todos los lugares que habitualmente frecuentamos nuestro
propio ambiente, con el bonus odor Christi14,
el buen aroma de Cristo, que es propio del alma recia que vive la castidad.
A esta
virtud acompañan otras, que apenas llaman la atención pero que marcan un modo
de comportamiento siempre atractivo. Así son, por ejemplo, los detalles de
modestia y de pudor en el vestir, en el aseo, en el deporte; la negativa, clara
y sin paliativos, a participar en conversaciones que desdicen de un cristiano y
de cualquier persona de bien, el rechazo de espectáculos inmorales, un
planteamiento de las vacaciones que evita la ociosidad y el deterioro moral...;
y, sobre todo, el ejemplo alegre de la propia vida, el optimismo ante los
acontecimientos, el deseo de vivir...
Esta
virtud, tan importante en todo apostolado en medio del mundo, es guardiana del
Amor, del que a la vez se nutre y en el que encuentra su sentido; protege y
defiende tanto el amor divino como el humano. Y si el amor se apaga sería muy
difícil, quizá imposible, vivirla, al menos en su verdadera plenitud y
juventud.
1 Mt 19,
3-12. —
2 San
Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, 3, 38.
—
3 Cfr. Conc. Vat.
II, Const. Lumen gentium, 11. —
4 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 23. —
5 1
Cor 7, 33. —
6 Conc.
Vat. II, loc. cit., 42. —
7 Ibídem.
—
8 Juan
Pablo II, Exhor. Apost. Familiaris consortio, 22-XI-1981,
16. —
9 Ibídem.
—
10 San
Juan Crisóstomo, Tratado sobre la virginidad, 10. —
11 Juan
Pablo II, loc. cit. —
12 San
Ambrosio, Tratado sobre las vírgenes. 1. —
13 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de San Mateo,
7, 7. —
14 2
Cor 2, 15.
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