Páginas

domingo, 11 de agosto de 2019

Monseñor Fernando Ocáris: La libertad y el buen humor, carta del Prelado del 09 de enero de 2018, por @opusdei_es




Mons. Fernando Ocáris 10 de agosto de 2019
@opusdei_es

«Quiero dejaros como herencia el amor a la libertad y el buen humor», decía san Josemaría. Al hilo de sus enseñanzas, esta carta del Prelado invita a agradecer esa herencia y a reflexionar sobre el don de la libertad.

Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!

1. En los meses pasados, siguiendo una orientación del Congreso general, me he referido con frecuencia a la libertad. Ahora, con estas páginas, deseo que recordemos algunos aspectos de este gran don de Dios, siguiendo las enseñanzas de san Josemaría, que fue toda su vida un enamorado de la libertad. «No me cansaré de repetir, hijos míos ―escribía en una ocasión―, que una de las más evidentes características del espíritu del Opus Dei es su amor a la libertad y a la comprensión»[1]. Al releer y meditar sus palabras, demos muchas gracias a Dios. A la vez, procuremos examinar, cada una y cada uno, cómo traducirlas mejor en nuestra vida personal, con la gracia de Dios. Así, estaremos también en mejores condiciones de ayudar a que más almas puedan llegar a «la libertad de la gloria de los hijos de Dios» (Rm 8,21).

La pasión por la libertad, su exigencia por parte de personas y pueblos, es un signo positivo de nuestro tiempo. Reconocer la libertad de cada mujer y de cada hombre significa reconocer que son personas: dueños y responsables de sus propios actos, con la posibilidad de orientar su propia existencia. Aunque la libertad no siempre lleva a desplegar lo mejor de cada uno, nunca podremos exagerar su importancia, porque si no fuéramos libres no podríamos amar.

Pero es una pena que, en muchos ambientes, exista un gran desconocimiento de lo que es realmente la libertad. Con frecuencia se pretende una ilusoria libertad sin límites, como meta última del progreso, mientras no pocas veces hay que lamentar también muchas formas de opresión y de aparentes libertades, que en realidad son cadenas que esclavizan. Una libertad que, antes o después, se revela vacía. «Algunos se creen libres ―escribe el Papa― cuando caminan al margen de Dios, sin advertir que se quedan existencialmente huérfanos, desamparados, sin un hogar donde retornar siempre. Dejan de ser peregrinos y se convierten en errantes»[2].

Llamados a la libertad

2. Hemos sido «llamados a la libertad» (Gal 5,13). La Creación misma es una manifestación de la libertad divina. Los relatos del Génesis dejan entrever el amor creador de Dios, su alegría por comunicar al mundo su bondad, su belleza (cfr. Gn 1,31), y al hombre su libertad (cfr. Gn 1,26-29). Al llamarnos a cada uno a la existencia, Dios nos ha hecho capaces de elegir y querer el bien, y de responder con amor a su Amor. Sin embargo, nuestra limitación como criaturas hace posible también que nos apartemos de Dios. «Es un misterio de la divina Sabiduría que, al crear al hombre a su imagen y semejanza (cfr. Gn 1,26), haya querido correr el riesgo sublime de la libertad humana»[3].

Ese riesgo, desde los albores de la historia, llevó efectivamente al rechazo del Amor de Dios por el pecado original. Se debilitó así la fuerza de la libertad humana hacia el bien, y la voluntad quedó algo inclinada al pecado. Después, los pecados personales debilitan aún más la libertad, y por eso el pecado supone siempre, en mayor o menor medida, una esclavitud (cfr. Rm 6,17.20). Sin embargo, «el hombre sigue siendo siempre libre»[4]. Aunque «su libertad es también siempre frágil»[5], se mantiene como un bien esencial de cada persona humana, que es necesario proteger. Dios es el primero en respetarla y amarla, porque «no quiere esclavos, sino hijos»[6].

3. «Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rm 5,20). Con la gracia, surge una nueva y más alta libertad para la que «Cristo nos ha liberado» (Gal 5,1). El Señor nos libera del pecado mediante sus palabras y sus obras: todas tienen eficacia redentora. Por eso, «en todos los misterios de nuestra fe católica aletea ese canto a la libertad»[7]. Con frecuencia os recuerdo la necesidad de que Jesucristo se encuentre en el centro de nuestra vida. Para descubrir el sentido más profundo de la libertad, hemos de contemplarle a Él. Nos pasmamos ante la libertad de un Dios que, por puro amor, decide anonadarse tomando carne como la nuestra. Una libertad que se despliega ante nosotros, en su paso por la tierra hasta el sacrificio de la Cruz: «Yo doy la vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que yo la doy libremente» (Jn 10,17-18). No ha habido en la historia de la humanidad un acto tan profundamente libre como la entrega del Señor en la Cruz: Él «se entrega a la muerte con la plena libertad del Amor»[8].

El evangelio de san Juan narra un diálogo del Señor con algunos que habían creído en Él. Resuena con fuerza, entre las palabras de Jesús, una promesa: «Veritas liberabit vos, la verdad os hará libres» (Jn 8,32). «¿Qué verdad es ésta ―se preguntaba san Josemaría―, que inicia y consuma en toda nuestra vida el camino de la libertad? Os la resumiré, con la alegría y con la certeza que provienen de la relación entre Dios y sus criaturas: saber que hemos salido de las manos de Dios, que somos objeto de la predilección de la Trinidad Beatísima, que somos hijos de un gran Padre. Yo pido a mi Señor que nos decidamos a darnos cuenta de eso, a saborearlo día a día: así obraremos como personas libres»[9].

4. Nuestra filiación divina hace que nuestra libertad pueda expandirse con toda la fuerza que Dios le ha conferido. No es emancipándonos de la casa del Padre como somos libres, sino abrazando nuestra condición de hijos. «El que no se sabe hijo de Dios, desconoce su verdad más íntima»[10]: vive de espaldas a sí mismo, en conflicto consigo mismo. Por eso, qué liberador es saber que Dios nos ama; qué liberador es el perdón de Dios, que nos permite volver a nosotros mismos, y a nuestra verdadera casa (cfr. Lc 15,17-24). Al perdonar a los demás, en fin, experimentamos también esa liberación.

La fe en el amor de Dios por cada una y por cada uno (cfr. 1 Jn 4,16) nos lleva a corresponder por amor. Nosotros podemos amar porque Él nos ha amado primero (cfr. 1 Jn 4,10). Saber que el Amor infinito de Dios se encuentra no solo en el origen de nuestra existencia, sino en cada instante, porque Él es más íntimo a nosotros que nosotros mismos[11], nos llena de seguridad. Saber que Dios nos espera en cada persona (cfr. Mt 25,40), y que quiere hacerse presente en sus vidas también a través de nosotros, nos lleva a procurar dar a manos llenas lo que hemos recibido. Y en nuestra vida, hijas e hijos míos, hemos recibido y recibimos mucho amor. Darlo a Dios y a los demás es el acto más propio de la libertad. El amor realiza la libertad, la redime: la hace encontrarse con su origen y con su fin, en el Amor de Dios. «La libertad adquiere su auténtico sentido cuando se ejercita en servicio de la verdad que rescata, cuando se gasta en buscar el Amor infinito de Dios, que nos desata de todas las servidumbres»[12].

El sentido de la filiación divina conduce por eso a una gran libertad interior, a una profunda alegría y al optimismo sereno de la esperanza: spe gaudentes (Rm 12,12). Sabernos hijos de Dios nos lleva también a amar al mundo, que salió bueno de las manos de nuestro Padre Dios, y a afrontar la vida con la clara conciencia de que se puede hacer el bien, vencer al pecado y llevar el mundo a Dios. El Papa Francisco lo ha expresado contemplando a nuestra Madre: «De María, llena de gracia, aprendemos que la libertad cristiana es algo más que la simple liberación del pecado. Es la libertad que nos permite ver las realidades terrenas con una nueva luz espiritual, la libertad para amar a Dios y a los hermanos con un corazón puro y vivir en la gozosa esperanza de la venida del Reino de Cristo»[13].

Libertad de espíritu

5. Actuar libremente, sin sufrir coacción de ningún tipo, es propio de la dignidad humana y, más aún, de la dignidad de las hijas y de los hijos de Dios. A la vez, es necesario «fortalecer el aprecio por una libertad no arbitraria, sino verdaderamente humanizada por el reconocimiento del bien que la precede»[14]: una libertad reconciliada con Dios.

Querría detenerme por eso a considerar la importancia de la libertad de espíritu. No me refiero al sentido ambiguo, que a veces se da también a esta expresión: actuar conforme a los propios caprichos y en resistencia a cualquier norma. En realidad, la libertad de todas las personas humanas está materialmente limitada por deberes naturales y compromisos adquiridos (familiares, profesionales, cívicos, etc.). Sin embargo, en todo podemos actuar libremente, si lo hacemos por amor: «Dilige et quod vis fac: Ama y haz lo que quieras»[15]. La verdadera libertad de espíritu es esta capacidad y actitud habitual de obrar por amor, especialmente en el empeño de seguir lo que, en cada circunstancia, Dios le pide a cada uno.

«¿Me amas?» (Jn 21,17): la vida cristiana es una respuesta libre, llena de iniciativa y de disponibilidad, a esta pregunta del Señor. Por eso, «nada más falso que oponer la libertad a la entrega, porque la entrega viene como consecuencia de la libertad. Mirad, cuando una madre se sacrifica por amor a sus hijos, ha elegido; y, según la medida de ese amor, así se manifestará su libertad. Si ese amor es grande, la libertad aparecerá fecunda, y el bien de los hijos proviene de esa bendita libertad, que supone entrega, y proviene de esa bendita entrega, que es precisamente libertad»[16].

En este horizonte se entiende que alentar la libertad de cada uno no suponga disminuir la exigencia. Cuanto más libres somos, más podemos amar. Y el amor es exigente: «todo lo aguanta, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta» (1 Cor 13,7). A su vez, crecer en el amor es crecer en libertad, es ser más libre. Con palabras de santo Tomás de Aquino: «Quanto aliquis plus habet de caritate, plus habet de libertate»[17]. Cuanto más intensa es nuestra caridad, más libres somos. También actuamos con libertad de espíritu cuando no tenemos ganas de realizar algo o nos resulta especialmente costoso, si lo hacemos por amor, es decir, no porque nos gusta, sino porque nos da la gana. «Debemos sentirnos hijos de Dios, y vivir con la ilusión de cumplir la voluntad de nuestro Padre. Realizar las cosas según el querer de Dios, porque nos da la gana, que es la razón más sobrenatural»[18].

6. La alegría es también una manifestación de la libertad de espíritu. «En lo humano ―nos dice san Josemaría―, quiero dejaros como herencia el amor a la libertad y el buen humor»[19]. Son dos realidades que parecen muy distintas, pero que están conectadas, porque sabernos libres para amar nos lleva a experimentar en el alma la alegría, y con ella el buen humor: una mirada al mundo que, más allá del simple carácter natural, permite ver el lado positivo ―y, si es el caso, divertido― de las cosas y de las situaciones. Como dice el Papa Francisco, Él «es el autor de la alegría, el Creador de la alegría. Y esta alegría en el Espíritu nos da la verdadera libertad cristiana. Sin alegría, los cristianos no podemos ser libres: nos convertimos en esclavos de nuestras tristezas»[20].

Esta alegría está llamada a invadir todo en nuestra vida. Dios nos quiere contentos. Hablando a los Apóstoles, Jesús nos habla también a nosotros: «que mi gozo esté en vosotros y que vuestro gozo sea completo» (Jn 15,11). Por eso podemos cumplir con alegría también los deberes que puedan resultar desagradables. Como nos dice san Josemaría, «no es lícito pensar que sólo es posible hacer con alegría el trabajo que nos gusta»[21]. Se puede hacer con alegría ―y no de mala gana― lo que cuesta, lo que no gusta, si se hace por y con amor y, por tanto, libremente. Haciendo su oración en voz alta, el 28 de abril de 1963, san Josemaría explicaba así las luces que había recibido en el lejano 1931: «Tú has hecho, Señor, que yo entendiera que tener la Cruz es encontrar la felicidad, la alegría. Y la razón ―lo veo con más claridad que nunca― es ésta: tener la Cruz es identificarse con Cristo, es ser Cristo y, por eso, ser hijo de Dios»[22].

7. Toda la ley divina, y todo lo que es voluntad de Dios para cada uno, no es ley que oprima la libertad; por el contrario, es lex perfecta libertatis (cfr. St 1,25): ley perfecta de libertad, como el mismo Evangelio, porque toda ella se resume en la ley del amor, y no solo como norma exterior que manda amar, sino a la vez como gracia interior que da la fuerza para amar. «Pondus meum amor meus»: mi amor es mi peso, decía san Agustín[23], refiriéndose, no al hecho evidente de que a veces amar sea costoso, sino a que el amor que llevamos en el corazón es lo que nos mueve, lo que nos lleva a todas partes. «Eo feror, quocumque feror», allí donde voy, es él que me lleva[24]. Pensemos, cada una y cada uno, ¿cuál es el amor que me lleva a todas partes?

Quien deja que el Amor de Dios se haga con su corazón, experimenta personalmente hasta qué punto «la libertad y la entrega no se contradicen; se sostienen mutuamente. La libertad sólo puede entregarse por amor; otra clase de desprendimiento no la concibo. No es un juego de palabras, más o menos acertado. En la entrega voluntaria, en cada instante de esa dedicación, la libertad renueva el amor, y renovarse es ser continuamente joven, generoso, capaz de grandes ideales y de grandes sacrificios»[25]. La obediencia a Dios, así, no solo es acto libre, sino además acto liberador.

«Yo tengo un alimento que vosotros no conocéis», dice Jesús a sus discípulos: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4,32-34). Para Jesús, obedecer al Padre es alimento: lo que le da fuerza. Y así para nosotros: ser discípulo de Jesús, como explicaba san Juan Pablo II, consiste en «adherirse a la persona misma de Jesús, compartir su vida y su destino, participar de su obediencia libre y amorosa a la voluntad del Padre»[26].

Benedicto XVI profundiza en esta íntima relación entre libertad y entrega: «En su obediencia al Padre, Jesús realiza su libertad como elección consciente motivada por el amor. ¿Quién es más libre que Él, que es el Todopoderoso? Pero no vivió su libertad como arbitrio o dominio. La vivió como servicio. De este modo “llenó” de contenido la libertad, que de lo contrario sería solo la posibilidad “vacía” de hacer o no hacer algo. La libertad, como la vida misma del hombre, cobra sentido por el amor. (...) Por tanto, la libertad cristiana no es en absoluto arbitrariedad; es seguimiento de Cristo en la entrega de sí hasta el sacrificio de la cruz. Puede parecer una paradoja, pero el Señor vivió el culmen de su libertad en la cruz, como cumbre del amor. Cuando en el Calvario le gritaban: “Si eres Hijo de Dios, baja de la cruz”, demostró su libertad de Hijo precisamente permaneciendo en aquel patíbulo para cumplir a fondo la voluntad misericordiosa del Padre»[27].

«Me sedujiste, Señor, y yo me dejé seducir. Fuiste más fuerte que yo, y me venciste» (Jr 20,7). ¡Qué amplitud de sentimientos se recoge en esta oración del profeta Jeremías! Percibir la propia vocación como un don de Dios ―y no como un simple entramado de obligaciones―, incluso cuando suframos, es también una manifestación de libertad de espíritu. Qué liberador es saber que Dios nos quiere como somos, y nos llama en primer lugar a dejarnos querer por Él.

8. Libertad de espíritu significa también no atarnos a obligaciones que no existen; saber prescindir y cambiar con flexibilidad tantos detalles de la vida que dependen de nuestra libre iniciativa personal. Como nos escribió hace ya veinte años don Javier, «hay, desde luego, acciones debidas y otras que no lo son en su concreta materialidad; pero tanto en las primeras como a través de las segundas hemos de buscar libre y responsablemente el cumplimiento del mandamiento supremo del amor a Dios: así somos libres y obedientes a la vez y en cualquier momento»[28].

Debemos mantener siempre en la Obra el ambiente de confianza y de libertad que facilita manifestar a quien corresponda lo que nos preocupa, comentar lo que no comprendemos o que nos parece que se debería mejorar. A la vez, ese clima de confianza se nutre también de la lealtad y la paciencia para sobrellevar, con serenidad y buen humor, las limitaciones humanas, situaciones que contraríen, etc. Esa es la actitud de un buen hijo, que, en ejercicio de su libertad, protege bienes más grandes que su propio punto de vista, aunque esté convencido de tener razón: bienes como la unidad y la paz familiar, que no tienen precio. En cambio, «cuando nuestras ideas nos separan de los demás, cuando nos llevan a romper la comunión, la unidad con nuestros hermanos, es señal clara de que no estamos obrando según el espíritu de Dios»[29].

9. Aunque a veces algunas situaciones puedan hacernos sufrir, Dios se sirve con frecuencia de ellas para identificarnos con Jesús. Como dice la carta a los Hebreos, Él «aprendió por los padecimientos la obediencia» (Hb 5,8) y trajo así la «salvación eterna para todos los que le obedecen» (5,9): nos trajo la libertad de los hijos de Dios. Aceptar las limitaciones humanas que todos tenemos, sin renunciar a superarlas en la medida de lo posible, es también manifestación y fuente de libertad de espíritu. Pensad por contraste en la triste actitud del hijo mayor de la parábola (Lc15,25-30): cómo echa en cara a su padre tantas cosas que había ido guardando con amargura en su alma, y cómo tampoco es capaz de sumarse a la alegría familiar. Su libertad se había ido haciendo pequeña y egoísta, incapaz de amar, de entender que «todo lo mío es tuyo» (Lc15,31). Vivía en su casa, pero no era libre, porque su corazón estaba fuera.

Qué hermosa resulta en cambio, por contraste, la historia de Rut la moabita, en la que libertad y entrega echan raíces en un profundo sentido de pertenencia a la familia. Conmueve ver cómo esta mujer responde a la insistencia de su suegra, que la animaba a rehacer su vida por su cuenta: «No me obligues a marcharme y a alejarme de ti, pues adonde vayas iré y donde pases las noches las pasaré yo; tu pueblo será mi pueblo y tu Dios será mi Dios; donde mueras moriré y allí mismo recibiré sepultura» (Rt1,16-17).

Contemplando a la Virgen Santísima, en fin, resulta aún más claro cómo la libertad se despliega en la entrega fiel. «Considerad ahora el momento sublime en el que el Arcángel San Gabriel anuncia a Santa María el designio del Altísimo. Nuestra Madre escucha, y pregunta para comprender mejor lo que el Señor le pide; luego, la respuesta firme: fiat! (Lc 1,38) ―¡hágase en mí según tu palabra!―, el fruto de la mejor libertad: la de decidirse por Dios»[30].

[1] San Josemaría, Carta 31-V-1954, n. 22.
[2] Francisco, Ex. Ap. Evangelii gaudium, 24-XI-2013, n. 170.
[3] San Josemaría, Carta 24-X-1965, n. 3.
[4] Benedicto XVI, Enc. Spe salvi, 30-XI-2007, n. 24.
[5] Ibid.
[6] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 129.
[7] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 25.
[8] San Josemaría, Vía Crucis, X estación.
[9] Amigos de Dios, n. 26.
[10] Ibid.
[11] Cfr. San Agustín, Confesiones, III, 6, 11.
[12] Amigos de Dios, n. 27.
[13] Francisco, Homilía, 15-VIII-2014.
[14] Benedicto XVI, Enc. Caritas in veritate, 29-VI-2009, n. 68.
[15] San Agustín, In Epist. Ioan. ad Parthos, VII, 8.
[16] Amigos de Dios, n. 30.
[17] Santo Tomás, In III Sent., d. 29, q. un., a. 8, qla. 3 s.c. 1.
[18] Es Cristo que pasa, n. 17.
[19] San Josemaría, Carta 31-V-1954, n. 22.
[20] Francisco, Homilía, 31-V-2013.
[21] San Josemaría, Carta 29-XII-1947, n. 106.
[22] San Josemaría, notas de una meditación, 28-IV-1963.
[23] San Agustín, Confesiones, XIII, 9, 10.
[24] Ibid.
[25] Amigos de Dios, n. 31.
[26] San Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 6-VIII-1993, n. 19.
[27] Benedicto XVI, Discurso en el Angelus, 1-VII-2007.
[28] Javier Echevarría, Carta pastoral, 14-II-1997, n. 15.
[29] Es Cristo que pasa, n. 17.
[30] Amigos de Dios, n. 25.


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico