Francisco Fernández-Carvajal 30 de marzo de
2020
@hablarcondios
— Los enemigos de la
gracia. El remedio: mirar a Cristo.
— Tener presente al
Señor en la entraña del mundo. «Industrias humanas».
— Vida de piedad.
Jaculatorias.
La Primera lectura de la Misa nos trae un pasaje
del Libro de los Números2 en
el que se narra cómo el pueblo de Israel comenzó a murmurar contra el Señor y
contra Moisés, porque, aunque habían sido liberados y sacados de Egipto,
estaban cansados de caminar hacia la tierra prometida. El Señor, como
castigo, envió serpientes venenosas que los mordían, y murieron muchos
israelitas. Entonces, el pueblo acudió a Moisés reconociendo su pecado, y
Moisés intercedió ante Dios para que les librara de las serpientes. El Señor le
dijo: Haz una serpiente y colócala en un estandarte: los mordidos de
serpiente quedarán sanos al mirarla. Moisés hizo una serpiente de bronce y la
colocó en un palo; cuando una serpiente mordía a uno, miraba a la serpiente de
bronce y quedaba curado.
Este pasaje del Antiguo Testamento, además de ser un
relato histórico, es figura e imagen de lo que había de tener lugar más tarde
con la llegada del Hijo de Dios. En la íntima conversación de Jesús con
Nicodemo, hace el Señor una referencia directa a ese relato: Como
Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es preciso que sea levantado el
Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga vida eterna en él3.
Cristo en la Cruz es la salvación del género humano, el remedio para nuestros
males. Fue voluntariamente al Calvario para que el que crea tenga vida
eterna, para atraer todo hacia Él.
Las serpientes y el veneno que atacan en todas las
épocas al pueblo de Dios, peregrino hacia la Tierra Prometida, el Cielo, son
muy parecidos: egoísmo, sensualidad, confusión y errores en la doctrina,
pereza, envidias, murmuraciones, calumnias... La gracia recibida en el
Bautismo, llamada a su pleno desarrollo, está amenazada por los mismos enemigos
de siempre. En todas las épocas se dejan notar las heridas del pecado de origen
y de los pecados personales.
Los cristianos debemos buscar el remedio y el antídoto
–como los israelitas mordidos por las serpientes del desierto– en el único
lugar donde se encuentra: en Jesucristo y en su doctrina salvadora. No podemos
dejar de mirarlo elevado sobre la tierra en la Cruz, si deseamos de verdad
llegar a la Tierra Prometida, que está al final de este corto camino que es la
vida. Y como no queremos llegar solos, procuraremos que otros muchos miren a
Jesús, en quien está la salvación. Mirar a Jesús: poniendo ante nuestros ojos
su Humanidad Santísima, contemplándole en los Misterios del Santo Rosario, en
el Vía Crucis, en las escenas que nos narra el Evangelio, o en el
Sagrario. Solo con una gran piedad seremos fuertes ante el acoso de un mundo
que parece querer separarse más y más de Dios, arrastrando consigo a quien no
se encuentre en tierra firme y segura.
No podemos apartar la vista del Señor, porque vemos
los estragos que cada día hace el enemigo a nuestro alrededor. Y nadie está
inmune por sí mismo. Vultum tuum, Domine, requiram: Buscaré tu
rostro, Señor, deseo verte4.
Debemos buscar la fortaleza en el trato de amistad con Jesús, a través de la
oración, de la presencia de Dios a lo largo de nuestra jornada y en la visita
al Santísimo Sacramento. Además el Señor, Jesús, no es solo el remedio ante
nuestra debilidad, sino que es también nuestro Amor.
II. El Señor quiere
a los cristianos corrientes metidos en la entraña de la sociedad, laboriosos en
sus tareas, en un trabajo que de ordinario ocupará de la mañana a la noche.
Jesús espera de nosotros que, además de mirarle y tratarle en los ratos
dedicados expresamente a la oración, no nos olvidemos de Él mientras
trabajamos, de la misma manera que no nos olvidamos de las personas que
queremos ni de las cosas importantes de nuestra vida. Jesucristo es lo más
importante de nuestro día. Por eso, cada uno de nosotros debe ser «alma de
oración ¡siempre!, en cualquier ocasión y en las circunstancias más dispares,
porque Dios no nos abandona nunca. No es cristiano pensar en la amistad divina
exclusivamente como en un recurso extremo. ¿Nos puede parecer normal ignorar o
despreciar a las personas que amamos? Evidentemente, no. A los que amamos van
constantemente las palabras, los deseos, los pensamientos: hay como una
continua presencia. Pues así con Dios»5.
Con frecuencia, para tener a Jesús presente durante el
día necesitaremos echar mano de esas «“industrias humanas”: jaculatorias, actos
de amor y desagravio, comuniones espirituales, “miradas” a la imagen de Nuestra
Señora»6, y algunos medios humanos que nos recuerden que ya ha pasado
un tiempo (demasiado para el amor) en el que no hemos acudido a Nuestro Señor,
a la Virgen, al Ángel Custodio...: siempre son cosas sencillas, pero de una
eficacia grande. A todos no ocurre que cuando queremos acordarnos de algo
durante el día ponemos los medios para que aquello no se nos olvide. Si ponemos
el mismo interés en acordarnos del Señor, nuestro día se llenará de pequeños
recordatorios, de pequeñas ideas que nos llevarán a tenerle presente.
El padre o la madre de familia lleva en el coche una
fotografía de la familia para acordarse de ella mientras viaja. ¿Cómo no vamos
a llevar una imagen de Nuestra Señora en la cartera o en el bolso, para que al
mirarla le digamos: ¡Madre!, ¡Madre mía!? ¿Por qué no tener muy a mano un
crucifijo que nos ayude a reparar, a besarlo discretamente, a mirarlo cuando el
estudio o el trabajo se haga más costoso?
Esos recordatorios, los recursos para
tener presencia de Dios, son innumerables, porque el amor es ingenioso; serán
diversos para el médico que va a comenzar una operación, que para la madre de
familia que a la misma hora, quizá, comienza a poner en orden la casa. Un día
en el Cielo cada uno verá cómo el haber acudido al Ángel Custodio fue una gran
ayuda en sus tareas. El conductor de un autobús tendrá sus «industrias humanas»
(sabrá muy bien cuándo está más próximo a Jesús porque divisa ya los muros de
aquella iglesia), y la costurera, prácticamente en el mismo sitio durante todo
el día, tendrá las suyas. Todo hecho con espíritu deportivo y alegre, sin
agobios, pero con amor: «Las jaculatorias no entorpecen la labor, como el latir
del corazón no estorba el movimiento del cuerpo»7.
Poco a poco, si perseveramos, llegaremos a estar en la
presencia de Dios como algo normal y natural. Aunque siempre tendremos que
poner lucha y empeño.
III.
Muchas veces el Señor se retira a orar, quizá durante horas: por la
mañana, muy de madrugada, salió fuera, a un lugar solitario, y allí hacía
oración8; pero otras veces se dirigía a su Padre Dios con la oración
corta, amorosa, como una jaculatoria: Yo te glorifico Padre, Señor del
cielo y de la tierra...9; Padre,
gracias te doy porque me has oído...10.
En otros momentos, el Evangelista nos muestra cómo
Jesús se conmueve ante las peticiones de los que se le acercan. Son oraciones
que también nos pueden servir a nosotros como jaculatorias: el leproso que
dice: Señor, si quieres, puedes limpiarme...11;
y el ciego de Jericó: Jesús, hijo de David, ten piedad de mí...12;
y el buen ladrón: Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu reino...13.
Jesús, conmovido por estas oraciones llenas de fe, no hace esperar.
En alguna ocasión, estas expresiones nos servirán para
pedir perdón, como hizo el publicano que se marchó a su casa justificado: Ten
piedad de mí, Señor, que soy un pecador14;
o repetiremos con San Pedro, después de las negaciones: Señor, tú lo
sabes todo, Tú sabes que te amo15,
a pesar de mis fallos. Otras, nos ayudarán a pedir más fe: Creo, Señor,
pero ayuda mi incredulidad16,
fortalece mi fe; ¡Señor mío y Dios mío!17,
le dice Tomás, cuando Jesús se le aparece resucitado: es un acto formidable de
fe y de entrega, que quizá nos enseñaron a repetir en el momento de hacer la
genuflexión ante el Sagrario. Existen muchas jaculatorias y oraciones breves
que podemos decir desde el fondo de nuestra alma, y que responden a necesidades
o situaciones concretas por las que estamos pasando.
En muchos momentos, ni siquiera hace falta
pronunciarlas. A veces basta una mirada, o una sola palabra, o un pensamiento
un tanto deshilvanado, pero lleno de amor o de desagravio..., una petición que
no aflora, pero que el Señor capta enseguida. Para un alma muy unida a Dios,
las jaculatorias, los actos de amor, brotan, naturales, casi espontáneos, como
un respirar sobrenatural que alimenta su unión con Dios. Y esto en medio de las
ocupaciones más absorbentes, porque de todos espera esta vida de
oración y de unión con Él.
Santa Teresa recuerda la huella que dejó en su vida
una jaculatoria: «Acaecíanos estar muchos ratos tratando de esto y gustábamos
de decir muchas veces: ¡Para siempre, siempre, siempre! En pronunciar esto
mucho rato era el Señor servido me quedase, en esta niñez, impreso el camino de
la verdad»18.
Siempre hay ocasión para decir una jaculatoria. La
lectura del santo Evangelio, la oración misma, será en muchas ocasiones una
fuente de jaculatorias que servirán de cauce para mostrar nuestro amor por
Jesús y su Madre Santísima.
Al terminar nuestra oración le decimos, como los
discípulos de Emaús: Mane nobiscum, Domine, quoniam advesperascit19.
Quédate con nosotros, Señor, porque cuando Tú no estás presente se nos hace de
noche. Todo es oscuridad cuando Tú no estás. Y acudimos a la Virgen, a quien
también sabemos dirigir esas jaculatorias y actos de amor: Dios te
salve, María... bendita tú entre todas las mujeres.
1 Antífona
de la comunión. Jn 12, 32. —
2 Primera
lectura. Num 21, 4-9. —
3 Jn 3,
14-15. —
4 Sal 26.
—
5 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 247. —
6 ídem,
Cfr. Camino, n. 272. —
7 ídem, Surco,
n. 516. —
8 Mc 1,
35. —
9 Mt 11,
25. —
10 Mt 11,
25. —
11 Mt 8,
2-3. —
12 Lc 18,
38-39. —
13 Lc 23,
42-43. —
14 Cfr. Lc 18,
13. —
15 Jn 21,
17. —
16 Mc 9,
23. —
17 Jn 20,
28. —
18 Santa
Teresa, Vida, 1, 4. —
19 Lc 24,
29.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico