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martes, 22 de agosto de 2023

A propósito del asesinato de Silvino / Tulio Ramírez @tulioramirezc

 


Varias han sido las versiones sobre las causas del horrible homicidio de Silvino Antonio Valladares Muñoz, un joven médico de 28 años que laboraba en un establecimiento de Barrio Adentro ubicado en las Lomas de Urdaneta de la populosa parroquia de Catia.

Una de estas versiones atribuye el asesinato a unos indigentes que deambulan por el sector, otra indica que murió a manos de delincuentes por robarle un celular, la más impactante señala que fueron unos familiares de un paciente en venganza por no haberle salvado la vida.

Cualquiera de estas versiones no aminora la rabia, la indignación y la tristeza de sus familiares. Ver como a un joven de origen humilde, que estudió con grandes sacrificios, que apostó por el país para desarrollar su vocación en favor de los más necesitados, se le haya truncado la vida de esa manera, nos obliga a reflexionar sobre cómo se está malviviendo en Venezuela.

De acuerdo a la imaginería popular «los crímenes se han reducido porque los malandros se fueron por El Darién». Esta falsa percepción de seguridad lo que indica es una suerte de autoengaño y adaptación resiliente que aminora la angustia y el desasosiego. Repetir constantemente que «estamos mal, pero antes estábamos peor», pareciera suavizar nuestros temores.

El homicidio de Silvino no se debe analizar como un hecho aislado o fortuito «que puede pasar en cualquier parte del planeta, inclusive en las ciudades más seguras del mundo». Los relativistas y los resignados convertirán este asesinato en un número más y en tres días ya no se hablará del asunto.

Me niego a que sea así. Y no es porque se trate de un joven profesional que tenía un futuro promisorio, lo cual sería suficiente razón para destacar la noticia y generar un debate sobre lo echado a la suerte que están nuestros ciudadanos con respecto al ataque de la delincuencia. Lo significativo del final trágico de Silvino es que simboliza el estado de imperio del delito en el que está sumido el país.

El experimento social al que hemos estado sometidos, el cual ha sido un fracaso rotundo en los lugares en los que se ha implantado, ha convertido a la conducta delictuosa una forma de vida. Accedieron al poder con la promesa de redención social, justicia igualitaria, redistribución equitativa de riquezas y protección social, sin embargo, han devenido en multiplicadores de la pobreza, del resentimiento social y del ilícito como recurso cotidiano.

El paso del crimen famélico al crimen como fórmula para acceder a la riqueza en forma rápida y sin esfuerzo, tiende a ser cada vez más corto. Al persistir y generalizarse las condiciones que inducen a los delitos por hambre, la secuela natural siempre será la ampliación de la conducta criminal en todos los órdenes de la vida. Es lo que nos ha sucedido.

Esa onda expansiva de pobreza e inseguridad social que nos ha llevado a «buscarnos la vida como sea», explica desde la corrupción de funcionarios de menor rango que comienzan pidiendo una pequeña coima para acelerar un procedimiento, hasta la existencia de verdaderas mafias organizadas, de las cuales no puede escapar el usuario si quiere culminar exitosamente su trámite. Ni en la calle ni en las oficinas públicas escapamos del ilícito.

Ejemplos de lo anterior hay muchos, por ejemplo, el pago a cuidadores de carros que se apropian de las aceras; el pago de vacuna en las alcabalas para poder transportar los productos; el «tributo» del buhonero al «dueño de la calle» para poder trabajar; el pago «por debajo de cuerda» en los registros para que «se acelere la firma del documento»; «la colaboración» para que se otorgue el permiso y se pueda abrir el local comercial; el «toma pal refresco» para que te saquen el pasaporte rápido; el «¿cómo quedo yo ahí?» del funcionario que firmara el permiso de construcción; son, entre otras formas ilegales, lo que garantiza que «las cosas salgan sin problema».

Estas actuaciones cotidianas están convirtiendo a nuestra sociedad en un gran conglomerado de cómplices necesarios en actividades delictuosas.

Así, entre ilegalidad e ilegalidad, el crimen violento asoma como una variante extrema de esta cultura de sobrevivencia. La normalización de la trampa, el tráfico de influencias, el soborno, la coima, la colusión y otros mecanismos utilizados para la ventaja, hace que los ilícitos sean percibidos como recursos naturales para el logro de las cosas.

Estamos recorriendo peligrosamente una ruta que va a ser difícil de revertir usando solo exhortos moralizantes o penalizaciones ejemplarizantes, «pero solo para los pendejos». Nuestros niños están creciendo bajo un modelo de comportamiento social que asume la transgresión de la norma como señal de éxito e inteligencia.

La muerte violenta de Silvino, más allá de las causas que la motivaron, nos debe hacer reflexionar sobre el estado anómico al cual han llevado a nuestra sociedad por la persistencia en el tiempo de un modelo que estimula al ciudadano a quebrantar la ley constantemente para poder sobrevivir.

https://talcualdigital.com/a-proposito-del-asesinato-de-silvino-por-tulio-ramirez/

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