Francisco Fernández-Carvajal 19 de marzo de
2020
@hablarcondios
— El amor infinito de
Dios por cada hombre.
— El Señor nos ama
siempre. También cuando le ofendemos, tiene misericordia de nosotros.
— Nuestra
correspondencia. El primer mandamiento. Amor a Dios en las incidencias de cada
día.
I. En toda la
Sagrada Escritura se habla continuamente del amor de Dios por nosotros. Nos lo
hace saber de muchas maneras. Nos asegura que, aunque una madre se olvidara del
hijo de sus entrañas, Él jamás se olvidará de nosotros, pues nos lleva
escritos en su mano para tenernos siempre a la vista1.
La Primera lectura de la Misa, del libro del profeta
Oseas, es uno de esos textos que muestran el triunfo emocionante del amor de
Dios sobre las infidelidades y las conversiones hipócritas de su pueblo. Israel
reconoce al fin que no le salvarán alianzas humanas, ni dioses fabricados por
sus manos2, ni holocaustos vacíos, sino el amor, expresado en la
fidelidad a la Alianza. Se vislumbra entonces una felicidad sin límites. La
misma conversión es obra del amor de Dios, pues todo nace de Él, que nos ama
con largueza. Yo curaré sus extravíos –leemos–, los
amaré sin que lo merezcan, mi cólera se apartará de ellos. Seré rocío para
Israel, florecerá como azucena, arraigará como el álamo. Brotarán sus vástagos,
como el olivo será su esplendor, su aroma como el Líbano. Volverán a descansar
a su sombra: cultivarán el trigo, florecerán como la viña, será su fama como la
del vino del Líbano3.
Jamás podremos imaginar lo que Dios nos ama. Para salvarnos,
cuando estábamos perdidos, envió a su Unigénito para que, dando su vida, nos
redimiera del estado en que habíamos caído: tanto amó Dios al mundo que
le dio a su Hijo Unigénito, para que todo el que crea en Él no perezca, sino
que tenga la vida eterna4. Este mismo amor le mueve a dársenos por entero de un modo
habitual, habitando en nuestra alma en gracia: Si alguno me ama
guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y en él haremos
morada5, y a comunicarse con nosotros en lo más íntimo de nuestro
corazón, durante estos ratos de oración y en cualquier momento del día.
«Hasta te serviré, porque vine a servir y no a
ser servido. Yo soy amigo, y miembro y cabeza, y hermano y hermana, y
madre; todo lo soy, y solo quiero contigo intimidad. Yo, pobre por ti, mendigo
por ti, crucificado por ti, sepultado por ti; en el cielo intercedo por ti ante
Dios Padre; y en la tierra soy legado suyo ante ti. Todo lo eres para Mí,
hermano y coheredero, amigo y miembro. ¿Qué más quieres?»6. ¿Qué más podemos desear? Cuando contemplamos al Señor en cada
una de las escenas del Vía Crucis es fácil que desde el
corazón se nos venga a los labios el decir: «¿Saber que me quieres tanto, Dios
mío, y... no me he vuelto loco?»7.
II. No
tienes otros iguales, Señor: Grande eres y haces maravillas, tú eres el único
Dios8. Una de las mayores maravillas es el amor que nos tiene. Nos
ama con amor personal e individual, a cada uno en particular. Jamás ha dejado
de amarnos, de ayudarnos, de protegernos, de comunicarse con nosotros; ni
siquiera en los momentos de mayor ingratitud por nuestra parte o cuando
cometimos los pecados más graves. Quizá, en esas tristes circunstancias, ha
sido cuando más atenciones hemos recibido de Dios, como nos muestra en las
parábolas en las que quiso expresar de modo singular su misericordia: la oveja
perdida es la única que es llevada a hombros, la fiesta del padre de familia es
para el hijo que dilapidó la herencia pero que supo volver arrepentido, la
dracma perdida es cuidadosamente buscada por su dueña hasta encontrarla...9.
A lo largo de nuestra vida, la atención de Dios y su
amor para cada uno de nosotros han sido constantes. Ha tenido presentes todas
las circunstancias y sucesos por los que habíamos de pasar. Está junto a
nosotros en cada situación y en todo momento: Yo estaré con vosotros
siempre hasta la consumación del mundo10, hasta el último instante de nuestra vida.
¡Tantas veces se ha hecho el encontradizo! En la
alegría y en el dolor, a través de lo que al principio nos pareció una gran
desgracia, en un amigo, en un compañero de trabajo, en el sacerdote que nos
atendía... «Considerad conmigo esta maravilla del amor de Dios: el Señor que
sale al encuentro, que espera, que se coloca a la vera del camino, para que no
tengamos más remedio que verle. Y nos llama personalmente, hablándonos de
nuestras cosas, que son también las suyas, moviendo nuestra conciencia a la
compunción, abriéndola a la generosidad, imprimiendo en nuestras almas la
ilusión de ser fieles, de podernos llamar sus discípulos»11.
Como muestra de amor nos dejó los sacramentos,
«canales de la misericordia divina». Entre ellos, por recibirlos con más
frecuencia, le agradecemos ahora de modo particular la Confesión, donde nos
perdona los pecados, y la Sagrada Eucaristía, donde quiso quedarse como una
muestra singularísima de amor por los hombres.
Por amor nos ha dado a su Madre por Madre nuestra.
Como manifestación de este amor nos ha dado también un Ángel para que nos
proteja, nos aconseje y nos preste infinidad de favores hasta que llegue el fin
de nuestro paso por la tierra, donde Él nos espera para darnos el Cielo
prometido, una felicidad sin límites y sin término. Allí tenemos preparado un lugar.
A Él le decimos, con una de las oraciones de la Misa
de hoy: Señor, que la acción de tu Espíritu en nosotros penetre
íntimamente nuestro ser, para que lleguemos un día a la plena posesión de lo
que ahora recibimos en la Eucaristía12. Y le damos gracias por tanto Amor, por tanta atención, que
no merecemos. Y procuramos encendernos en deseos: Amor, con amor se paga.
Poéticamente expresa esta idea Francisca Javiera del Valle: «Mil vidas si las
tuviera daría por poseerte, y mil... y mil... más yo diera... por amarte si
pudiera... con ese amor puro y fuerte con que Tú, siendo quien eres... nos amas
continuamente»13.
III. Nos
dice el Evangelio de la Misa: Uno de los letrados se acercó a Jesús y
le preguntó: ¿Qué mandamiento es el primero de todos?
Respondió Jesús: El primero es: Escucha, Israel, el
Señor nuestro Dios es el único Señor, y amarás al Señor tu Dios con todo tu
corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser14. Él espera de cada hombre una respuesta sin condiciones a su
amor por nosotros.
Nuestro amor a Dios se muestra en las mil pequeñas
incidencias de cada día: amamos a Dios a través del trabajo bien hecho, de la
vida familiar, de las relaciones sociales, del descanso... Todo se puede
convertir en obras de amor. «Mientras realizamos con la mayor perfección
posible, dentro de nuestras equivocaciones y limitaciones, las tareas propias
de nuestra condición y de nuestro oficio, el alma ansía escaparse. Se va hacia
Dios, como el hierro atraído por la fuerza del imán. Se comienza a amar a
Jesús, de forma más eficaz, con un dulce sobresalto»15.
Cuando correspondemos al amor a Dios los obstáculos se
vencen; y al contrario, sin amor hasta las más pequeñas dificultades parecen
insuperables. Todo se hace llevadero si hay unión con el Señor. «Todas estas
cosas, sin embargo, hállanlas difíciles los que no aman; los que aman, al
revés, eso mismo les parece liviano. No hay padecimiento, por cruel y
desaforado que sea, que no lo haga llevadero y casi nulo el amor»16. La alegría mantenida aun en medio de las dificultades es la
señal más clara de que el amor de Dios informa todas nuestras acciones, pues
–como comenta San Agustín– «en aquello que se ama, o no se siente la dificultad
o se ama la misma dificultad (...). Los trabajos de los que aman nunca son
penosos»17.
El amor a Dios ha de ser supremo y absoluto. Dentro de
este amor caben todos los amores nobles y limpios de la tierra, según la
peculiar vocación recibida, y cada uno en su orden. «No sería justo decir: “O
Dios o el hombre”. Deben amarse “Dios y el hombre”; a este último, nunca más
que a Dios o contra Dios o igual que a Dios. En otras palabras: el amor a Dios
es ciertamente prevalente, pero no exclusivo. La Biblia declara a Jacob santo y
amado por Dios; lo muestra empleando siete años en conquistar a Raquel como
mujer, y le parecen pocos años, aquellos años –tanto era su amor por ella–.
Francisco de Sales comenta estas palabras: “Jacob –escribe– ama a Raquel con
todas sus fuerzas y con todas sus fuerzas ama a Dios; pero no por ello ama a
Raquel como a Dios, ni a Dios como a Raquel. Ama a Dios como su Dios sobre
todas las cosas y más que a sí mismo; ama a Raquel como a su mujer sobre todas
las otras mujeres y como a sí mismo. Ama a Dios con amor absoluto y
soberanamente sumo, y a Raquel con su amor marital; un amor no es contrario al
otro, porque el de Raquel no viola las supremas ventajas del amor de Dios”»18.
El amor a Dios se manifiesta necesariamente en el amor
a los demás. La señal externa de nuestra unión con Dios es el modo como vivimos
la caridad con quienes están junto a nosotros. En esto conocerán todos
que sois mis discípulos...19, nos dejó dicho el Señor: en la delicadeza en el trato, en el
respeto mutuo, en el pensar del modo más favorable de los otros, en las
pequeñas ayudas en el hogar o en el trabajo, en la corrección fraterna amable y
oportuna, en la oración por el más necesitado...
Pidámosle hoy a la Virgen que nos enseñe a
corresponder al amor de su Hijo, y que sepamos también amar con obras a sus
hijos, nuestros hermanos.
1 Is 49,
15-17. —
2 Cfr. Os 14,
4. —
3 Primera
lectura. Os 14, 2-10. —
4 Jn 3,
16. —
5 Jn 14,
23. —
6 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 76. —
7 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 425. —
8 Antífona
de entrada. Sal 85, 8. 10. —
9 Cfr. Lc 15,
1 ss. —
10 Mt 28,
20. —
11 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 59.
—
12 Oración
después de la comunión. —
13 Francisca
Javiera del Valle, Decenario al Espíritu Santo, Rialp,
Madrid 1974, 4ª edic., p. 139. —
14 Mc 12,
28-30. —
15 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 296. —
16 San
Agustín, Sermón 70. —
17 ídem, De
bono viduitatis, 21, 26. —
18 Juan
Pablo I, Audiencia general, 27-9-1978. —
19 Jn 13,
35.
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