Francisco Fernández-Carvajal 16 de marzo de
2020
@hablarcondios
— Perdonar y olvidar
las pequeñas ofensas que se producen a veces en la convivencia diaria.
— Nuestro perdón en
comparación con lo que el Señor nos perdona.
— Disculpar y
comprender. Aprender a ver lo bueno de los demás.
I. En el trato con
los demás, en el trabajo, en las relaciones sociales, en la convivencia de
todos los días, es prácticamente inevitable que se produzcan roces. Es también
posible que alguien nos ofenda, que se porte con nosotros de manera poco noble,
que nos perjudique. Y esto, quizá, de forma un tanto habitual. ¿Hasta
siete veces he de perdonar? Es decir, ¿he de perdonar siempre? Esta es
la cuestión que le propone Pedro al Señor en el Evangelio de la Misa de hoy1. Es también nuestro tema de oración: ¿sabemos disculpar en
todas las ocasiones?, ¿lo hacemos con prontitud?
Conocemos la respuesta del Señor a Pedro, y a
nosotros: No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.
Es decir, siempre. Pide el Señor a quienes le siguen, a ti y a mí, una postura
de perdón y de disculpa ilimitados. A los suyos, el Señor les exige un corazón
grande. Quiere que le imitemos. «La omnipotencia de Dios –dice Santo Tomás– se
manifiesta, sobre todo, en el hecho de perdonar y usar de misericordia, porque
la manera que Dios tiene de demostrar su poder supremo es perdonar
libremente...»2, y por eso a nosotros «nada nos asemeja tanto a Dios como
estar siempre dispuestos a perdonar»3. Es donde mostramos también nuestra mayor grandeza de alma.
«Lejos de nuestra conducta, por tanto, el recuerdo de
las ofensas que nos hayan hecho, de las humillaciones que hayamos padecido –por
injustas, inciviles y toscas que hayan sido–, porque es impropio de un hijo de
Dios tener preparado un registro, para presentar una lista de agravios»4. Aunque el prójimo no mejore, aunque recaiga una y otra vez en
la misma ofensa o en aquello que me molesta, debo renunciar a todo rencor. Mi
interior debe conservarse sano y limpio de toda enemistad.
Nuestro perdón ha de ser sincero, de corazón, como
Dios nos perdona a nosotros: Perdónanos nuestras deudas así como
nosotros perdonamos a nuestros deudores, decimos cada día en el
Padrenuestro. Perdón rápido, sin dejar que el rencor o la separación corroan el
corazón ni por un momento. Sin humillar a la otra parte, sin adoptar gestos
teatrales ni dramatizar. La mayoría de las veces, en la convivencia ordinaria,
ni siquiera será necesario decir «te perdono»: bastará sonreír, devolver la
conversación, tener un detalle amable; disculpar, en definitiva.
No es necesario que suframos grandes injurias para
ejercitarnos en esta muestra de caridad. Bastan esas pequeñas cosas que suceden
todos los días: riñas en el hogar por cuestiones sin importancia, malas
contestaciones o gestos destemplados ocasionados muchas veces por el cansancio
de las personas, que tienen lugar en el trabajo, en el tráfico de las grandes
ciudades, en los transportes públicos...
Mal viviríamos nuestra vida cristiana si al menor roce
se enfriara nuestra caridad y nos sintiéramos separados de los demás, o nos
pusiéramos de mal humor. O si una injuria grave nos hiciera olvidar la
presencia de Dios y nuestra alma perdiera la paz y la alegría. O si somos
susceptibles. Hemos de hacer examen para ver cómo son nuestras reacciones ante
las molestias que, a veces, la convivencia lleva consigo. Seguir al Señor de
cerca es encontrar también en este punto, en las contrariedades pequeñas y en
las ofensas graves, un camino de santidad.
II. Y si
siete veces al día te ofende... siete veces le perdonarás5. Siete veces, en muchas ocasiones. Incluso en el
mismo día y sobre lo mismo. La caridad es paciente, no se irrita6.
En algún caso, nos puede costar el perdón. En lo
grande o en lo pequeño. El Señor lo sabe y nos anima a recurrir a Él, que nos
explicará cómo este perdón sin límite, compatible con la defensa justa cuando
sea necesaria, tiene su origen en la humildad. Cuando acudimos a Jesús, Él nos
recuerda la parábola que narra el Evangelio de la Misa de hoy. Un rey
quiso arreglar cuentas con sus siervos. Y le presentaron uno que le debía diez
mil talentos7. ¡Una enormidad! Unos sesenta millones de denarios (un denario
era el jornal de un trabajador del campo).
Cuando una persona es sincera consigo misma y con Dios
no es difícil que se reconozca como aquel siervo que no tenía con qué
pagar. No solamente porque todo lo que es y tiene a Dios se lo debe, sino
también porque han sido muchas las ofensas perdonadas. Solo nos queda una
salida: acudir a la misericordia de Dios, para que haga con nosotros lo que
hizo con aquel criado: compadecido de aquel siervo, le dejó libre y le
perdonó la deuda.
Pero cuando este siervo encontró a uno de sus
compañeros que le debía cien denarios, no supo perdonar ni esperar a que
pudiera pagárselos, a pesar de que el compañero se lo pidió de todas las formas
posibles. Entonces su señor lo mandó llamar y le dijo: Siervo malo, yo
te he perdonado toda la deuda porque me lo has suplicado. ¿No debías tú también
tener compasión de tu compañero, como yo la he tenido en ti?
La humildad de reconocer nuestras muchas deudas para
con Dios nos ayuda a perdonar y a disculpar a los demás. Si miramos lo que nos
ha perdonado el Señor, nos damos cuenta de que aquello que debemos perdonar a
los demás –aun en los casos más graves– es poco: no llega a cien
denarios. En comparación de los diez mil talentos nada es.
Nuestra postura ante los pequeños agravios ha de ser
la de quitarles importancia (en realidad la mayoría de las veces no la tienen)
y disculpar también con elegancia humana. Al perdonar y olvidar, somos nosotros
quienes sacamos mayor ganancia. Nuestra vida se vuelve más alegre y serena, y
no sufrimos por pequeñeces. «Verdaderamente la vida, de por sí estrecha e
insegura, a veces se vuelve difícil. —Pero eso contribuirá a hacerte más
sobrenatural, a que veas la mano de Dios; y así serás más humano y comprensivo
con los que te rodean»8.
«Hemos de comprender a todos, hemos de convivir con
todos, hemos de disculpar a todos, hemos de perdonar a todos. No diremos que lo
injusto es justo, que la ofensa a Dios no es ofensa a Dios, que lo malo es
bueno. Pero, ante el mal, no contestaremos con otro mal, sino con la doctrina
clara y con la acción buena: ahogando el mal en abundancia de bien (Cfr. Rom 12,
21)»9. No cometeremos el error de aquel siervo mezquino que,
habiéndosele perdonado a él tanto, no fue capaz da perdonar tan poco.
III. La
caridad ensancha el corazón para que quepan en él todos los hombres, incluso
aquellos que no nos comprenden o no corresponden a nuestro amor. Junto al Señor
no nos sentiremos enemigos de nadie. Junto a Él aprenderemos a no juzgar las
intenciones íntimas de las personas.
No percibimos de los demás sino unas pocas
manifestaciones externas, que ocultan, en muchas ocasiones, los verdaderos
motivos de su actuar. «Aunque vierais algo malo, no juzguéis al instante a
vuestro prójimo –aconseja San Bernardo–, sino más bien excusadle en vuestro
interior. Excusad la intención, si no podéis excusar la acción. Pensad que lo
habrá hecho por ignorancia, o por sorpresa, o por debilidad. Si la cosa es tan
clara que no podéis disimularla, aun entonces procurad creerlo así, y decid
para vuestros adentros: la tentación habrá sido muy fuerte»10.
¡Cuántos errores cometemos en los pequeños roces de la
convivencia diaria! Muchos de ellos se deben a que nos dejamos llevar por
juicios o sospechas temerarias. ¡Cuántas divisiones familiares se tornarían
atenciones si viéramos que ese mal detalle, esa inoportunidad, se debe al
cansancio de aquella persona después de un día largo y difícil! Además,
«mientras interpretes con mala fe las intenciones ajenas, no tienes derecho a
exigir comprensión para ti mismo»11.
La comprensión nos inclina a vivir amablemente abiertos
hacia los demás, a mirarlos con simpatía; alcanza las profundidades del corazón
y sabe encontrar la parte de bondad que hay siempre en todas las personas.
Solo es capaz de comprender quien es humilde. Si no,
las faltas más pequeñas de los demás se ven aumentadas, y se tiende a disminuir
y justificar las mayores faltas y errores propios. La soberbia es como esos
espejos curvos que deforman la verdadera realidad de las cosas.
Quien es humilde es objetivo, y entonces puede vivir
el respeto y la comprensión con los demás: surge fácil la disculpa para los
defectos ajenos. Ante ellos, el humilde no se escandaliza. «No hay pecado
–escribe San Agustín– ni crimen cometido por otro hombre que yo no sea capaz de
cometer por razón de mi fragilidad, y si aún no lo he cometido es porque Dios,
en su misericordia, no lo ha permitido y me ha preservado en el bien»12. Además, «aprenderemos también a descubrir tantas virtudes en
los que nos rodean –nos dan lecciones de trabajo, de abnegación, de
alegría...–, y no nos detendremos demasiado en sus defectos; solo cuando
resulte imprescindible, para ayudarles con la corrección fraterna»13.
La Virgen nos enseñará, si se lo pedimos, a saber
disculpar –en Caná, la Virgen no critica que se haya acabado el vino, sino
que ayuda a solucionar su falta–, y a luchar en nuestra vida personal en
esas mismas virtudes que, en ocasiones, nos puede parecer que faltan en los
demás. Entonces estaremos en excelentes condiciones de poder prestarles nuestra
ayuda.
1 Mt 18,
21-35. —
2 Santo
Tomás, Suma Teológica, 1, q. 25, a. 3, ad 3. —
3 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 30, 5. —
4 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 309. —
5 Cfr. Lc 17,
4. —
6 1
Cor 13, 7. —
7 Cfr. Mt 18,
24 ss. —
8 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 762. —
9 ídem, Es
Cristo que pasa, 182. —
10 San
Bernardo, Sermón 40 sobre el Cantar de los Cantares.
—
11 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 635. —
12 San
Agustín, Confesiones, 2, 7. —
13 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 20.
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