Anamaría Oxford 20 de marzo de 2020
@anamariaoxford
Abril
llegó el 6 de febrero a Madrid, directo a una habitación que había alquilado
desde Caracas. Arribó en pleno invierno. Su cuerpo se ajustaba medianamente al
frío. Teniendo unos veintidós días ya, comenzó a experimentar malestar.
Atareada con las diligencias para regularizar su estatus migratorio, no le
prestó atención.
“Me
mojé varias veces en Barcelona y pensé que el dolor de garganta era por eso.
Solo tenía esa molestia”. Había estado ahí entre el 25 y 27 de febrero. El 28
viajó a Oporto a visitar a su mejor amiga, a quien no veía desde hacía 22 años.
Volvió
a Madrid. Tuvo reuniones, encuentros. Buscaba activar relaciones para hacerse
la vida en España, conseguir trabajo en su área –las comunicaciones–, y así
poder traer a su pequeña bebé que se quedó en el país.
El
viaje a Oporto lo hizo por tierra. Abril calcula que por lo menos diez de los
que viajaban con ella en el autobús iban con gripe. Eso reforzó su teoría. “Es
gripe”.
Abril
es una mujer de fe. Nació en Caracas, pero dice tener las costumbres
trujillanas de su madre. A sus 39 años, cuenta que, por ser sietemesina, su
sistema inmunológico siempre ha sido muy débil y tener gripe es una costumbre,
“igual que mi hija”, dice.
Para
la fecha de su viaje, había 45 casos confirmados en toda España. Ni Madrid era
un foco de atención, ni había alertas ni se hablaba del coronavirus.
“Nos
montamos en el bus, viajamos, llegamos a Oporto y nadie nos paró. No nos
revisaron ni me hicieron ningún control de nada”.
“Llegué
a casa de mi amiga. Salimos en grupo, todos un poco engripados, con síntomas
diferentes, pero todos engripados”. Los dos primeros casos de Portugal fueron
confirmados el 2 de marzo, ambos se encontraban en el Hospital de Oporto. Los
dos ciudadanos portugueses habían regresado a su país, uno desde el norte de
Italia, el otro desde Madrid.
El
5 de marzo, le comenzaron los escalofríos. Le dio fiebre. Así estuvo dos días.
No se levantó de la cama. En casa de sus amigos no había calefacción y
estuvieron a 10 grados con mal tiempo. Su amiga la quería llevar al hospital,
pero al tercer día se sintió mejor y abandonaron la idea.
“Yo
no quería ir. Era un idioma diferente y solo tenía mi pasaporte. Además, le
cambiaría la rutina a mi amiga. Lo veía complicado para todos”.
Tomó
antigripales y volvió a España. Antes había conversado con su casera. Le dijo
que le preocupaban las noticias de Madrid. La casera le dijo que todo estaba
bien, que volviera sin ninguna preocupación.
Esa
noche llegó cansada. El viaje en autobús la había dejado exhausta. En el
trayecto, tanto ella como muchos pasajeros tenían tos. 1.639 casos fueron
confirmados en España ese día. Ya era un tema más de preocupación que de
conversación en el país Ibérico.
Le
subió la fiebre. “No podía pedir ayuda, ¿cómo iba a molestar a esta familia que
ni me conocía? Ahí comencé a sospechar que tenía el virus. Me sentía sin
fuerzas, agotada”. Al día siguiente fue igual. Escalofríos, fiebre, tos,
cansancio, dolor de garganta.
“Sentí
miedo. Miedo de estar sola en un país que no es el mío, al que no vine de
vacaciones, en el que estoy con el dinero justo, con mi hija lejos. Vine con un
plan, pero desde un principio nada ha salido como yo pensaba”.
Aunque
en Oporto temió poner en riesgo a su amiga, sentirse acompañada, durante “los
días más fuertes de este virus”, le dio alivio.
Quería
llamar al número de teléfono gratuito que habilitó la Comunidad de Madrid para
personas que presentaban síntomas. De esa forma no acudiría al centro de salud.
En ese primer contacto con la sanidad española, los teleoperadores hacen un
test, con preguntas puntuales sobre los síntomas, la procedencia, etc. El
sistema no reconoció su número de pasaporte. Tampoco Abril supo explicar bien
la dirección, así que no procesaron la llamada. El cansancio la hizo desistir.
La
mañana del 12 de marzo se levantó. Tratando de no molestar, salió con el
malestar. Le dolía todo el cuerpo, pero debía asistir a la entrevista de
solicitud de asilo. Era una cita impostergable. Había tenido la suerte de
llegar en un momento en que el Estado español había acelerado el proceso de
citas para solicitudes de asilos. Hizo la larga fila de solicitantes, entró, la
entrevistaron, tuvo momentos de mejor ánimo, pero cuando llegó a casa, volvió
el malestar.
Fue
a un centro de salud. Abril tenía miedo. Un país que no conocía, un sistema que
tampoco la acogía, sola, viviendo con personas que le eran ajenas, y todos los
días un número de contagiados y fallecidos que aumentaba sin parar. No la
atendieron. La enviaron a su casa: “Siga llamando. Están colapsados, pero la
van a atender”, le dijo la enfermera.
Volvió
a hacerlo. Esta vez les dio el número de identificación extranjera (NIE) que le
asignaron en la entrevista como solicitante de asilo. Le hicieron el test
telefónico. Le dijeron que tenía todas las señas de ser positivo. “La van a
llamar para acudir a su casa y hacerle el examen”.
No
la llamaron el viernes.
Finalmente,
el sábado le tomaron la muestra. Llegaron a su casa, le sacaron la sangre y el
equipo que la visitó –más por la experiencia que por el resultado de la
muestra– le dijo que era un caso de COVID-19, que no requería hospitalización
porque ya estaba saliendo de los síntomas. Probablemente, si hubiese acudido en
Oporto al hospital, la hubiesen dejado. Pero ya estaba saliendo del virus. Lo
recomendable era que se quedara en casa y siguiera de reposo. Le recomendaron
lavar la ropa con agua caliente, que no la mezclara con la ropa de otras
personas, que lavara bien los cubiertos, platos, que ventilara la habitación.
El
domingo, Abril comenzó a sentir un poco más de fuerza. Podía hablar, se sintió
más ella.
Hace
un pequeño recuento de sus imágenes de los últimos días y entiende que todo su
plan cambió, pero lo asume con entereza: “Me levantaba temprano para no
importunar a los caseros. Me bañaba rapidito, preparaba el desayuno, el
almuerzo y la cena de una vez. Lavaba todo muy bien y me llevaba la comida a la
habitación. Comía frío. Solo salía a hacer mis necesidades”.
Solo
se le quebró la voz al recordar que lloró con su madre, uno de esos días de
malestar que aún no puede precisar: “lloramos juntas, por teléfono, lloramos
mucho”.
Lleva
muchos días de confinamiento y ha perdido el sentido del tiempo. “Perdona, es
que mi cabeza es un bullicio”, se disculpa. “Pero por ahí dicen: haz planes y
escucharás la risa de Dios”.
***
Abril es un nombre ficticio.
La protagonista de esta historia pidió que así fuera para proteger su
identidad.
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