Francisco Fernández-Carvajal 17 de marzo de
2020
@hablarcondios
— Las virtudes y la
santidad.
— Virtudes humanas y
virtudes sobrenaturales. Su ejercicio en la vida ordinaria.
— El Señor da siempre
su gracia para vivir la fe cristiana en toda su plenitud.
Jesús nos enseña con diversas imágenes que el camino
que conduce a la Vida, a la santidad, consiste en el pleno desarrollo de la
vida espiritual: el grano de mostaza, que crece hasta llegar a ser un gran
arbusto, donde se posan las aves del cielo; el trigo, que llega a la madurez y
produce espigas con abundantes granos... Ese crecimiento, no exento de
dificultades y que en ocasiones puede parecer lento, es el desarrollo de las
virtudes. La santificación de cada jornada comporta el ejercicio de muchas
virtudes humanas y sobrenaturales: la fe, la esperanza, la caridad, la
justicia, la fortaleza..., la laboriosidad, la lealtad, el optimismo...
Las virtudes exigen para su crecimiento repetición de
actos, pues cada uno de ellos deja una disposición en el alma que facilita el
siguiente. Por ejemplo, la persona que ya al levantarse vive el «minuto
heroico», venciendo la pereza desde el primer momento de la jornada2, tendrá más facilidad para ser diligente con otros deberes,
pequeños o grandes, de la misma manera que el deportista mejora su forma física
cuando se entrena, y adquiere mayor aptitud para repetir sus ejercicios. Las
virtudes perfeccionan cada vez más al hombre, al mismo tiempo que le
facilitan hacer buenas obras y el dar una pronta y adecuada respuesta al querer
de Dios en cada momento. Sin las virtudes –esos hábitos buenos adquiridos
por la repetición de actos y con la ayuda de la gracia– cada actuación buena se
hace costosa y difícil, se queda solo como acto aislado, y es más fácil caer en
faltas y pecados, que nos alejan de Dios. La repetición de actos en una misma
dirección deja su huella en el alma, en forma de hábitos, que predisponen al
bien o al mal en las actuaciones futuras, según hayan sido buenos o malos. De
quien actúa bien habitualmente, se puede esperar que ante una
dificultad lo seguirá haciendo: ese hábito, esa virtud le sostiene. Por eso es
tan importante que la penitencia borre las huellas de los pecados de la vida
pasada: para que no la vuelvan a inclinar al mal; penitencia más intensa cuanto
más graves hayan sido las caídas o más largo el tiempo en que se haya estado
separado de Dios, pues la huella que habrán dejado será mayor.
El ejercicio de las virtudes nos indica en todo momento
el sendero que conduce al Señor. Cuando un cristiano, con la ayuda de la
gracia, se esfuerza no solo por alejarse de las ocasiones de pecar y resistir
con fortaleza las tentaciones, sino por alcanzar la santidad que Dios le pide,
es cada vez más consciente de que la vida cristiana exige el desarrollo de las
virtudes y también la purificación de los pecados y de las faltas de
correspondencia a la gracia en la vida pasada. Especialmente en este tiempo de
Cuaresma, la Iglesia nos invita precisamente a crecer en las virtudes: hábitos
de obrar el bien.
II. La santidad es
ejercicio de virtudes un día y otro, con constancia, en el ambiente y en las
circunstancias en que vivimos. Las «virtudes humanas (...) son el fundamento de
las sobrenaturales; y estas proporcionan siempre un nuevo empuje para
desenvolverse con hombría de bien. Pero, en cualquier caso, no basta el afán de
poseer esas virtudes: es preciso aprender a practicarlas. Discite
benefacere (Is 1, 17), aprended a hacer el bien. Hay que
ejercitarse habitualmente en los actos correspondientes –hechos de sinceridad,
de veracidad, de ecuanimidad, de serenidad, de paciencia–, porque obras son
amores, y no cabe amar a Dios solo de palabra, sino con obras y de
verdad (1 Jn 3, 18)»3.
Aunque la santificación es enteramente de Dios, en su
bondad infinita, Él ha querido que sea necesaria la correspondencia humana, y
ha puesto en nuestra naturaleza la capacidad de disponernos a la acción
sobrenatural de la gracia. Mediante el cultivo de las virtudes humanas –la
reciedumbre, la lealtad, la veracidad, la cordialidad, la afabilidad...–
disponemos nuestra alma, de la mejor manera posible, a la acción del Espíritu
Santo. Se entiende bien así que «no es posible creer en la santidad de quienes
fallan en las virtudes humanas más elementales»4.
Las virtudes del cristiano hay que ejercitarlas en la
vida ordinaria, en todas las circunstancias: fáciles, difíciles o muy
difíciles. «Hoy, como ayer, del cristiano se espera heroísmo. Heroísmo en
grandes contiendas, si es preciso. Heroísmo –y será lo normal– en las pequeñas
pendencias de cada jornada»5. De la misma manera que la planta se alimenta de la tierra en
la que está, así la vida sobrenatural del cristiano, sus virtudes, hunden sus
raíces en el mundo concreto en donde está inmerso: trabajo, familia, alegrías y
desgracias, buenas y malas noticias... Todo debe servir para amar a Dios y
hacer apostolado. Unos acontecimientos fomentarán más las acciones de gracias,
otros la filiación divina; determinadas circunstancias harán crecer la
fortaleza y otras la confianza en Dios... Teniendo en cuenta que las virtudes
forman un entramado: cuando se crece en una, se adelanta en todas las demás. Y
«la caridad es la que da unidad a todas las virtudes que hacen al hombre
perfecto»6.
No podemos esperar situaciones ideales, circunstancias
más propicias, para buscar la santidad y para hacer apostolado: «(...) cuando
un cristiano desempeña con amor lo más intrascendente de las acciones diarias,
aquello rebosa de la trascendencia de Dios (...). Dejaos, pues, de sueños, de
falsos idealismos, de fantasías, de eso que suelo llamar mística
ojalatera –¡ojalá no me hubiera casado, ojalá no tuviera esta
profesión, ojalá tuviera más salud, ojalá fuera joven, ojalá fuera viejo!...–,
y ateneos, en cambio, sobriamente, a la realidad más material e inmediata, que
es donde está el Señor»7.
El esperar situaciones y circunstancias que a nosotros
nos parezcan buenas y propicias para ser santos, equivaldría a ir dejando pasar
la vida vacía y perdida. Este rato de oración de hoy nos puede servir para
preguntarnos junto al Señor: ¿es real mi deseo de identificarme cada vez más
con Cristo?, ¿aprovecho verdaderamente las incidencias de cada día para
ejercitarme en las virtudes humanas y, con la gracia de Dios, en las
sobrenaturales?, ¿procuro amar más a Dios, haciendo mejor las mismas cosas, con
una intención más recta?
III. El
Señor no pide imposibles. Y de todos los cristianos espera que vivan en su
integridad las virtudes cristianas, también si están en ambientes que parecen
alejarse cada vez más de Dios. Él dará las gracias necesarias para ser fieles
en esas situaciones difíciles. Es más, esa ejemplaridad que espera de todos
será en muchas ocasiones el medio para hacer atrayente la doctrina de Cristo y
reevangelizar de nuevo el mundo.
Muchos cristianos, al perder el sentido sobrenatural
y, por tanto, la influencia real de la gracia en sus vidas, piensan que el
ideal propuesto por Cristo necesita adaptaciones para poder ser vivido por
hombres corrientes de este tiempo nuestro. Ceden ante compromisos morales en el
trabajo, o en temas de moral matrimonial, o ante el ambiente de permisivismo y
de sensualidad, ante un aburguesamiento más o menos generalizado, etcétera.
Con nuestra vida –que puede tener fallos, pero que no
se conforma a ellos– debemos enseñar que las virtudes cristianas se pueden
vivir en medio de todas las tareas nobles; y que ser compasivos con los
defectos y errores ajenos no es rebajar las exigencias del Evangelio.
Para crecer en las virtudes humanas y en las
sobrenaturales necesitaremos, junto a la gracia, el esfuerzo personal por
desplegar la práctica de estas virtudes en la vida ordinaria, hasta
conseguir auténticos hábitos, y no solo apariencia de
virtud: «La fachada es de energía y reciedumbre. —Pero ¡cuánta flojera y falta
de voluntad por dentro!
»—Fomenta la decisión de que tus virtudes no se transformen
en disfraz, sino en hábitos que definan tu carácter»8.
San Juan Crisóstomo nos anima a luchar en la vida
interior como hacen «los párvulos en la escuela. Primero –dice el Santo–
aprenden la forma de las letras; luego empiezan a distinguir las torcidas, y
así, paso a paso, acaban por aprender a leer. Dividiendo la virtud en partes,
aprendamos primero, por ejemplo, a no hablar mal; luego, pasando a otra letra,
a no envidiar a nadie, a no ser esclavos del cuerpo en ninguna situación, a no
dejarnos llevar por la gula... Luego, pasando de ahí a las letras espirituales,
estudiemos la continencia, la mortificación de los sentidos, la castidad, la
justicia, el desprecio de la gloria vana; procuremos ser modestos, contritos de
corazón. Enlazando unas virtudes con otras escribámoslas en nuestra alma. Y
hemos de ejercitar esto en nuestra misma casa: con los amigos, con la mujer,
con los hijos»9.
Lo importante es que nos decidamos con firmeza y con
amor a buscar las virtudes en nuestro quehacer ordinario. Cuanto más nos
ejercitemos en estos actos buenos, más facilidad tendremos para realizar los
siguientes, identificándonos así cada vez más con Cristo. Nuestra Señora,
«modelo y escuela de todas las virtudes»10, nos enseñará a llevar a cabo nuestro empeño si acudimos a
Ella en petición de ayuda y consejo, y nos facilitará alcanzar los resultados
que deseamos en nuestro examen particular de conciencia, que frecuentemente
estará orientado hacia adquirir una virtud bien concreta y determinada.
1 Antífona
de la Comunión. Sal 15, 11. —
2 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 206. —
3 ídem, Amigos
de Dios, 91.—
4 A.
del Portillo, Escritos sobre el sacerdocio, Madrid, Epalsa,
4ª ed., p. 28. —
5 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 82. —
6 San
Alfonso Mª. de Ligorio, Prácticas del amor a Jesucristo.
—
7 Conversaciones
con Monseñor Escrivá de Balaguer, 116. —
8 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 777. —
9 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre los Salmos, 11, 8. —
10 San
Ambrosio, Tratado sobre las vírgenes, 2.
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