Francisco Fernández-Carvajal 21 de marzo de
2020
@hablarcondios
— La alegría es
compatible con la mortificación y el dolor. Se le opone la tristeza, no la
penitencia.
— La alegría tiene un
origen espiritual, surge de un corazón que ama y se siente amado por Dios.
— Dios ama al
que da con alegría.
I. Alégrate,
Jerusalén; alegraos con ella todos los que la amáis, gozaos de su alegría..., rezamos en la Antífona de entrada de la Misa: Laetare,
Ierusalem...1.
La alegría es una característica esencial del
cristiano, y la Iglesia no deja de recordárnoslo en este tiempo litúrgico para
que no olvidemos que debe estar presente en todos los momentos de nuestra vida.
Existe una alegría que se pone de relieve en la esperanza del Adviento, otra
viva y radiante en el tiempo de Navidad; más tarde, la alegría de estar junto a
Cristo resucitado; hoy, ya avanzada la Cuaresma, meditamos la alegría de la
Cruz. Es siempre el mismo gozo de estar junto a Cristo: «solo de Él, cada uno
de nosotros puede decir con plena verdad, junto con San Pablo: Me amó y se
entregó por mí (Gal 2, 20). De ahí debe partir vuestra
alegría más profunda, de ahí ha de venir también vuestra fuerza y vuestro
sostén. Si vosotros, por desgracia, debéis encontrar amarguras, padecer
sufrimientos, experimentar incomprensiones y hasta caer en pecado, que
rápidamente vuestro pensamiento se dirija hacia Aquel que os ama siempre y que
con su amor ilimitado, como de Dios, hace superar toda prueba, llena todos
nuestros vacíos, perdona todos nuestros pecados y empuja con entusiasmo hacia
un camino nuevamente seguro y alegre»2.
Este domingo es tradicionalmente conocido con el
nombre de Domingo «Laetare», por la primera palabra de la Antífona
de entrada. La severidad de la liturgia cuaresmal se ve interrumpida en este
domingo que nos habla de alegría. Hoy está permitido que –si se dispone de
ellos– los ornamentos del sacerdote sean color rosa en vez de morados3,
y que pueda adornarse el altar con flores, cosa que no se hace los demás días
de Cuaresma4.
La Iglesia quiere recordarnos así que la
alegría es perfectamente compatible con la mortificación y el dolor.
Lo que se opone a la alegría es la tristeza, no la penitencia.
Viviendo con hondura este tiempo litúrgico que lleva hacia la Pasión –y por
tanto hacia el dolor–, comprendemos que acercarnos a la Cruz significa también
que el momento de nuestra Redención se acerca, está cada vez más próximo, y por
eso la Iglesia y cada uno de sus hijos se llenan de alegría: Laetare,
alégrate, Jerusalén, y alegraos con ella todos los que la amáis.
La mortificación que estaremos viviendo estos días no
debe ensombrecer nuestra alegría interior, sino todo lo contrario: debe hacerla
crecer, porque nuestra Redención se acerca, el derroche de amor por los hombres
que es la Pasión se aproxima, el gozo de la Pascua es inminente. Por eso
queremos estar muy unidos al Señor, para que también en nuestra vida se repita,
una vez más, el mismo proceso: llegar, por su Pasión y su Cruz, a la gloria y a
la alegría de su Resurrección.
II. Alegraos
siempre en el Señor, otra vez os digo: alegraos5.
Con una alegría que es equivalente a felicidad, a gozo interior, y que
lógicamente también se manifiesta en el exterior de la persona.
«Como es sabido, existen diversos grados de esta
“felicidad”. Su expresión más noble es la alegría o “felicidad” en sentido
estricto, cuando el hombre, a nivel de sus facultades superiores, encuentra la
satisfacción en la posesión de un bien conocido y amado (...). Con mayor razón
conoce la alegría y felicidad espiritual cuando su espíritu entra en posesión
de Dios, conocido y amado como bien supremo e inmutable»6.
Y continúa diciendo Pablo VI: «La sociedad tecnológica ha logrado multiplicar
las ocasiones de placer, pero encuentra muy difícil engendrar la alegría.
Porque la alegría tiene otro origen: es espiritual. El dinero, el “confort”, la
higiene, la seguridad material, no faltan con frecuencia; sin embargo, el
tedio, la aflicción, la tristeza, forman parte, por desgracia, de la vida de
muchos»7.
El cristiano entiende perfectamente estas ideas
expresadas por el Romano Pontífice. Y sabe que la alegría surge de un corazón
que se siente amado por Dios y que a su vez ama con locura al Señor. Un corazón
que se esfuerza además para que ese amor a Dios se traduzca en obras,
porque sabe –con el refrán castellano– que «obras son amores y no buenas
razones». Un corazón que está en unión y en paz con Dios, pues, aunque se sabe
pecador, acude a la fuente del perdón: Cristo en el sacramento de la
Penitencia.
Al ofrecerte, Señor, en la celebración gozosa del
domingo, los dones que nos traen la salvación, te rogamos nos ayudes...8.
Los sufrimientos y las tribulaciones acompañan a todo hombre en la tierra, pero
el sufrimiento, por sí solo, no transforma ni purifica; incluso puede ser causa
de rebeldía y de desamor. Algunos cristianos se separan del Maestro cuando
llegan hasta la Cruz, porque ellos esperan la felicidad puramente humana, libre
de dolor y acompañada de bienes naturales.
El Señor nos pide que perdamos el miedo al dolor, a
las tribulaciones, y nos unamos a Él, que nos espera en la Cruz. Nuestra alma
quedará más purificada, nuestro amor más firme. Entonces comprenderemos que la
alegría está muy cerca de la Cruz. Es más, que nunca seremos felices si no nos
unimos a Cristo en la Cruz, y que nunca sabremos amar si a la vez no amamos el
sacrificio. Esas tribulaciones, que con la sola razón parecen injustas y sin
sentido, son necesarias para nuestra santidad personal y para la salvación de
muchas almas. En el misterio de la corredención, nuestro dolor, unido a los
sufrimientos de Cristo, adquiere un valor incomparable para toda la Iglesia y
para la humanidad entera. El Señor nos hace ver, si acudimos a Él con humildad,
que todo –incluso aquello que tiene menos explicación humana– concurre para el
bien de los que aman a Dios9.
El dolor, cuando se le da su sentido, cuando sirve para amar más, produce una
íntima paz y una profunda alegría. Por eso, el Señor en muchas ocasiones
bendice con la Cruz.
Así hemos de recorrer «el camino de la entrega: la
Cruz a cuestas, con una sonrisa en tus labios, con una luz en tu alma»10.
III. El
cristiano se da a Dios y a los demás, se mortifica y se exige, soporta las
contrariedades... y todo eso lo hace con alegría, porque entiende que esas
cosas pierden mucho de su valor si las hace a regañadientes: Dios ama
al que da con alegría11.
No nos tiene que sorprender que la mortificación y la Penitencia nos cuesten;
lo importante es que sepamos encaminarnos hacia ellas con decisión, con
la alegría de agradar a Dios, que nos ve.
«“¿Contento?” —Me dejó pensativo la pregunta.
»—No se han inventado todavía las palabras, para
expresar todo lo que se siente –en el corazón y en la voluntad– al saberse hijo
de Dios»12. Quien se siente hijo de Dios, es lógico que experimente ese
gozo interior.
La experiencia que nos transmiten los santos es
unánime en este sentido. Bastaría recordar la confidencia que hace el apóstol
San Pablo a los de Corinto: ... estoy lleno de consuelo, reboso de gozo
en todas nuestras tribulaciones13.
Y conviene recordar que la vida de San Pablo no fue fácil ni cómoda: Cinco
veces recibí de los judíos cuarenta azotes menos uno; tres veces fui azotado
con varas; una vez fui lapidado; tres veces naufragué; un día y una noche pasé
náufrago en alta mar; en mis frecuentes viajes sufrí peligros de ríos, peligros
de ladrones, peligros de los de mi raza, peligros de los gentiles, peligros en
ciudad, peligros en despoblado, peligros en el mar, peligros entre falsos
hermanos; trabajos y fatigas, frecuentes vigilias, con hambre y sed, en
frecuentes ayunos, con frío y desnudez14.
Pues bien, con todo lo que acaba de enumerar, San Pablo es veraz cuando nos
dice: estoy lleno de consuelo, reboso de gozo en todas nuestras
tribulaciones.
Tenemos cerca la Semana Santa y la Pascua, y por tanto
el perdón, la misericordia, la compasión divina, la sobreabundancia de la
gracia. Unas jornadas más, y el misterio de nuestra salud quedará consumado. Si
alguna vez hemos tenido miedo a la penitencia, a la expiación, llenémonos de
valor, pensando en que el tiempo es breve y el premio grande, sin proporción con
la pequeñez de nuestro esfuerzo. Sigamos con alegría a Jesús, hasta Jerusalén,
hasta el Calvario, hasta la Cruz. Además, «¿no es verdad que en cuanto dejas de
tener miedo a la Cruz, a eso que la gente llama cruz, cuando pones tu voluntad
en aceptar la Voluntad divina, eres feliz, y se pasan todas las preocupaciones,
los sufrimientos físicos o morales?»15.
1 Is 66,
10-11. —
2 Juan
Pablo II, Alocución, 1-III-1980. —
3 Misal
Romano, Ordenación General, n. 308. —
4 Caeremoniale
Episcoporum, 1984, n. 48. —
5 Flp 4,
4. —
6 Pablo VI,
Exhor. Apos. Guadete in Domino, 9-V-1975, I. —
7 Ibídem.
—
8 Oración
sobre las ofrendas, Dom. IV de Cuaresma. —
9 Cfr. Rom 8,
28. —
10 San
Josemaría Escrivá, Vía Crucis, II, 3. —
11 2
Cor 9, 7. —
12 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 61. —
13 2
Cor 7, 4. —
14 2
Cor 11, 24-27. —
15 San
Josemaría Escrivá, Vía Crucis, II.
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