Libreria Editrice Vaticana 28 de marzo de 2020
“Es
el tiempo de restablecer el rumbo de la vida hacia ti, Señor, y hacia los
demás”, ha dicho el Papa Francisco en la oración que ha precedido a la
Adoración eucarística y a la bendición 'Urbi et Orbi' desde la plaza de San
Pedro.
El
Papa predicó unas palabras de oración y luego presidió la Adoración
Eucaristica; a continuación impartió excepcionalmente la bendición Urbi et
orbi, a Roma y al mundo.
Lo
hizo desde el exterior de la basílica de san Pedro, donde habitualmente tiene
las audiencias generales, con la Plaza vacía.
Momento extraordinario de oración en tiempos de
epidemia presidido por el Santo Padre Francisco
Atrio de la Basilica de San Peetro
Viernes, 27 de marzo de 2020
Viernes, 27 de marzo de 2020
«Al atardecer» (Mc 4,35). Así comienza el
Evangelio que hemos escuchado. Desde hace algunas semanas parece que todo se ha
oscurecido. Densas tinieblas han cubierto nuestras plazas, calles y ciudades;
se fueron adueñando de nuestras vidas llenando todo de un silencio que ensordece
y un vacío desolador que paraliza todo a su paso: se palpita en el aire, se
siente en los gestos, lo dicen las miradas. Nos encontramos asustados y
perdidos. Al igual que a los discípulos del Evangelio, nos sorprendió una
tormenta inesperada y furiosa. Nos dimos cuenta de que estábamos en la misma
barca, todos frágiles y desorientados; pero, al mismo tiempo, importantes y
necesarios, todos llamados a remar juntos, todos necesitados de confortarnos
mutuamente. En esta barca, estamos todos. Como esos discípulos, que hablan con
una única voz y con angustia dicen: “perecemos” (cf. v. 38), también nosotros
descubrimos que no podemos seguir cada uno por nuestra cuenta, sino sólo
juntos.
Es fácil identificarnos con esta historia, lo difícil
es entender la actitud de Jesús. Mientras los discípulos, lógicamente, estaban
alarmados y desesperados, Él permanecía en popa, en la parte de la barca que
primero se hunde. Y, ¿qué hace? A pesar del ajetreo y el bullicio, dormía
tranquilo, confiado en el Padre —es la única vez en el Evangelio que Jesús
aparece durmiendo—. Después de que lo despertaran y que calmara el viento y las
aguas, se dirigió a los discípulos con un tono de reproche: «¿Por qué tenéis
miedo? ¿Aún no tenéis fe?» (v. 40).
Tratemos de entenderlo. ¿En qué consiste la falta de
fe de los discípulos que se contrapone a la confianza de Jesús? Ellos no habían
dejado de creer en Él; de hecho, lo invocaron. Pero veamos cómo lo invocan:
«Maestro, ¿no te importa que perezcamos?» (v. 38). No te importa:
pensaron que Jesús se desinteresaba de ellos, que no les prestaba atención.
Entre nosotros, en nuestras familias, lo que más duele es cuando escuchamos
decir: “¿Es que no te importo?”. Es una frase que lastima y desata tormentas en
el corazón. También habrá sacudido a Jesús, porque a Él le importamos más que a
nadie. De hecho, una vez invocado, salva a sus discípulos desconfiados.
La tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y
deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos
construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades. Nos
muestra cómo habíamos dejado dormido y abandonado lo que alimenta, sostiene y
da fuerza a nuestra vida y a nuestra comunidad. La tempestad pone al
descubierto todos los intentos de encajonar y olvidar lo que nutrió el alma de
nuestros pueblos; todas esas tentativas de anestesiar con aparentes rutinas
“salvadoras”, incapaces de apelar a nuestras raíces y evocar la memoria de
nuestros ancianos, privándonos así de la inmunidad necesaria para hacerle
frente a la adversidad.
Con la tempestad, se cayó el maquillaje de esos
estereotipos con los que disfrazábamos nuestros egos siempre pretenciosos de
querer aparentar; y dejó al descubierto, una vez más, esa (bendita) pertenencia
común de la que no podemos ni queremos evadirnos; esa pertenencia de hermanos.
«¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?».
Señor, esta tarde tu Palabra nos interpela se dirige a todos. En nuestro mundo,
que Tú amas más que nosotros, hemos avanzado rápidamente, sintiéndonos fuertes
y capaces de todo. Codiciosos de ganancias, nos hemos dejado absorber por lo
material y trastornar por la prisa. No nos hemos detenido ante tus llamadas, no
nos hemos despertado ante guerras e injusticias del mundo, no hemos escuchado
el grito de los pobres y de nuestro planeta gravemente enfermo. Hemos
continuado imperturbables, pensando en mantenernos siempre sanos en un mundo
enfermo. Ahora, mientras estamos en mares agitados, te suplicamos: “Despierta,
Señor”.
«¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?».
Señor, nos diriges una llamada, una llamada a la fe. Que no es tanto creer que
Tú existes, sino ir hacia ti y confiar en ti. En esta Cuaresma resuena tu
llamada urgente: “Convertíos”, «volved a mí de todo corazón» (Jl 2,12).
Nos llamas a tomar este tiempo de prueba como un momento de elección.
No es el momento de tu juicio, sino de nuestro juicio: el tiempo para elegir
entre lo que cuenta verdaderamente y lo que pasa, para separar lo que es
necesario de lo que no lo es. Es el tiempo de restablecer el rumbo de la vida
hacia ti, Señor, y hacia los demás. Y podemos mirar a tantos compañeros de
viaje que son ejemplares, pues, ante el miedo, han reaccionado dando la propia
vida. Es la fuerza operante del Espíritu derramada y plasmada en valientes y
generosas entregas. Es la vida del Espíritu capaz de rescatar, valorar y
mostrar cómo nuestras vidas están tejidas y sostenidas por personas comunes
—corrientemente olvidadas— que no aparecen en portadas de diarios y de
revistas, ni en las grandes pasarelas del último show pero,
sin lugar a dudas, están escribiendo hoy los acontecimientos decisivos de
nuestra historia: médicos, enfermeros y enfermeras, encargados de reponer los
productos en los supermercados, limpiadoras, cuidadoras, transportistas,
fuerzas de seguridad, voluntarios, sacerdotes, religiosas y tantos pero tantos
otros que comprendieron que nadie se salva solo. Frente al sufrimiento, donde
se mide el verdadero desarrollo de nuestros pueblos, descubrimos y
experimentamos la oración sacerdotal de Jesús: «Que todos sean uno» (Jn 17,21).
Cuánta gente cada día demuestra paciencia e infunde esperanza, cuidándose de no
sembrar pánico sino corresponsabilidad. Cuántos padres, madres, abuelos y
abuelas, docentes muestran a nuestros niños, con gestos pequeños y cotidianos,
cómo enfrentar y transitar una crisis readaptando rutinas, levantando miradas e
impulsando la oración. Cuántas personas rezan, ofrecen e interceden por el bien
de todos. La oración y el servicio silencioso son nuestras armas vencedoras.
«¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». El
comienzo de la fe es saber que necesitamos la salvación. No somos
autosuficientes; solos nos hundimos. Necesitamos al Señor como los antiguos
marineros las estrellas. Invitemos a Jesús a la barca de nuestra vida. Entreguémosle
nuestros temores, para que los venza. Al igual que los discípulos,
experimentaremos que, con Él a bordo, no se naufraga. Porque esta es la fuerza
de Dios: convertir en algo bueno todo lo que nos sucede, incluso lo malo. Él
trae serenidad en nuestras tormentas, porque con Dios la vida nunca muere.
El Señor nos interpela y, en medio de nuestra
tormenta, nos invita a despertar y a activar esa solidaridad y esperanza capaz
de dar solidez, contención y sentido a estas horas donde todo parece naufragar.
El Señor se despierta para despertar y avivar nuestra fe pascual. Tenemos un
ancla: en su Cruz hemos sido salvados. Tenemos un timón: en su Cruz hemos sido
rescatados. Tenemos una esperanza: en su Cruz hemos sido sanados y abrazados
para que nadie ni nada nos separe de su amor redentor. En medio del aislamiento
donde estamos sufriendo la falta de los afectos y de los encuentros,
experimentando la carencia de tantas cosas, escuchemos una vez más el anuncio
que nos salva: ha resucitado y vive a nuestro lado. El Señor nos interpela
desde su Cruz a reencontrar la vida que nos espera, a mirar a aquellos que nos
reclaman, a potenciar, reconocer e incentivar la gracia que nos habita. No
apaguemos la llama humeante (cf. Is 42,3), que nunca enferma,
y dejemos que reavive la esperanza.
Abrazar su Cruz es animarse a abrazar todas las
contrariedades del tiempo presente, abandonando por un instante nuestro afán de
omnipotencia y posesión para darle espacio a la creatividad que sólo el
Espíritu es capaz de suscitar. Es animarse a motivar espacios donde todos
puedan sentirse convocados y permitir nuevas formas de hospitalidad, de
fraternidad y de solidaridad. En su Cruz hemos sido salvados para hospedar la
esperanza y dejar que sea ella quien fortalezca y sostenga todas las medidas y
caminos posibles que nos ayuden a cuidarnos y a cuidar. Abrazar al Señor para
abrazar la esperanza. Esta es la fuerza de la fe, que libera del miedo y da
esperanza.
«¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?».
Queridos hermanos y hermanas: Desde este lugar, que narra la fe pétrea de
Pedro, esta tarde me gustaría confiarlos a todos al Señor, a través de la
intercesión de la Virgen, salud de su pueblo, estrella del mar tempestuoso.
Desde esta columnata que abraza a Roma y al mundo, descienda sobre vosotros,
como un abrazo consolador, la bendición de Dios. Señor, bendice al mundo, da
salud a los cuerpos y consuela los corazones. Nos pides que no sintamos temor.
Pero nuestra fe es débil y tenemos miedo. Mas tú, Señor, no nos abandones a
merced de la tormenta. Repites de nuevo: «No tengáis miedo» (Mt 28,5).
Y nosotros, junto con Pedro, “descargamos en ti todo nuestro agobio, porque Tú
nos cuidas” (cf. 1 P 5,7).
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico