Por Yoani Sánchez, 22/12/2011
Como todos los
aeropuertos del mundo, el nuestro es impersonal, estresante, de aluminio y
cristal por todos lados. De vez en cuando, la puerta de la aduana se abre y
alguien sale con el equipaje envuelto en celofán. Los familiares que aguardan
lanzan un grito, las lágrimas corren, el recién llegado tiene la cara
enrojecida por la emoción. Mientras, en el primer piso ocurren las despedidas,
los últimos abrazos entre gente que quizás no volverá a verse nunca más. Hay
garitas con oficiales de mirada severa que revisan los documentos. Pasaporte,
visa, boleto… permiso de salida. Siempre me pregunto qué les ocurre a quienes
se paran ante esa ventanilla sin la tarjeta blanca, sin esa autorización
denigrante que los cubanos necesitamos para salir de nuestro propio país. Pero
hay pocos testimonios, las prohibiciones ocurren más bien en las oficinas de
inmigración y extranjería, bien lejos de las pistas donde despegan los aviones.
El rumor de que
mañana viernes Raúl Castro podría anunciar una flexibilización a las
restricciones de entrada y salida no me deja dormir. En cuatro años, mi
pasaporte se ha llenado de visas para arribar a otras naciones, pero carece de
un solo permiso para saltarme esta insularidad. Dieciocho negativas de viaje es
demasiado; más parece una venganza personal que el ejercicio de alguna
regulación burocrática. Tengo mi equipaje preparado desde hace mucho. La ropa
que contiene se ha ido amarilleando en ese tiempo, los regalos que llevaba a
los amigos han caducado o pasado de moda, las ponencias que iba a leer en vivo
en ciertos eventos han perdido actualidad. Pero la maleta me sigue mirando
desde una esquina de la habitación. ¿Cuándo viajamos? imagino que me interrogan
sus ruedas gastadas. Y sólo atino a responderle que tal vez este viernes en un
parlamento –sin poder real– alguien decrete devolverme un derecho que siempre
debí disfrutar.
En caso de que la
esperada “reforma migratoria” se anuncie, probaré sus límites desde el
aeropuerto, frente a la garita a la que tantos le temen. Mi maleta y yo estamos
listas. Dispuestas a comprobar si el guardia apretará el botón que abre la
puerta hacia la sala de espera o si llamará a la seguridad para que me saque
del lugar.
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