Francisco Fernández-Carvajal 20 de marzo de
2020
@hablarcondios
— Necesidad de la humildad. La soberbia lo pervierte
todo.
— La hipocresía de los fariseos. Manifestaciones de la
soberbia.
— Aprender del publicano de la parábola. Pedir la
humildad.
I. Misericordia,
Dios mío... Los sacrificios no te satisfacen, si te ofreciera un holocausto, no
lo querrías. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y
humillado, tú no lo desprecias1.
El Señor se conmueve y derrocha sus gracias ante un corazón humilde.
Nos presenta San Lucas en el Evangelio de la Misa de
hoy2 a dos hombres que subieron al Templo a orar: uno fariseo
y publicano el otro. Los fariseos se consideraban a sí mismos como puros y
perfectos cumplidores de la ley; los publicanos se encargaban de recaudar las
contribuciones, y eran tenidos por hombres más amantes de sus negocios que de
cumplir con la ley. Antes de narrar la parábola, el Evangelista se preocupa de
señalar que Jesús se dirigía a ciertos hombres que presumían de ser
justos y despreciaban a los demás.
En seguida se pone de manifiesto en la parábola que el
fariseo ha entrado al Templo sin humildad y sin amor. Él es el centro de sus
propios pensamientos y el objeto de su aprecio: Oh Dios, te doy gracias
porque no soy como los demás hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni como
ese publicano. Ayuno dos veces por semana, pago el diezmo de todo lo que poseo.
En vez de alabar a Dios, ha comenzado, quizá de modo sutil, a alabarse a sí
mismo. Todo lo que hacía eran cosas buenas: ayunar, pagar el diezmo...; la
bondad de estas obras quedó destruida, sin embargo, por la soberbia: se
atribuye a sí mismo el mérito, y desprecia a los demás. Faltan la humildad y la
caridad, y sin ellas no hay ninguna virtud ni obra buena.
El fariseo está de pie. Ora, da gracias por lo que
hace. Pero hay mucha autocomplacencia, está «satisfecho». Se compara con los
demás y se considera superior, más justo, mejor cumplidor de la ley. La
soberbia es el mayor obstáculo que el hombre pone a la gracia divina. Y es el
vicio capital más peligroso: se insinúa y tiende a infiltrarse hasta en las
buenas obras, haciéndoles perder su condición y su mérito sobrenatural; su raíz
está en lo más profundo del hombre (en el amor propio desordenado), y nada hay
tan difícil de desarraigar e incluso de llegar a reconocer con claridad.
«“A mí mismo, con la admiración que me debo”. —Esto
escribió en la primera página de un libro. Y lo mismo podrían estampar muchos
otros pobrecitos, en la última hoja de su vida.
»¡Qué pena, si tú y yo vivimos o terminamos así!
—Vamos a hacer un examen serio»3.
Pedimos al Señor que tenga siempre compasión de nosotros y no nos deje caer en
ese estado. Imploremos cada día la virtud de la humildad y hagamos hoy el
propósito de estar atentos a las diversas y variadas expresiones en que se pone
de manifiesto el pecado capital de la soberbia, y a rectificar la intención en
nuestras obras cuantas veces sea necesario.
II. Algunos fariseos
se convirtieron, y fueron amigos y fieles discípulos del Señor, pero muchos
otros no supieron reconocer al Mesías, que pasaba por sus calles y plazas. La
soberbia hizo que perdieran el norte de su existencia y que su vida religiosa,
de la que tanto alardeaban, quedara hueca y vacía. Sus prácticas de piedad se
consumían en formalismos y meras apariencias, realizadas de cara a la galería.
Cuando ayunan, demudan su rostro para que los demás lo sepan4;
cuando oran, gustan de hacerlo de pie y con ostentación en las sinagogas o en
medio de las plazas5;
cuando dan limosna, lo pregonan con trompetas6.
El Señor recomendará a sus discípulos: No
hagáis como los fariseos. Y les explica por qué no deben seguir su
ejemplo: Todas sus obras las hacen para ser vistos por los hombres7.
Con palabra fuerte, para que reaccionen, les llama hipócritas, semejantes a
sepulcros blanqueados: vistosos por fuera, repletos de podredumbre por dentro8.
La vanagloria «fue la que los apartó de Dios; ella les
hizo buscar otro teatro para sus luchas y los perdió. Porque, como se procura
agradar a los espectadores que cada uno tiene, según son los espectadores,
tales son los combates que se realizan»9.
Para ser humildes no podemos olvidar jamás que quien presencia nuestra vida y
nuestras obras es el Señor, a quien hemos de procurar agradar en todo momento.
Los fariseos, por la soberbia, se volvieron duros,
inflexibles y exigentes con sus semejantes, y débiles y comprensivos consigo
mismos: Atan pesadas cargas a los demás y ellos ni siquiera ponen un
dedo para moverlas10.
A nosotros el Señor nos dice: El mayor entre vosotros ha de ser vuestro
servidor11. Y el Espíritu Santo, por medio de San Pablo: llevad
los unos las cargas de los otros y así cumpliréis la ley de Cristo12.
Una de las manifestaciones más claras de la humildad es el servir y ayudar a
los demás, no ya en acciones aisladas sino de modo constante.
Quizá uno de los reproches más duros que les hace el
Señor es este: Vosotros no habéis entrado y a los que iban a entrar se
lo habéis impedido13.
Han cerrado el camino a aquellos a quienes tenían que guiar. ¡Guías
ciegos!14 les llamará en otro lugar. La soberbia hace perder la
luz sobrenatural para uno mismo y para los demás.
La soberbia tiene manifestaciones en todos los
aspectos de la vida. «En las relaciones con el prójimo, el amor propio nos hace
susceptibles, inflexibles, soberbios, impacientes, exagerados en la afirmación
del propio yo y de los propios derechos, fríos, indiferentes, injustos en
nuestros juicios y en nuestras palabras. Se deleita en hablar de las propias
acciones, de las luces y experiencias interiores, de las dificultades, de los
sufrimientos, aun sin necesidad de hacerlo. En las prácticas de piedad se
complace en mirar a los demás, observarlos y juzgarlos; se inclina a compararse
y a creerse mejor que ellos, a verles defectos solamente y negarles las buenas
cualidades, a atribuirles deseos e intenciones poco nobles, llegando incluso a
desearles el mal. El amor propio (...) hace que nos sintamos ofendidos cuando
somos humillados, insultados o postergados, o no nos vemos considerados,
estimados y obsequiados como esperábamos»15.
Nosotros hemos de alejarnos del ejemplo y de la
oración del fariseo y aprender del publicano: Dios mío, ten
misericordia de mí, que soy un pecador. Es una jaculatoria para repetirla
mucha veces, que fomenta en el alma el amor a la humildad, también a la hora de
rezar.
III. El
Señor está cerca de aquellos que tienen el corazón contrito, y a los humillados
de espíritu los salvará16.
El publicano dirige a Dios una oración humilde, y confía, no en sus méritos,
sino en la misericordia divina: quedándose lejos, ni siquiera se
atrevía a levantar sus ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo:
Oh Dios, ten compasión de mí que soy un pecador.
El Señor, que resiste a los soberbios pero a
los humildes da su gracia17,
lo perdona y justifica. Os digo que este bajó a su casa justificado, y
aquel no.
El publicano «se quedó lejos, y por eso
Dios se acercó más fácilmente... Que esté lejos o que no lo esté, depende de
ti. Ama y se acercará; ama y morará en ti»18.
También podemos aprender de este publicano cómo ha de
ser nuestra oración: humilde, atenta, confiada. Procurando que no sea
un monólogo en el que nos damos vueltas a nosotros mismos, a las virtudes
que creemos poseer.
En el fondo de toda la parábola late una idea que el
Señor quiere inculcarnos: la necesidad de la humildad como fundamento de toda
nuestra relación con Dios y con los demás. Es la primera piedra de este
edificio en construcción que es nuestra vida interior. «No quieras ser como
aquella veleta dorada del gran edificio: por mucho que brille y por alta que
esté, no importa para la solidez de la obra.
»—Ojalá seas como un viejo sillar oculto en los
cimientos, bajo tierra, donde nadie te vea: por ti no se derrumbará la casa»19.
Cuando una persona se siente postergada, herida en
detalles pequeñísimos, debe pensar que todavía no es humilde de verdad: es la
ocasión de aceptar la propia pequeñez y ser menos soberbios: «no eres humilde
cuando te humillas, sino cuando te humillan y lo llevas por Cristo»20.
La ayuda de la Virgen Santísima es nuestra mejor
garantía para ir adelante en esta virtud. «María es, al mismo tiempo, una Madre
de misericordia y de ternura, a la que nadie ha recurrido en vano; abandónate
lleno de confianza en el seno materno, pídele que te alcance esta virtud (de la
humildad) que Ella tanto apreció; no tengas miedo de no ser atendido, María la
pedirá para ti de ese Dios que ensalza a los humildes y reduce a la nada a los
soberbios; y como María es omnipotente cerca de su Hijo, será con toda
seguridad oída»21.
Después de considerar las enseñanzas del Señor, y de contemplar el ejemplo
humilde de Santa María, podemos acabar nuestra oración con esta petición:
«Señor, quita la soberbia de mi vida; quebranta mi amor propio, este querer
afirmarme yo e imponerme a los demás. Haz que el fundamento de mi personalidad
sea la identificación contigo»22.
1 Salmo
responsorial. —
2 Lc 18,
9-14. —
3 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 719. —
4 Cfr. Mt 6,
16. —
5 Cfr. Mt 6,
5. —
6 Cfr. Mt 6,
2. —
7 Mt 23,
5. —
8 Cfr. Mt 23,
27. —
9 San
Juan Crisóstomo, Hom. sobre San Mateo, 72, 1. —
10 Lc 11,
46. —
11 Mt 23,
11. —
12 Gal 6,
2. —
13 Lc 11,
53. —
14 Mt 15,
14. —
15 B.
Baur, En la intimidad con Dios, p. 89. —
16 Sal 33.
—
17 Sant 4,
6. —
18 San
Agustín, Sermón 9, 21. —
19 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 590. —
20 Ibídem,
n. 594. —
21 J.
Pecci -León XIII-, Práctica de la humildad, 56.
—
22 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 31.
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