MARIO VARGAS LLOSA 16 de marzo de 2020
El
coronavirus comienza a hacer estragos en España. O, mejor dicho, el espanto que
causa ese virus proveniente de China ocupa todos los noticiarios y radios y
periódicos, se cierran colegios y universidades, bibliotecas y teatros, se
paralizan las Fallas de Valencia, se cancelan los plenos de las Cortes, los
eventos deportivos se celebrarán sin público, pese a que los distribuidores
dicen que habrá provisiones se ven semivacías las estanterías de los
supermercados, lo que indica que la gente se carga de productos de primera
necesidad para lo que entiende será un largo encierro, y, por supuesto, en las
conversaciones privadas no se habla de otra cosa.
Todo
esto, en términos prácticos, es muy exagerado, pero no hay nada que hacer:
España tiene miedo y los Gobiernos, el nacional y los de las autonomías, salen
al frente de la pavorosa enfermedad con medidas cada vez más estrictas que, de
una manera general, los españoles aprueban e, incluso, exigen que sean más
extensas e intensas. Es por gusto que las estadísticas oficiales digan que,
hasta el 11 de marzo, hay apenas 47 muertes por culpa de la pandemia y que, por
ejemplo, la simple gripe es más asesina que ella, pues causa por lo menos
seiscientas muertes anuales, y que son muchos más los que se recuperan del
coronavirus que los que perecen por culpa de él, que España tiene uno de los
sistemas de salud mejores en el mundo —por encima de la media europea— y que el
trabajo que vienen realizando los médicos y sanitarios en todo el país es
eficiente y está a la altura del desafío, etcétera.
Jamás
las estadísticas han sido capaces de tranquilizar a una sociedad roída por el
pánico y ésta es una buena ocasión de comprobarlo. En medio de la civilización
ha reaparecido la Edad Media, lo que significa que muchas cosas han cambiado
desde entonces, pero muchas otras no. Por ejemplo: el miedo a la peste. Y, a propósito,
la literatura tiene un renacer inevitable en esos períodos de miedo colectivo:
cuando no entiende lo que pasa, una sociedad va a los libros a ver si ellos se
lo explican. La peor novela de Albert Camus, La peste, tiene un súbito
renacimiento y tanto en Francia como en España se hacen reediciones y ese libro
mediocre se ha convertido en un best seller.
Nadie
parece advertir que nada de esto podría estar ocurriendo en el mundo si China
Popular fuera un país libre y democrático y no la dictadura que es. Por lo
menos un médico prestigioso, y acaso fueran varios, detectó este virus con
mucha anticipación y, en vez de tomar las medidas correspondientes, el Gobierno
intentó ocultar la noticia, y silenció esa voz o esas voces sensatas y trató de
impedir que la noticia se difundiera, como hacen todas las dictaduras. Así,
como en Chernóbil, se perdió mucho tiempo en encontrar una vacuna. Sólo se
reconoció la aparición de la plaga cuando ésta ya se expandía. Es bueno que
ocurra esto ahora y el mundo se entere de que el verdadero progreso está
lisiado siempre que no vaya acompañado de la libertad. ¿Lo entenderán de una
vez esos insensatos que creen que el ejemplo de China, es decir, el mercado
libre con una dictadura política, es un buen modelo para el tercer mundo? No
hay tal cosa: lo ocurrido con el coronavirus debería abrir los ojos de los
ciegos.
La
peste ha sido a lo largo de la historia una de las peores pesadillas de la
humanidad. Sobre todo en la Edad Media. Era lo que desesperaba y enloquecía a
nuestros viejos ancestros. Encerrados detrás de las recias murallas que habían
erigido para sus ciudades, defendidos por fosos llenos de aguas envenenadas y
puentes levadizos, no temían tanto a esos enemigos tangibles contra los que
podían defenderse de igual a igual, enfrentarlos con espadas, cuchillos y
lanzas. Pero la peste no era humana, era obra de los demonios, un castigo de
Dios que caía sobre la masa ciudadana y golpeaba por igual a pecadores e
inocentes, contra la que no había nada que hacer, salvo rezar y arrepentirse de
los pecados cometidos. La muerte estaba allí, todopoderosa, y después de ella
las llamas eternas del infierno. La irracionalidad estallaba por doquier y
había ciudades que trataban de aplacar a la plaga infernal ofreciéndole
sacrificios humanos, de brujas, brujos, incrédulos, pecadores sin arrepentir,
insumisos y rebeldes. Cuando Flaubert viajó a Egipto, todavía vio leprosos que
recorrían las calles tocando campanas para advertir a la gente que se apartara
si no quería ver (y contagiarse) de sus llagas purulentas.
Por
eso casi no aparece la peste en las novelas de caballerías que son otro
aspecto, más positivo, del Medioevo: en ellas hay proezas físicas
extraordinarias, el Tirant lo Blanc derrota él solo a gigantescos ejércitos.
Pero los adversarios de los caballeros andantes son seres humanos, no diablos,
y lo que el hombre medieval teme son los diablos, esos demonios que escondidos
en el corazón de las epidemias golpean y matan sin discriminar a culpables e
inocentes.
Ese
viejo terror no ha desaparecido del todo, pese a los extraordinarios progresos
de la civilización. Todo el mundo sabe que, como ocurrió con el SIDA o con el
Ébola, el coronavirus será una pandemia pasajera, que los científicos de los
países más avanzados encontrarán pronto una vacuna para defendernos contra ella
y que todo esto terminará y será, dentro de algún tiempo, una noticia mustia
que apenas recordarán las gentes.
Lo
que no pasará es el miedo a la muerte, al más allá, que es lo que anida en el
corazón de estos terrores colectivos que son el temor a las pestes. La religión
aplaca ese miedo, pero nunca lo extingue, siempre queda, en el fondo de los
creyentes, ese malestar que se agiganta a veces y se convierte en miedo pánico,
de qué habrá una vez que se cruce aquel umbral que separa la vida de lo que hay
más allá de ella: ¿la extinción total y para siempre?, ¿esa fabulosa división entre
el cielo para los buenos y el infierno para los malvados de un dios juguetón
que pronostican las religiones?, ¿alguna otra forma de supervivencia que no han
sido capaces de advertir los sabios, los filósofos, los teólogos, los
científicos? La peste saca de pronto a estas preguntas, que en la vida
cotidiana normal están confinadas en las profundidades de la personalidad
humana, al momento presente, y hombres y mujeres deben responder a ellas,
asumiendo su condición de seres pasajeros. Para todos nosotros es difícil
aceptar que todo lo hermoso que tiene la vida, la aventura permanente que ella
es o podría ser, es obra exclusiva de la muerte, de saber que en algún momento
esta vida tendrá punto final. Que si la muerte no existiera la vida sería
infinitamente aburrida, sin aventura ni misterio, una repetición cacofónica de
experiencias hasta la saciedad más truculenta y estúpida. Que es gracias a la
muerte que existen el amor, el deseo, la fantasía, las artes, la ciencia, los
libros, la cultura, es decir, todas aquellas cosas que hacen la vida llevadera,
impredecible y excitante. La razón nos lo explica, pero la sinrazón que también
nos habita nos impide aceptarlo. El terror a la peste es, simplemente, el miedo
a la muerte que nos acompañará siempre como una sombra.
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