Mons. Fernando Ocáris 10 de agosto de 2019
@opusdei_es
«Quiero
dejaros como herencia el amor a la libertad y el buen humor», decía san
Josemaría. Al hilo de sus enseñanzas, esta carta del Prelado invita a agradecer
esa herencia y a reflexionar sobre el don de la libertad.
Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis
hijos!
1. En los meses pasados, siguiendo una orientación del
Congreso general, me he referido con frecuencia a la libertad. Ahora, con estas
páginas, deseo que recordemos algunos aspectos de este gran don de Dios,
siguiendo las enseñanzas de san Josemaría, que fue toda su vida un enamorado de
la libertad. «No me cansaré de repetir, hijos míos ―escribía en una ocasión―,
que una de las más evidentes características del espíritu del Opus Dei es su
amor a la libertad y a la comprensión»[1]. Al releer y meditar sus palabras, demos
muchas gracias a Dios. A la vez, procuremos examinar, cada una y cada uno, cómo
traducirlas mejor en nuestra vida personal, con la gracia de Dios. Así,
estaremos también en mejores condiciones de ayudar a que más almas puedan
llegar a «la libertad de la gloria de los hijos de Dios» (Rm 8,21).
La pasión por la libertad, su exigencia por parte de
personas y pueblos, es un signo positivo de nuestro tiempo. Reconocer la
libertad de cada mujer y de cada hombre significa reconocer que son personas:
dueños y responsables de sus propios actos, con la posibilidad de orientar su
propia existencia. Aunque la libertad no siempre lleva a desplegar lo mejor de
cada uno, nunca podremos exagerar su importancia, porque si no fuéramos libres
no podríamos amar.
Pero es una pena que, en muchos ambientes, exista un
gran desconocimiento de lo que es realmente la libertad. Con frecuencia se
pretende una ilusoria libertad sin límites, como meta última del progreso,
mientras no pocas veces hay que lamentar también muchas formas de opresión y de
aparentes libertades, que en realidad son cadenas que esclavizan. Una libertad
que, antes o después, se revela vacía. «Algunos se creen libres ―escribe el
Papa― cuando caminan al margen de Dios, sin advertir que se quedan
existencialmente huérfanos, desamparados, sin un hogar donde retornar siempre.
Dejan de ser peregrinos y se convierten en errantes»[2].
Llamados a la libertad
2. Hemos sido «llamados a la libertad» (Gal 5,13).
La Creación misma es una manifestación de la libertad divina. Los relatos del
Génesis dejan entrever el amor creador de Dios, su alegría por comunicar al
mundo su bondad, su belleza (cfr. Gn 1,31), y al hombre su
libertad (cfr. Gn 1,26-29). Al llamarnos a cada uno a la
existencia, Dios nos ha hecho capaces de elegir y querer el bien, y de responder
con amor a su Amor. Sin embargo, nuestra limitación como criaturas hace posible
también que nos apartemos de Dios. «Es un misterio de la divina Sabiduría que,
al crear al hombre a su imagen y semejanza (cfr. Gn 1,26),
haya querido correr el riesgo sublime de la libertad humana»[3].
Ese riesgo, desde los albores de la historia, llevó
efectivamente al rechazo del Amor de Dios por el pecado original. Se debilitó
así la fuerza de la libertad humana hacia el bien, y la voluntad quedó algo
inclinada al pecado. Después, los pecados personales debilitan aún más la
libertad, y por eso el pecado supone siempre, en mayor o menor medida, una
esclavitud (cfr. Rm 6,17.20). Sin embargo, «el hombre sigue
siendo siempre libre»[4]. Aunque «su libertad es también siempre
frágil»[5], se mantiene como un bien esencial de
cada persona humana, que es necesario proteger. Dios es el primero en
respetarla y amarla, porque «no quiere esclavos, sino hijos»[6].
3. «Donde abundó el pecado, sobreabundó la
gracia» (Rm 5,20). Con la gracia, surge una nueva y más alta
libertad para la que «Cristo nos ha liberado» (Gal 5,1). El
Señor nos libera del pecado mediante sus palabras y sus obras: todas tienen
eficacia redentora. Por eso, «en todos los misterios de nuestra fe católica
aletea ese canto a la libertad»[7]. Con frecuencia os recuerdo la necesidad
de que Jesucristo se encuentre en el centro de nuestra vida. Para descubrir el
sentido más profundo de la libertad, hemos de contemplarle a Él. Nos pasmamos
ante la libertad de un Dios que, por puro amor, decide anonadarse tomando carne
como la nuestra. Una libertad que se despliega ante nosotros, en su paso por la
tierra hasta el sacrificio de la Cruz: «Yo doy la vida para tomarla de nuevo.
Nadie me la quita, sino que yo la doy libremente» (Jn 10,17-18). No
ha habido en la historia de la humanidad un acto tan profundamente libre como
la entrega del Señor en la Cruz: Él «se entrega a la muerte con la plena
libertad del Amor»[8].
El evangelio de san Juan narra un diálogo del Señor
con algunos que habían creído en Él. Resuena con fuerza, entre las palabras de
Jesús, una promesa: «Veritas liberabit vos, la verdad os hará libres» (Jn 8,32).
«¿Qué verdad es ésta ―se preguntaba san Josemaría―, que inicia y consuma en
toda nuestra vida el camino de la libertad? Os la resumiré, con la alegría y
con la certeza que provienen de la relación entre Dios y sus criaturas: saber
que hemos salido de las manos de Dios, que somos objeto de la predilección de
la Trinidad Beatísima, que somos hijos de un gran Padre. Yo pido a mi Señor que
nos decidamos a darnos cuenta de eso, a saborearlo día a día: así obraremos
como personas libres»[9].
4. Nuestra filiación divina hace que nuestra libertad
pueda expandirse con toda la fuerza que Dios le ha conferido. No es
emancipándonos de la casa del Padre como somos libres, sino abrazando nuestra
condición de hijos. «El que no se sabe hijo de Dios, desconoce su verdad más
íntima»[10]: vive de espaldas a sí mismo, en
conflicto consigo mismo. Por eso, qué liberador es saber que Dios nos ama; qué
liberador es el perdón de Dios, que nos permite volver a nosotros mismos, y a
nuestra verdadera casa (cfr. Lc 15,17-24). Al perdonar a los
demás, en fin, experimentamos también esa liberación.
La fe en el amor de Dios por cada una y por cada uno
(cfr. 1 Jn 4,16) nos lleva a corresponder por amor. Nosotros
podemos amar porque Él nos ha amado primero (cfr. 1 Jn 4,10).
Saber que el Amor infinito de Dios se encuentra no solo en el origen de nuestra
existencia, sino en cada instante, porque Él es más íntimo a nosotros que
nosotros mismos[11], nos llena de seguridad. Saber que Dios
nos espera en cada persona (cfr. Mt 25,40), y que quiere
hacerse presente en sus vidas también a través de nosotros, nos lleva a
procurar dar a manos llenas lo que hemos recibido. Y en nuestra vida, hijas e
hijos míos, hemos recibido y recibimos mucho amor. Darlo a Dios y a los demás
es el acto más propio de la libertad. El amor realiza la
libertad, la redime: la hace encontrarse con su origen y con su fin, en el Amor
de Dios. «La libertad adquiere su auténtico sentido cuando se ejercita en
servicio de la verdad que rescata, cuando se gasta en buscar el Amor infinito
de Dios, que nos desata de todas las servidumbres»[12].
El sentido de la filiación divina conduce por eso a
una gran libertad interior, a una profunda alegría y al optimismo sereno de la
esperanza: spe gaudentes (Rm 12,12). Sabernos
hijos de Dios nos lleva también a amar al mundo, que salió bueno de las manos
de nuestro Padre Dios, y a afrontar la vida con la clara conciencia de que se
puede hacer el bien, vencer al pecado y llevar el mundo a Dios. El Papa
Francisco lo ha expresado contemplando a nuestra Madre: «De María, llena de
gracia, aprendemos que la libertad cristiana es algo más que la simple
liberación del pecado. Es la libertad que nos permite ver las realidades
terrenas con una nueva luz espiritual, la libertad para amar a Dios y a los
hermanos con un corazón puro y vivir en la gozosa esperanza de la venida del
Reino de Cristo»[13].
Libertad de espíritu
5. Actuar libremente, sin sufrir coacción de ningún
tipo, es propio de la dignidad humana y, más aún, de la dignidad de las hijas y
de los hijos de Dios. A la vez, es necesario «fortalecer el aprecio por una
libertad no arbitraria, sino verdaderamente humanizada por el reconocimiento
del bien que la precede»[14]: una libertad reconciliada con Dios.
Querría detenerme por eso a considerar la importancia
de la libertad de espíritu. No me refiero al sentido ambiguo,
que a veces se da también a esta expresión: actuar conforme a los propios
caprichos y en resistencia a cualquier norma. En realidad, la libertad de todas
las personas humanas está materialmente limitada por deberes naturales y
compromisos adquiridos (familiares, profesionales, cívicos, etc.). Sin embargo,
en todo podemos actuar libremente, si lo hacemos por amor: «Dilige et quod
vis fac: Ama y haz lo que quieras»[15]. La verdadera libertad de espíritu es
esta capacidad y actitud habitual de obrar por amor, especialmente en el empeño
de seguir lo que, en cada circunstancia, Dios le pide a cada uno.
«¿Me amas?» (Jn 21,17): la vida cristiana
es una respuesta libre, llena de iniciativa y de disponibilidad, a esta
pregunta del Señor. Por eso, «nada más falso que oponer la libertad a la
entrega, porque la entrega viene como consecuencia de la libertad. Mirad,
cuando una madre se sacrifica por amor a sus hijos, ha elegido; y, según la
medida de ese amor, así se manifestará su libertad. Si ese amor es grande, la
libertad aparecerá fecunda, y el bien de los hijos proviene de esa bendita
libertad, que supone entrega, y proviene de esa bendita entrega, que es
precisamente libertad»[16].
En este horizonte se entiende que alentar la libertad
de cada uno no suponga disminuir la exigencia. Cuanto más libres somos, más
podemos amar. Y el amor es exigente: «todo lo aguanta, todo lo cree, todo lo
espera, todo lo soporta» (1 Cor 13,7). A su vez, crecer en el amor
es crecer en libertad, es ser más libre. Con palabras de santo Tomás de Aquino:
«Quanto aliquis plus habet de caritate, plus habet de libertate»[17]. Cuanto más intensa es nuestra caridad,
más libres somos. También actuamos con libertad de espíritu cuando no tenemos
ganas de realizar algo o nos resulta especialmente costoso, si lo hacemos por
amor, es decir, no porque nos gusta, sino porque nos da la gana. «Debemos
sentirnos hijos de Dios, y vivir con la ilusión de cumplir la voluntad de
nuestro Padre. Realizar las cosas según el querer de Dios, porque nos
da la gana, que es la razón más sobrenatural»[18].
6. La alegría es también una manifestación de la
libertad de espíritu. «En lo humano ―nos dice san Josemaría―, quiero dejaros
como herencia el amor a la libertad y el buen humor»[19]. Son dos realidades que parecen muy
distintas, pero que están conectadas, porque sabernos libres para amar nos
lleva a experimentar en el alma la alegría, y con ella el buen humor: una
mirada al mundo que, más allá del simple carácter natural, permite ver el lado
positivo ―y, si es el caso, divertido― de las cosas y de las situaciones. Como
dice el Papa Francisco, Él «es el autor de la alegría, el Creador de la
alegría. Y esta alegría en el Espíritu nos da la verdadera libertad cristiana.
Sin alegría, los cristianos no podemos ser libres: nos convertimos en esclavos
de nuestras tristezas»[20].
Esta alegría está llamada a invadir todo en nuestra
vida. Dios nos quiere contentos. Hablando a los Apóstoles, Jesús nos habla
también a nosotros: «que mi gozo esté en vosotros y que vuestro gozo sea
completo» (Jn 15,11). Por eso podemos cumplir con alegría también los
deberes que puedan resultar desagradables. Como nos dice san Josemaría, «no es
lícito pensar que sólo es posible hacer con alegría el trabajo que nos gusta»[21]. Se puede hacer con alegría ―y no de
mala gana― lo que cuesta, lo que no gusta, si se hace por y con amor y, por
tanto, libremente. Haciendo su oración en voz alta, el 28 de abril de 1963, san
Josemaría explicaba así las luces que había recibido en el lejano 1931: «Tú has
hecho, Señor, que yo entendiera que tener la Cruz es encontrar la felicidad, la
alegría. Y la razón ―lo veo con más claridad que nunca― es ésta: tener la Cruz
es identificarse con Cristo, es ser Cristo y, por eso, ser hijo de Dios»[22].
7. Toda la ley divina, y todo lo que es voluntad de
Dios para cada uno, no es ley que oprima la libertad; por el contrario, es lex
perfecta libertatis (cfr. St 1,25): ley perfecta de
libertad, como el mismo Evangelio, porque toda ella se resume en la ley del
amor, y no solo como norma exterior que manda amar, sino a la vez como gracia
interior que da la fuerza para amar. «Pondus meum amor meus»: mi
amor es mi peso, decía san Agustín[23], refiriéndose, no al hecho evidente de
que a veces amar sea costoso, sino a que el amor que llevamos en el corazón es
lo que nos mueve, lo que nos lleva a todas partes. «Eo feror, quocumque
feror», allí donde voy, es él que me lleva[24]. Pensemos, cada una y cada uno, ¿cuál es
el amor que me lleva a todas partes?
Quien deja que el Amor de Dios se haga con su corazón,
experimenta personalmente hasta qué punto «la libertad y la entrega no se
contradicen; se sostienen mutuamente. La libertad sólo puede entregarse por
amor; otra clase de desprendimiento no la concibo. No es un juego de palabras,
más o menos acertado. En la entrega voluntaria, en cada instante de esa
dedicación, la libertad renueva el amor, y renovarse es ser continuamente
joven, generoso, capaz de grandes ideales y de grandes sacrificios»[25]. La obediencia a Dios, así, no solo es
acto libre, sino además acto liberador.
«Yo tengo un alimento que vosotros no conocéis», dice
Jesús a sus discípulos: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado
y llevar a cabo su obra» (Jn 4,32-34). Para Jesús, obedecer al
Padre es alimento: lo que le da fuerza. Y así para nosotros: ser discípulo de
Jesús, como explicaba san Juan Pablo II, consiste en «adherirse a la persona
misma de Jesús, compartir su vida y su destino, participar de su obediencia
libre y amorosa a la voluntad del Padre»[26].
Benedicto XVI profundiza en esta íntima relación entre
libertad y entrega: «En su obediencia al Padre, Jesús realiza su libertad como
elección consciente motivada por el amor. ¿Quién es más libre que Él, que es el
Todopoderoso? Pero no vivió su libertad como arbitrio o dominio. La vivió como
servicio. De este modo “llenó” de contenido la libertad, que de lo contrario
sería solo la posibilidad “vacía” de hacer o no hacer algo. La libertad, como
la vida misma del hombre, cobra sentido por el amor. (...) Por tanto, la
libertad cristiana no es en absoluto arbitrariedad; es seguimiento de Cristo en
la entrega de sí hasta el sacrificio de la cruz. Puede parecer una paradoja,
pero el Señor vivió el culmen de su libertad en la cruz, como cumbre del amor.
Cuando en el Calvario le gritaban: “Si eres Hijo de Dios, baja de la cruz”,
demostró su libertad de Hijo precisamente permaneciendo en aquel patíbulo para
cumplir a fondo la voluntad misericordiosa del Padre»[27].
«Me sedujiste, Señor, y yo me dejé seducir. Fuiste más
fuerte que yo, y me venciste» (Jr 20,7). ¡Qué amplitud de
sentimientos se recoge en esta oración del profeta Jeremías! Percibir la propia
vocación como un don de Dios ―y no como un simple entramado de obligaciones―,
incluso cuando suframos, es también una manifestación de libertad de espíritu.
Qué liberador es saber que Dios nos quiere como somos, y nos llama en primer
lugar a dejarnos querer por Él.
8. Libertad de espíritu significa también no atarnos a
obligaciones que no existen; saber prescindir y cambiar con flexibilidad tantos
detalles de la vida que dependen de nuestra libre iniciativa personal. Como nos
escribió hace ya veinte años don Javier, «hay, desde luego, acciones debidas y
otras que no lo son en su concreta materialidad; pero tanto en las primeras
como a través de las segundas hemos de buscar libre y responsablemente el
cumplimiento del mandamiento supremo del amor a Dios: así somos libres y
obedientes a la vez y en cualquier momento»[28].
Debemos mantener siempre en la Obra el ambiente de
confianza y de libertad que facilita manifestar a quien corresponda lo que nos
preocupa, comentar lo que no comprendemos o que nos parece que se debería
mejorar. A la vez, ese clima de confianza se nutre también de la lealtad y la
paciencia para sobrellevar, con serenidad y buen humor, las limitaciones
humanas, situaciones que contraríen, etc. Esa es la actitud de un buen hijo,
que, en ejercicio de su libertad, protege bienes más grandes que su propio
punto de vista, aunque esté convencido de tener razón: bienes como la unidad y
la paz familiar, que no tienen precio. En cambio, «cuando nuestras ideas nos
separan de los demás, cuando nos llevan a romper la comunión, la unidad con
nuestros hermanos, es señal clara de que no estamos obrando según el espíritu
de Dios»[29].
9. Aunque a veces algunas situaciones puedan hacernos
sufrir, Dios se sirve con frecuencia de ellas para identificarnos con Jesús.
Como dice la carta a los Hebreos, Él «aprendió por los padecimientos la
obediencia» (Hb 5,8) y trajo así la «salvación eterna para todos
los que le obedecen» (5,9): nos trajo la libertad de los hijos de Dios. Aceptar
las limitaciones humanas que todos tenemos, sin renunciar a superarlas en la
medida de lo posible, es también manifestación y fuente de libertad de
espíritu. Pensad por contraste en la triste actitud del hijo mayor de la
parábola (Lc15,25-30): cómo echa en cara a su padre tantas cosas que
había ido guardando con amargura en su alma, y cómo tampoco es capaz de sumarse
a la alegría familiar. Su libertad se había ido haciendo pequeña y egoísta,
incapaz de amar, de entender que «todo lo mío es tuyo» (Lc15,31). Vivía
en su casa, pero no era libre, porque su corazón estaba fuera.
Qué hermosa resulta en cambio, por contraste, la
historia de Rut la moabita, en la que libertad y entrega echan raíces en un
profundo sentido de pertenencia a la familia. Conmueve ver cómo esta mujer
responde a la insistencia de su suegra, que la animaba a rehacer su vida por su
cuenta: «No me obligues a marcharme y a alejarme de ti, pues adonde vayas iré y
donde pases las noches las pasaré yo; tu pueblo será mi pueblo y tu Dios será
mi Dios; donde mueras moriré y allí mismo recibiré sepultura» (Rt1,16-17).
Contemplando a la Virgen Santísima, en fin, resulta
aún más claro cómo la libertad se despliega en la entrega fiel. «Considerad
ahora el momento sublime en el que el Arcángel San Gabriel anuncia a Santa
María el designio del Altísimo. Nuestra Madre escucha, y pregunta para
comprender mejor lo que el Señor le pide; luego, la respuesta firme: fiat! (Lc 1,38)
―¡hágase en mí según tu palabra!―, el fruto de la mejor libertad: la de
decidirse por Dios»[30].
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