Francisco Fernández-Carvajal 08 de octubre de 2022
@hablarcondios
— Curación de los diez leprosos.
— El Señor nos espera para darle
gracias, pues son incontables los dones que recibimos cada día.
— Ser agradecidos con todos los hombres.
I.
La Primera lectura de la Misa1 nos
recuerda la curación de Naamán de Siria, sanado de la lepra por el Profeta
Eliseo. El Señor se sirvió de este milagro para atraerlo a la fe, un don mucho
mayor que la salud del cuerpo. Ahora reconozco que no hay Dios en toda
la tierra más que el de Israel, exclamó Naamán al comprobar que se
encontraba sano de su terrible enfermedad. En el Evangelio de la Misa2,
San Lucas nos relata un hecho similar: un samaritano –que, como Naamán, tampoco
pertenecía al pueblo de Israel– encuentra la fe después de su curación, como
premio a su agradecimiento.
Jesús, en su último viaje a Jerusalén, pasaba entre Samaria y Galilea. Y al entrar en una aldea le salieron al encuentro diez leprosos que se detuvieron a lo lejos, a cierta distancia del lugar donde se encontraban el Maestro y el grupo que le acompañaba, pues la Ley prohibía a estos enfermos3 acercarse a las gentes. En el grupo va un samaritano, a pesar de que no había trato entre judíos y samaritanos4, por una enemistad secular entre ambos pueblos. La desgracia les ha unido, como ocurre en tantas ocasiones en la vida. Y levantando la voz, pues están lejos, dirigen a Jesús una petición, llena de respeto, que llega directamente a su Corazón: Jesús, Maestro, ten piedad de nosotros. Han acudido a su misericordia, y Cristo se compadece y les manda ir a mostrarse a los sacerdotes, como estaba preceptuado en la Ley5, para que certificaran su curación. Se encaminaron donde les había indicado el Señor, como si ya estuvieran sanos; a pesar de que todavía no lo estaban, obedecieron. Y por su fe y docilidad, se vieron libres de la enfermedad.
Estos
leprosos nos enseñan a pedir: acuden a la misericordia divina, que es la fuente
de todas las gracias. Y nos muestran el camino de la curación, cualquiera que
sea la lepra que llevemos en el alma: tener fe y ser dóciles a quienes, en
nombre del Maestro, nos indican lo que debemos hacer. La voz del Señor resuena
con especial fuerza y claridad en los consejos que nos dan en la dirección
espiritual,
II. Y
sucedió que, mientras iban, quedaron limpios. Nos podemos imaginar
fácilmente su alegría. Y en medio de tanto alborozo, se olvidaron de Jesús. En
la desgracia, se acuerdan de Él y le piden; en la ventura, se olvidan. Solo
uno, el samaritano, volvió atrás, hacia donde estaba el Señor con los suyos. Probablemente
regresó corriendo, como loco de contento, glorificando a Dios a gritos,
señala el Evangelista. Y fue a postrarse a los pies del Maestro, dándole
gracias. Es esta una acción profundamente humana y llena de belleza. «¿Qué cosa
mejor podemos traer en el corazón, pronunciar con la boca, escribir con la
pluma, que estas palabras, “gracias a Dios”? No hay cosa que se pueda decir con
mayor brevedad, ni oír con mayor alegría, ni sentirse con mayor elevación, ni
hacer con mayor utilidad»6.
Ser agradecido es una gran virtud.
El
Señor debió de alegrarse al ver las muestras de gratitud de este samaritano, y
a la vez se llenó de tristeza al comprobar la ausencia de los demás. Jesús
esperaba a todos: ¿No son diez los que han quedado limpios? Y los otros
nueve, ¿dónde están?, preguntó. Y manifestó su sorpresa: ¿No ha
habido quien volviera a dar gloria a Dios sino solo este extranjero? ¡Cuántas
veces, quizá, Jesús ha preguntado por nosotros, después de tantas gracias! Hoy
en nuestra oración queremos compensar muchas ausencias y faltas de gratitud,
pues los años que contamos no son sino la sucesión de una serie de gracias
divinas, de curaciones, de llamadas, de misteriosos encuentros. Los beneficios
recibidos –bien lo sabemos nosotros– superan, con mucho, las arenas del mar7,
como afirma San Juan Crisóstomo.
Con
frecuencia tenemos mejor memoria para nuestras necesidades y carencias que para
nuestros bienes. Vivimos pendientes de lo que nos falta y nos fijamos poco en
lo que tenemos, y quizá por eso lo apreciamos menos y nos quedamos cortos en la
gratitud. O pensamos que nos es debido a nosotros mismos y nos olvidamos de lo
que San Agustín señala al comentar este pasaje del Evangelio: «Nuestro, no es
nada, a no ser el pecado que poseemos. Pues ¿qué tienes que no hayas
recibido? (1 Cor 4, 7)»8.
Toda
nuestra vida debe ser una continua acción de gracias. Recordemos con frecuencia
los dones naturales y las gracias que el Señor nos da, y no perdamos la alegría
cuando pensemos que nos falta algo, porque incluso eso mismo de lo que
carecemos es, posiblemente, una preparación para recibir un bien más
alto. Recordad las maravillas que Él ha obrado9,
nos exhorta el Salmista. El samaritano, a través del gran mal de su lepra,
conoció a Jesucristo, y por ser agradecido se ganó su amistad y el incomparable
don de la fe: Levántate y vete: tu fe te ha salvado. Los nueve
leprosos desagradecidos se quedaron sin la mejor parte que les había reservado
el Señor. Porque –como enseña San Bernardo– «a quien humildemente se reconoce
obligado y agradecido por los beneficios con razón se le prometen muchos más.
Pues el que se muestra fiel en lo poco, con justo derecho será constituido
sobre lo mucho, así como, por el contrario, se hace indigno de nuevos favores
quien es ingrato a los que ha recibido antes»10.
Agradezcamos
todo al Señor. Vivamos con la alegría de estar llenos de regalos de Dios; no
dejemos de apreciarlos. «¿Has presenciado el agradecimiento de los niños?
—Imítalos diciendo, como ellos, a Jesús, ante lo favorable y ante lo adverso:
“¡Qué bueno eres! ¡Qué bueno!...”»11.
¿Agradecemos, por ejemplo, la facilidad para limpiar nuestros pecados en el
Sacramento del perdón? ¿Damos gracias frecuentemente por el inmenso don de
tener a Jesucristo con nosotros en la misma ciudad, quizá en la misma calle, en
la Sagrada Eucaristía?
III. Cantad
al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas12,
invita el Salmo responsorial. Cuando vivimos de fe, solo
encontramos motivos para el agradecimiento. «Ninguno hay que, a poco que
reflexione, no halle fácilmente en sí mismo motivos que le obligan a ser
agradecido con Dios (...). Al conocer lo que Él nos ha dado, encontraremos
muchísimos dones por los que dar gracias continuamente»13.
Muchos
favores del Señor los recibimos a través de las personas que tratamos
diariamente, y por eso, en esos casos, el agradecimiento a Dios debe pasar por
esas personas que tanto nos ayudan a que la vida sea menos dura, la tierra más
grata y el Cielo más próximo. Al darle gracias a ellas, se las damos a Dios,
que se hace presente en nuestros hermanos los hombres. No nos quedemos cortos a
la hora de corresponder. «No creamos cumplir con los hombres porque les damos,
por su trabajo y servicios, la compensación pecuniaria que necesitan para
vivir. Nos han dado algo más que un don material. Los maestros nos han
instruido, y los que nos han enseñado el oficio, o también el médico que ha atendido
la enfermedad de un hijo y lo ha salvado de la muerte, y tantos otros, nos han
abierto los tesoros de su inteligencia, de su ciencia, de su habilidad, de su
bondad. Eso no se paga con billetes de banco, porque nos han dado su alma. Pero
también el carbón que nos calienta representa el trabajo penoso del minero; el
pan que comemos, la fatiga del campesino: nos han entregado un poco de su vida.
Vivimos de la vida de nuestros hermanos. Eso no se retribuye con dinero. Todos
han puesto su corazón entero en el cumplimiento de su deber social: tienen
derecho a que nuestro corazón lo reconozca»14.
De modo muy particular, nuestra gratitud se ha de dirigir a quienes nos ayudan
a encontrar el camino que conduce a Dios.
El
Señor se siente dichoso cuando también nos ve agradecidos con todos aquellos
que cada día nos favorecen de mil maneras. Para eso es necesario pararnos,
decir sencillamente «gracias» con un gesto amable que compensa la brevedad de
la palabra... Es muy posible que aquellos nueve leprosos ya sanados bendijeran
a Jesús en su corazón..., pero no volvieron atrás, como hizo el samaritano,
para encontrarse con Jesús, que esperaba. Quizá tuvieron la intención de hacerlo...
y el Maestro se quedó aguardando. También es significativo que fuera un
extranjero quien volviera a dar las gracias. Nos recuerda a nosotros
que a veces estamos más atentos a agradecer un servicio ocasional de un extraño
y quizá damos menos importancia a las continuas delicadezas y consideraciones
que recibimos de los más allegados.
No
existe un solo día en que Dios no nos conceda alguna gracia particular y
extraordinaria. No dejemos pasar el examen de conciencia de cada noche sin
decirle al Señor: «Gracias, Señor, por todo». No dejemos pasar un solo día sin
pedir abundantes bendiciones del Señor para aquellos, conocidos o no, que nos
han procurado algún bien. La oración es, también, un eficaz medio para
agradecer: Te doy gracias, Dios mío, por los buenos propósitos, afectos
e inspiraciones que me has comunicado...
1 2
Rey 5, 14-17. —
2 Lc 17,
11-19. —
3 Cfr. Lev 13,
45. —
4 Cfr. 2
Rey 17, 24 ss.; Jn 4, 9. —
5 Cfr. Lev 14,
2. —
6 San
Agustín, Epístola 72. —
7 Cfr. San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 25, 4. —
8 San
Agustín, Sermón 176, 6.—
9 Sal
104, 5. —
10 San
Bernardo, Comentario al Salmo 50, 4, 1. —
11 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 894. —
12 Salmo
responsorial. Sal 97, 1-4. —
13 San
Bernardo, Homilía para el Domingo VI después de Pentecostés,
25, 4. —
14 G.
Chevrot, «Pero Yo os digo», Rialp, Madrid 1981, pp.
117-118.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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