Fernando Mires 16 de octubre de 2022
@FernandoMiresOl
Hay cierto acuerdo tácito entre quienes nos ocupamos del
no siempre simpático trabajo de caracterizar a movimientos y gobiernos
políticos. Ese acuerdo es el de llamar a los nuevos movimientos sociales que se
levantan en contra de la democracia que ellos llaman liberal, como
nacional-populistas.
En un comienzo era tendencia denominar como fascistas o neo fascistas o post-fascistas a movimientos como los de la Pen, en Francia, Demócratas Suecos, Liga Norte en Italia, AfD en Alemania, VOX en España. Más difícil ha sido seguir sosteniendo el calificativo cuando estos movimientos toman la forma de gobiernos como ocurrió con el Fidesz de Orban, Ley y Justicia de Polonia y recientemente con Los Hermanos de Italia.
Por cierto, todos incorporan elementos fascistoides,
entre ellos discriminación racial en políticas migratorias, la misoginia, la
homofobia, un furioso anticomunismo sin comunistas. Pero pronto fueron
agregados a su repertorio otro elementos de clásico tipo conservador. Entre
otros, el culto a los símbolos patrios y a la familia tradicional, agregando a
la lista una tenaz lucha en contra de la despenalización del aborto, en nombre
del “derecho a la vida”.
NUEVO
NACIONALISMO
Justamente ha sido ese acercamiento a los valores
religiosos y morales de tipo conservador un obstáculo para denominar a esos
movimientos como fascistas pues, como es sabido, los fascismos “clásicos”,
sobre todo los de Hitler y Mussolini, fueron moralmente disolutos y
radicalmente antireligiosos. Ideológicamente un Orban, un Marutowicz, una
Meloni, se encontrarían más cerca del integrismo franquista que del
totalitarismo fascista al estilo de Mussolini y Hitler.
Más difícil todavía fue mantener el concepto de fascismo
cuando logró percibirse que los nuevos movimientos unían a su conservadurismo
demandas exigidas por las izquierdas occidentales, entre ellas la limitación de
la globalización, de instituciones internacionales como el Banco Mundial en lo
económico y la UE en lo político, todo acompañado con una negación, compartida
por las izquierdas occidentales, a la democracia liberal. Odio o aversión que
ha llevado a muchos de esos movimientos y gobiernos a identificarse con la
Rusia de Putin, convertida en vanguardia de los gobiernos anti-democráticos de
la tierra.
Ahora bien, intentando buscar denominadores comunes,
encontramos que todos esos movimientos se declaran nacionalistas. Algunos han
llegado a incorporar el nombre de sus naciones en la designación de sus
partidos. Alternativa para Alemania, Patriotas por Suecia, Hermanos de Italia,
entre otros. Por lo tanto, en cualquiera definición general, algo que no puede
faltar es el término nacional, o nacionalismo. Estamos frente a una ola
antidemocrática y nacionalista a la vez. Que ese nacionalismo sea más retórico
que práctico, es otro tema.
Podríamos afirmar en sentido gramsciano que los nuevos
partidos nacionalistas están ganando en Occidente la lucha hegemónica al
apropiarse del concepto de nación. Quizás esa es una de las varias razones que
explica por qué tales organizaciones han llegado a constituirse en partidos y
gobiernos de masas. Pues al presentarse como defensores de las tradiciones
nacionales en contra de los demócratas globalistas y liberales y de las
izquierdas internacionales, han construido una narrativa que sitúa a la nación
como una entidad amenazada por fuerzas externas frente a las cuales solo cabe
defenderse. Partiendo de esa base, los movimientos migratorios son para ellos
destacamentos desnacionalizantes, hordas de bárbaros cuyo objetivo es robar
“nuestra” identidad nacional, imponiéndonos sus culturas, sus tradiciones y
hasta sus religiones, como destaca la buena, pero muy tendenciosa novela de
Michel Houellebeq, Sumisión. Naturalmente, siempre ha habido y
habrá movimientos nacionalistas. Lo nuevo es que el nacionalismo ya no es de
grupos sino de masas.
LA
REBELIÓN DE LAS MASAS
Uno de los secretos del éxito de los nuevos nacionalismos
es que han sabido adaptarse a las formaciones sociales propias a la era de la
revolución digital.
Ya sea por la desestructuración de estructuras sociales y
clases que ha traído consigo el desarrollo de un capitalismo cada vez más
global, nos encontramos ante el aparecimiento de una nueva sociedad de masas solo
comparable a la que tuvo lugar en la Europa de fines del siglo XlX y comienzos
del siglo XX cuando la industria destruyó estructuras de origen medieval y
arcaicas comunidades agrarias. El modo industrial de producción fue impuesto en
contra de la resistencia de sectores laborales desplazados por la maquinaria y
después por la automatización. El movimiento ludista inglés,
cuyos integrantes eran llamados “destructores de máquinas”, fue una de las más
conocidas, pero no la única, resistencia social frente a la era industrial que
se avecinaba.
Por otra parte, a un nivel más bien elitista surgió el
movimiento cultural romántico europeo considerado por los historiadores como
una protesta intelectual en contra de la modernidad anunciada por la maquinaria
industrial, El fascismo recogería parte de la nostalgia elitista pre-industrial
para convertirla en un relato asequible a las grandes masas. El aparecimiento
de las hordas fascistas ocurrió cuando las clases se disolvieron en la masa.
Tuvo así lugar, "una alianza entre las elites y el populacho" (Hannah
Arendt).
Y aquí llegamos al segundo punto más característico de
los nuevos fenómenos políticos: los movimientos nacionales y nacionalistas de
Europa y América Latina son en primera línea organizaciones de masas en una
sociedad de masas del mismo modo como los partidos socialdemócratas fueron en
su tiempo partidos de clase en una sociedad de clases. Esta y no otra es la
razón que explica por qué los movimientos y gobiernos a los que nos estamos
refiriendo pueden ser denominados como nacional-populistas.
El populismo es la política en la sociedad de masas,
hemos escrito en otros textos. Es cierto. Pero la adhesión de las masas a una
organización política no la define de por sí como populista. Si así fuera todos
los gobiernos surgidos de elecciones masivas serían populistas. Lo que
identifica al populismo entonces no es solo la masificación de la política sino
la relación que establecen las masas con un liderazgo populista. Dicho en
breve: no hay populismo sin líder populista. Masificación y líder son
componentes insustituibles de todo movimiento o gobierno populista. Faltando
uno de ellos, no hay populismo. Esa es mi tesis.
MASA Y
LÍDER
Pero no todos los líderes políticos son populistas. El
populismo existe cuando se da una relación de amor intenso entre masa y líder.
El populismo ha sido y es esencialmente antropomórfico.
El carácter profético, mesiánico e incluso mágico de los líderes populistas,
solo se da en relación directa con una rebelión de las masas, como lo
explicaron de modo filosófico Le Bon, Ortega y Canetti. Si extraemos al líder
de esa relación, podemos contemplarlos en toda su pequeñez. Un Mussolini o un
Hitler, un Perón o un Chávez, separados de su relación con la masa, pueden ser
mirados como lo que fueron: personajes muy mediocres. Hasta el cine y la literatura
se burlan hoy de ellos. Mussolini aparece como un chillón histriónico. Hitler,
lo mostró Charlie Chaplin, como un payaso ridículo. Cuando desaparezca del todo
el peronismo, Perón será visto como un gesticulador incoherente. Chávez ya es
visto como un simple charlatán. Trump como un ignorante pretencioso. Y sin
embargo, todos fueron idolatrados hasta el punto de ser seguidos más allá de la
Constitución, de las leyes y de las instituciones de cada nación.
Este último aspecto debe ser tomado en cuenta. El líder
populista, al aparecer situado sobre las instituciones, no debe ajustarse a los
imperativos que imponen las mediaciones del poder, entre ellas el parlamento.
No es casualidad que la mayoría de los movimientos populistas han terminado por
ser radicalmente antiparlamentarios. Y desde la perspectiva del populismo, hay
en esa posición, suma coherencia. El parlamento es el lugar donde son hechas
las leyes a través del debate. El líder populista es la institución que
constituye al pueblo como pueblo sin parlamento ni debate. El pueblo del líder
no es, y no puede ser, por lo tanto, igual el pueblo constitucional. Así
entendemos por qué los populistas, cuando llegan al gobierno, o intentan dictar
una nueva Constitución hecha a su medida, o gobiernan simplemente sin
Constitución, solo por decreto, como lo hizo Hitler.
Como su antecesor, el nacional- socialismo, el nacional
populismo es la política de las masas representadas por un líder escogido por
las masas. Es, si se quiere, aunque parezca paradoja, la más directa de las
democracias. Tan directa que, para existir, no necesita mediaciones
institucionales y constitucionales. El populismo, en fin, lleva a la democracia
a su radicalización extrema.
La radicalización de la democracia según Jascha Mounk, al
lesionar las instituciones sobre las que se sustenta la democracia, conduce al
fin de la democracia: a la dictadura del líder a través del pueblo y a la
dictadura del pueblo a través del líder. En breve: al fin de la política como
medio de comunicación racional entre seres ciudadanos. Esa es la tónica del
nacional-populismo de nuestro tiempo. Su ataque a la democracia liberal es un
ataque a la democracia en general, hecho nada menos que en nombre de la
democracia.
EL
RETORNO DE LOS DIOSES
El populismo es el gobierno directo de las masas a través
del líder. Ahí reside justamente su peligrosidad. Pues para que
el líder de masas sea tal, ha de representar un poder sobrehumano, y
eso quiere decir, sobrepolítico, y en cuanto lo político se sustenta en
instituciones, anti-institucional. Pero como lo único
sobrehumano es dios o los dioses, el líder aparecerá dotado de plenos
poderes, como un representante divino situado al nivel de lo
terreno.
Hay en todo populismo una fuerte tonalidad
religiosa, hecho descuidado por la mayoría de los autores
dedicados a analizar el fenómeno. Advirtiendo ese
descuido, la socióloga venezolana Nelly Arenas en un
notable ensayo titulado Populismo y Religión, nos da
a conocer la vinculación de los actuales movimientos populistas con el universo
religioso. Escribe Arenas: “Aunque la sociedad en general pareciera
experimentar una vuelta hacia el sentimiento religioso, no es posible prever
todavía una reversión del proceso de secularización del Estado experimentado
por Occidente. Habría que tener en cuenta, no obstante, que la inclinación
manifiesta de los populismos, particularmente los de extrema derecha, es la de
imponer al conjunto social una moral conservadora y retrógrada en línea con
los preceptos confesionales”.
El retorno de lo religioso en lo político es uno de las
principales amenazas que porta consigo el avance del nacional
populismo ¿Estamos frente a una disyuntiva des-secularizadora? Es la
pregunta formulada entre otros por Garzón Vallejos. Hay indicios que hacen
temer esa posibilidad.
El proceso de des-secularización, muchas veces
encubierto, puede tomar, y ha tomado, dos vías que bien pueden ser paralelas.
Una, es conferir a un gobernante poderes divinos. Esa fue una de las vías del
populismo fascista de la era industrial: Mussolini, Hitler, Perón, fueron
idolatrados como dioses.
La segunda vía es incorporar instituciones religiosas al
poder político.
Podría pensarse que el franquismo tomó esa vía, pero
Franco estaba lejos de ser un líder de masas y, como hemos dicho, sin participación
de masas no hay populismo. En el paisaje actual hay dos gobernantes con
pretensiones populistas que tampoco han llegado a ser populistas porque no han
logrado erigirse como caudillos de masas. Me refiero a Erdogan y a Putin. El
primero intenta fundar una república islámica desmontando el
legado secularizante del mitológico presidente Mustafá Kemal Atatürk,
contando para ello con los sectores más conservadores del islamismo turco. El
segundo ha llevado a la iglesia ortodoxa al poder, hasta el punto que su pope
superior, Kirill, ha otorgado a la invasión a Ucrania un carácter de cruzada.
Distinta es la situación en Polonia y en Hungría. En
Polonia, aún sin ser miembro activo del gobierno, el ultracatólico Kazinski es
un líder de masas. En Hungría, a su vez, Orban ha logrado establecer una
relación directa entre gobierno, estado, pueblo, religión y líder.
Giorgia Meloni también es religiosa y su compañero de
ruta, Salvini, es un fascista de tomo y lomo. El peligro de formación de un
movimiento nacional-populista (religioso, además) desde el gobierno, es una
posibilidad latente. No obstante, ese exiguo 25 por ciento que la llevó al
gobierno hace imposible considerarla por el momento como una líder de masas. La
suerte de la futura Italia dependerá en gran parte de la reconstitución de una
oposición que, estando disgregada, continúa siendo mayoría.
En Brasil, en cambio, llegando o no al gobierno,
Bolsonaro, al igual que Trump en los EE UU, logró a través de elecciones
consolidar su liderazgo nacional-populista. Incluso ha dotado a su movimiento
de algo que faltaba al trumpismo: la introducción de la religiosidad. El papel
que podría cumplir la incorporación de las agrupaciones evangélicas a su
movilización política, debe ser analizarlo con seria atención.
El nacionalismo y la religión han sido grandes inventos
de la humanidad. Las dos entidades merecen el más profundo respeto. Pero cuando
logran acceso al estado y comienzan a unirse en un solo poder, surge un
fenómeno que lleva a la destrucción de otra invención, muy antigua y muy
moderna a la vez. Nos referimos a la, por el filósofo Claude Lefort llamada,
invención democrática.
Probablemente los triunfos de los nacional populismos no
serán totales. No es descartable que en algunos países sean domesticados por
las mismas instituciones que hoy adversan. Eso, por lo demás, ya ha ocurrido en
el pasado. Por ejemplo, cuando el movimiento socialista se vio obligado a
organizarse en partidos socialdemócratas. O cuando los ecologistas se vieron
obligados a representar sus ideales a través de partidos parlamentarios.
En otros casos los movimientos nacional populistas no han
sido más que antecesores de formas antidemocráticas de gobierno. Muchas de las
autocracias que hoy infectan la política occidental han tenido un pasado nacional-populista.
La mayoría de esos gobiernos autocráticos apoyan hoy a la dictadura de Putin en
su guerra imperial contra Ucrania. El nacional populismo, si es que triunfa,
puede ser entendido como la fase inicial de la autocracia.
Un fantasma recorre el mundo. Es el fantasma del
nacional-populismo. Que ese fantasma no sea más que eso, un fantasma, dependerá
del curso de las luchas democráticas que hoy tienen lugar en el Occidente
político. Nada está escrito todavía.
Fernando
Mires
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