MIBELIS ACEVEDO DONÍS 15 de marzo de 2020
@Mibelis
A
sabiendas de que sin unidad opositora (lo más ancha, inclusiva y plural
posible) luce cuesta arriba enfrentar el autoritarismo imperante en Venezuela,
habrá que recordar que el nervio de toda asociación estriba en blindar cierta
afinidad, cierto consenso básico entre sus miembros. Hablamos de una visión
compartida, una disposición a comunicarse y cooperar que, gracias a su
permanencia en el tiempo, genera conexiones más acabadas: la identificación con
saberes, creencias y pautas comunes de conducta. Una cultura, en fin, que funda
el “nosotros” y lo distingue.
A
la luz de esa certeza, es bueno mirar las movidas a las que apelaron líderes
democráticos para concretar avances a favor de ese “nosotros”; ver cómo la
habilidad estratégica para aterrizar expectativas, convencer a los no
convencidos y moderar al exaltado, resultó aliño clave en medio del salto
político. Es el caso de Sudáfrica. Tras 27 años de cárcel, Mandela -primero, un
joven incurso en planes terroristas, jefe del MK; luego, un político de
excepción- entendió que su mayor problema vivía embutido dentro de sus filas:
ese pétreo convencimiento de que las políticas subversivas que alentaban
sectores extremos eran la vía para acabar con el apartheid (eso incluía el
exterminio de los afrikáners, la “supremacía blanca”; expresión de un “todo o
nada” avivado por el revanchismo, esa furia unificadora tan vigorosa como
tóxica).
Combatir
esa opinión –parte del nuevo paradigma que exigía la democracia en puertas- fue
vital para la negociación. En 1990, consciente de que lejos de ayudar, el
desbordamiento de la lucha armada hacía más esquiva la solución y los acercaba
a la guerra civil, Mandela instó al Congreso Nacional Africano a abandonar
posturas radicales: eso suponía la renuncia a la violencia y consecuente
ruptura con el Partido Comunista.
El
deslinde del extremismo, así como la destreza para persuadir a sus compañeros
del CNA acerca de la necesidad de convertir una coalición de grupos radicales
en partido dispuesto a compartir gobierno (“cooperación antagónica”, dice David
Welsh) dio piso al entendimiento con un rival que, fiel a su ortodoxia, apenas
asomaba intenciones de reformar el sistema, no desmontarlo; actor del que, sin
embargo, no podían prescindir. La tarea, en efecto, habría sido imposible
mientras los extremos siguieran estorbando, malogrando acercamientos, atajando
todo amago de salida pacífica. Algo similar ocurrió en Chile, en 1986, tras el
bumerang del fallido atentado contra Pinochet. En virtud del episodio, cuenta
el ex ministro de Estado Enrique Correa, “rompimos todo vínculo con las fuerzas
violentas… a partir de allí hubo un cambio sustancial dentro de la oposición”.
Una cultura política coherente con la índole de sus impulsores, un “nuevo
orden” empezaba así a perfilarse.
Lo
anterior invita a revisar lo ocurrido en Venezuela, donde parte de esa
coalición opositora otrora impulsada por una visión común -la de que una
transición democrática demanda medios cónsonos con sus fines- ha aparecido no
sólo fragmentada, sino presa del sex-appeal del radicalismo endógeno. Luego de
nadar en el marasmo de las salidas “no convencionales” (recordemos el fiasco
del 30A) o intervenciones “quirúrgicas” para el cese de la usurpación, todos
delirios incompatibles con las señas del entorno, el viejo-nuevo coco de los
extremos reaparece: elecciones. Y con ellas, la hendidura que exhibe dos vistas
del conflicto, la de quienes preconizan una ruptura acelerada, unilateral y sin
contratos sostenibles, y la de aquellos que -aún con zigzagueos- reconocen el
potencial de cambio implícito en el voto, su utilidad para elevar costos de
permanencia al régimen.
“Preparémonos
para ir a las elecciones que la Constitución dice que hay que hacer, las de la
Asamblea Nacional… ¿qué vamos a hacer, nos vamos a quedar sentados?”. Junto con
la instalación del comité de postulaciones para renovar CNE, las declaraciones
de Ramos Allup caen como sal sobre algunos tajos sangrantes. ¿Implica esto la
revisión de los términos de una asociación que retorna sin devaneos al carril
electoral? ¿Anuncia esa admisión del hecho político real –Capriles dixit- la
recomposición de una alianza que para ser eficaz, exige debilitar a los
intransigentes y atraer de nuevo a los resteados con la idea de una unidad
diversa, pero ante todo democrática? ¿Se prepara la dirigencia asociada al G4
para un rescate del énfasis en la cooperación amplia, del “nosotros”, del
impulso que genera una presión interna sustantiva y enfocada?
En
momento de incertidumbre, desacuerdo táctico e infeliz antagonización producto
del “divide et impera”, son muchas las dudas surgidas a raíz de esos eventos.
Queda esperar a que las condiciones que abren puertas a la democracia -esas que
remiten al compromiso firme de los individuos con sus valores y prácticas- sean
oportunamente abrazadas. La eventual, milagrosa convergencia debería vivir
libre de la bulla, eso sí, de quienes de ningún modo están dispuestos a
evolucionar.
MIBELIS
ACEVEDO DONÍS
@Mibelis
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