Por Luisa Pernalete
La otra tarde pasó por uno
de mis lugares de trabajo un joven de unos 15 años ofreciendo panes de coco. Lo
conocen desde hace varios años. Edison, como se llama, se las arregla haciendo
y vendiendo sus panecitos. Yolanda, una compañera, dijo a los demás: “Vamos a
comprarle, hay que ayudar…”. Y agregó, “si no fuera por la solidaridad…”. Acto
seguido, casi todos compramos y no por la merienda sino por solidaridad.
Yolanda tiene razón.
El bus venía repleto y entró
una señora joven con su hijo en los brazos. Inmediatamente una señora de pelo
plateado -como el mío-, se paró para cederle el asiento. La joven madre
agradeció y al momento un señor se levantó y cedió el puesto a la señora que
había sido solidaria… la solidaridad puede ser contagiosa.
Paso por una esquina en
donde unos jóvenes recuperan cartón y envases plásticos de la basura. Veo que
una señora pasa y entrega unos cambures y unos envases a los muchachos. Estos
agradecieron ambos gestos… “Sé tú el cambio que quieres ve en el mundo”, dijo
Gandhi.
En la parroquia donde voy a
misa en Barquisimeto todos los fines de semana ponen una cesta y el aviso Un
kilo de amor. La gente se acerca y pone algún alimento que luego servirá para
la olla solidaria voluntaria para cooperar con lo necesario para preparar la
sopa… “Si ayudo a una sola persona para tener esperanza, no habré vivido en
vano”, dijo Martín Luther King.
Belkis, directora de una
escuela de Fe y Alegría en Caracas, me cuenta que desde hace unos meses el
consejo comunal le está donando unas bolsas del CLAP. “Antes nos las vendían,
pero ellos ven la necesidad que estamos pasando. No tenemos recursos para dar
de comer a los niños. Entonces nosotros con lo que donan hacemos los desayunos
que podemos y damos a niños que no traigan de sus casas nada. Pero también los
niños hacen lo suyo. Se organizan en círculos para desayunar, y ven los que no
traen nada y comparten su desayuno y avisan a las maestras. Y entre todos,
solidariamente, van resolviendo”.
Pero ahí no termina la
historia de solidaridad en el colegio. “El señor de la cantina, que es un decir
porque es apenas un puestecito, trabaja un huerto en un pedazo de terreno de la
escuela. Cosecha, entre otras cosas, auyama. Comparte con los maestros los
frutos de su huerto y de ahí la escuela saca para otras acciones. Como el
sábado pasado, cuando unos vecinos se ofrecieron a arreglar el alumbrado de la
entrada del plantel. Yo les pagué con una auyama”. Escuela y comunidad de manos
extendidas.
Del municipio San Francisco,
sur de Maracaibo, me cuentan que en una escuela los estudiantes y
representantes recolectan zapatos y ropa para los más necesitados y ellos se
encargan de asignarlos. En ese mismo colegio, los docentes que tienen carro,
establecen una especie de ruta y van recogiendo en el camino a los compañeros
que no tienen vehículo. Además, en la escuela todos están pendientes de los que
no tienen para los pasajes de regreso, alumnos y trabajadores, y hacen colecta
para completar los montos… Todos cuidando de todos.
De Bogotá me comenta una
señora, que se fue con sus dos hijas, sin pasaporte, cansada de tanta necesidad
y penurias -y apagones maracuchos, y falta de agua y todos esos etcéteras- y
estando allá, a su hija mayor le detectaron unos quistes que requieren
tratamiento. Ella no tiene dinero, y ya consiguió la mitad del monto con gente
solidaria de Colombia que ayuda a venezolanos.
Tal vez al leer estos
relatos, algunos lloren de indignación al ver hasta dónde hemos llegado en esta
emergencia humanitaria compleja, y hay razones para indignarse, pero hay otra
lectura: ¡Cuánta solidaridad callada, generosa, desinteresada!
Ni usted ni yo tenemos poder
de decisión para cambiar la situación del país, pero, decía la madre Teresa de
Calcuta que “por cada gota de dulzura que alguien da, hay una gota menos de
amargura en el mundo”.
Uno conoce la magnitud de la
tragedia venezolana. Por dar algunos datos, según una oficina de la ONU, 2.3 millones
de personas están afectadas por la inseguridad alimentaria severa y 7 millones
están dentro de lo que se conoce como inseguridad alimentaria moderada… Este
drama requiere de acciones grandes, de ayuda humanitaria de grandes
proporciones, pero usted y yo podemos poner gotas de dulzura en medio de la
amargura. Usted y yo podemos con acciones pequeñas decirle al otro que él vale.
Una mandarina puede cambiar el rostro de un niño o de un adulto que hurga en la
basura.
En este tiempo de cuaresma
hay que recordar que el ayuno que satisface a Dios es el que nos hace “dar de
comer al hambriento”… El padre Ugalde, en reciente artículo, lo subraya, y nos
dice que “medio país está ayunando por necesidad”, y ese no es el ayuno que
Dios quiere. En cambio, encontrarse con el hermano necesitado, no dar la
espalda al hermano (Isaías 58) ese sí es el ayuno que agrada a Dios.
“Si no fuera por la
solidaridad…”, dijo Yolanda cuando nos invitó a cooperar con Edison, y tenía
razón. Hay que trabajar por las grandes soluciones pero si usted no está a esos
niveles, extienda su mano y genere gotas de dulzura.
“No soy un optimista, sino
un creyente de la esperanza”, decía Mandela. Lo suscribo.
14-03-20
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