Julio Cesar Castellano 03 de noviembre de 2019
En
la Venezuela de 1989, se pudo apreciar en “vivo y directo” en la TV como una
multitud de personas saqueaban negocios violentamente. El detonante de los
acontecimientos fue la protesta de los vecinos del eje Guarenas – Guatire por
el incremento del pasaje en el transporte público. No obstante, poco podía
relacionarse con ese legítimo reclamo frente al aumento del pasaje el que
algunas personas llevarán a cuestas media res luego de saquear un frigorífico
o, como luego se supo, algunos saqueadores se frustraron un poco luego de
descubrir que habían robado un monitor de PC’s (para la época una total
novedad) siendo que lo que querían llevarse era un televisor. El episodio fue
llamado, para efectos del tremendismo periodístico, “El Caracazo” y los
innovadores de la post – verdad comenzaron a interpretar tendenciosamente los
hechos como una explosión social en contra del “paquete neoliberal”, que
ocurría un “desgaste de los partidos y la democracia” y la violencia y el
crimen comenzó a legitimarse con el rótulo de “rebelión popular” y la
mistificación de “bajaron los cerros” para hacer “justicia”.
Quienes
actuaron bajo la despreciable actitud de usar un acto criminal, de robo
indiscriminado, desbordado e incontrolado (lamentablemente con un importante
saldo de víctimas fruto del uso desesperado de la fuerza pública para restituir
el orden) como medio para desacreditar a los partidos políticos y a la
democracia representativa olvidaron, o quisieron olvidar, que la única
democracia realmente existente en el mundo moderno es la democracia
representativa, soportada en la pluralidad de partidos políticos, que cualquier
otro invento “holístico”, “integral”, “bolivariano”, “radical”, “popular”,
“revolucionario”, “ciudadano” o “participativo y protagónico” entraña el riesgo
de la demagogia, el populismo y la deriva autoritaria. Sobre esa plataforma de
ideas, grupos empresariales, ultrosos izquierdistas náufragos del fracaso
guerrillero, nostálgicos perezjimenistas y militares ambiciosos conformaron un
proyecto político que hoy muestra su coherente y acabada realización en la
persona de Nicolás Maduro.
Los
venezolanos estamos tan compenetrados con esta reciente historia patria,
dolorosa por demás, que cuando vemos en el resto del continente americano la
reproducción de la conducta solo podemos tener un dejá vu. “Esto ya lo
vivimos”, me dijo una amiga que hoy está en Chile. ¿Es producto de un destino
manifiesto? ¿Venezuela y América Latina están condenadas y están pagando algún
pecado original?. Para nada. En otras latitudes también el populismo y el
militarismo, llamados con propiedad fascismo, tienen su antecedente en Hitler y
Mussolini y su presente en Le Pen en Francia, en Trump su versión
Norteamericana, en la amenaza Catalana la versión española y en los promotores
del “Brexit” sus practicantes en UK.
Es
decir, no es un mal latinoamericano. Es que la democracia es un régimen
político difícil de mantener, complejo, que exige mucho de la gente (exige,
entre otras cosas, tolerancia, equidad, respeto, capacidad de negociación y
búsqueda de consensos que, usualmente, no son completamente satisfactorios para
las partes). Siempre es más fácil creer tener a disposición propia la única
verdad y remitir a los demás el error, la maldad y la falsedad. Obviamente, esa
última actitud conduce al mesianismo y al ejercicio del poder de espalda a la
voluntad general (aunque sea en medio de clamorosos aplausos).
La
derrota a la democracia no es fácil verla venir al inicio. En Venezuela, los
nostálgicos perezjimenistas eran vistos como una rareza, gente sin sentido del
progreso histórico condenados a la insignificancia, pero cuando en 1997 llegué
a escuchar una gaita con el estribillo “esto lo resuelve / Pérez Jiménez /
porque ese sí detiene / tanto vandalismo actual” y que el programa “La Silla
Caliente” rompiera récords de rating cuando se entrevistó al viejo dictador desde
su exclusivo exilio dorado en España (siendo ese un programa que tenía la
intención de entrevistar “candidatos presidenciales”) era entendible que la
democracia estaba perdiendo la partida. El pueblo perdía frente a “las masas”.
Ahora,
ganan preferencia ante las masas (no ante el pueblo) los políticos que le dicen
a la gente “lo que quiere oír”. El aburrido político que habla de acuerdos, de
negociación, con datos estadísticos y con valoración estratégica de su alcance
e influencia institucional pierde terreno frente al demagogo o demagoga
maximalista, que se dirige a las emociones corrosivas antes que a la razón, que
habla más como líder religioso o militar que como administrador de la cosa
pública. Para cada solución compleja y difícil para los problemas reales hay
una más atractiva falsa respuesta fácil a un problema fantasiosamente abordado
para lograr una conveniente manipulación.
La
buena noticia es que siempre hay un remedio contra el fascismo, contra el
populismo y el militarismo. Para Norteamérica será la confluencia de demócratas
y republicanos en contra de la disrupción de Trump, en UK la necesaria
confluencia de Laboristas y Liberales contra el extravío conservador, en España
la confluencia de los partidos constitucionalistas (PSOE y la centro derecha
razonable) para derrotar a los nacionalismos con diálogo y reformas federales
y, en Venezuela y parte de América Latina, será la confluencia, unión y
estratégica agenda común de los partidos políticos representativos, con
responsabilidad institucional gracias a los votos del pueblo, contra la acción
de las masas ciegas y manipuladas por los enemigos de la democracia (que por lo
demás, son nacionales y transnacionales con gran poder económico y
comunicacional).
Julio
Cesar Castellano
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