Opus Dei 08 de octubre de 2022
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Evangelio del 28.º domingo del Tiempo
ordinario (Ciclo C) y comentario al evangelio. "Levántate y vete; tu fe te
ha salvado". Si somos agradecidos con Dios y le alabamos por todo,
atraemos para nosotros y para los demás las bendiciones del Cielo.
Evangelio
(Lc 17,11-19)
Al ir
de camino a Jerusalén, atravesaba los confines de Samaría y Galilea; y, cuando
iba a entrar en un pueblo, le salieron al paso diez leprosos, que se detuvieron
a distancia y le dijeron gritando:
—¡Jesús,
Maestro, ten piedad de nosotros!
Al
verlos, les dijo:
—Id y
presentaos a los sacerdotes.
Y
mientras iban quedaron limpios. Uno de ellos, al verse curado, se volvió
glorificando a Dios a gritos, y fue a postrarse a sus pies dándole gracias. Y
éste era samaritano. Ante lo cual dijo Jesús:
—¿No
son diez los que han quedado limpios? Los otros nueve ¿dónde están? ¿No ha
habido quien volviera a dar gloria a Dios más que este extranjero?
Y le
dijo:
—Levántate
y vete; tu fe te ha salvado.
En tiempos de Jesús, la terrible enfermedad contagiosa de la lepra afectaba a mucha gente, como a los diez leprosos del pasaje de este domingo. Para evitar contagios, el Antiguo Testamento estipulaba normas severas: «el enfermo de lepra llevará los vestidos rasgados, el cabello desgreñado, cubierta la barba; y al pasar gritará: "¡impuro, impuro!" Durante el tiempo en que esté enfermo de lepra es impuro. Habitará aislado fuera del campamento, pues es impuro» (Lv 13,45-46). Los sacerdotes eran quienes tenían autoridad para declarar públicamente que una persona era leprosa, o anunciar también su curación para que pudiera regresar a la sociedad.
A las
afueras de un pueblo, vivirían pues los diez leprosos de esta escena que narra
Lucas. Entre ellos se encuentra un samaritano, porque el dolor común enfrió la
enemistad habitual entre judíos y samaritanos. Aquellos enfermos habrían oído
hablar de Jesús, el maestro de Galilea que curaba gente. Es muy posible que
acariciasen en grupo más de una vez la esperanza de encontrarse con él. De modo
que cuando le ven pasar y le reconocen, gritan fuerte desde lejos para que
tuviera piedad de ellos. «Esperan desde lejos –dice un Padre de la Iglesia−
como avergonzados por la impureza que tenían sobre sí. Creían que Jesucristo
los rechazaría también, como hacían los demás. Por esto se detuvieron a lo
lejos, pero se acercaron por sus ruegos. El Señor siempre está cerca de los que
le invocan con verdad (Sal 145,18)»[1].
De la
petición de los diez leprosos podemos aprender a rogar a Dios con confianza,
convencidos de que Él lo puede todo y de que no hace falta esperar a sentirnos
dignos, para pedir y recibir lo que necesitamos. Como escribió san Josemaría,
«te ves tan miserable que te reconoces indigno de que Dios te oiga... Pero, ¿y
los méritos de María? ¿Y las llagas de tu Señor? Y… ¿acaso no eres hijo de
Dios? Además, Él te escucha «quoniam bonus ... quoniam in saeculum misericordia
eius»: porque es bueno, porque su misericordia permanece siempre»[2]. Aunque Jesús sabe todo
de nosotros, cuenta con nuestra petición llena de fe y perseverancia para
darnos lo que pedimos. Es más, como decía san Agustín, en realidad tiene el
Señor «más ganas de dar que nosotros de recibir; y tiene más ganas Él de
hacernos misericordia que nosotros de vernos libres de nuestras miserias»[3].
Jesús
escuchó la petición de los diez leprosos, y como suele hacer con todos los
personajes con los que se encuentra, les pide a cambio un gesto de confianza,
ajustado a la situación personal de quienes le ruegan. En este caso, no les
toca, ni les impone las manos. Sencillamente les manda asumir que se van a
curar y dirigirse a quien tiene autoridad para declararlos puros de su
enfermedad. Y en el camino, quedaron todos curados. Seguro que se llenarían de
inmensa alegría, conocida de mucha gente, cuando los sacerdotes verificaron públicamente
la curación del grupo. Pero solo el samaritano se acordó agradecido de su
benefactor, Jesús, y supo «dar Gloria a Dios» volviendo con acción de gracias a
sus pies.
De la
actitud del samaritano y del reproche que hace Jesús hacia los nueve desagradecidos,
sacamos otra lección muy importante de este pasaje: que nuestra acción de
gracias da gloria a Dios y nos preparara para recibir dones mejores. Por eso
nos conviene fomentar en nuestro corazón, junto a la petición llena de
confianza por lo que necesitamos, la acción de gracias por todo lo que
recibimos, incluso sin pedirlo. De hecho, como decía san Juan Crisóstomo, Dios
«nos hace muchos regalos, y la mayor parte los desconocemos»[4]. Si somos agradecidos
con Dios y le alabamos por todo, atraemos para nosotros y para los demás las
bendiciones del Cielo. Como explicaba san Agustín, «toda nuestra vida presente
debe discurrir en la alabanza de Dios, porque en ella consistirá la alegría
sempiterna de la vida futura; y nadie puede hacerse idóneo de la vida futura si
no se ejercita ahora en esta alabanza»[5].
[1] Teofilacto, Catena
aurea, in. loc.
[2] San
Josemaría, Camino, n. 93.
[3] San
Agustín, Sermón 105.
[4] San Juan
Crisóstomo, Hom. In Matt., 25.
[5] San
Agustín, Coment. In Psal. 148.
Tomado
de: https://opusdei.org/es-ve/gospel/
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