Tulio Hernandez 23 de agosto de 2023
@tulioehernandez
Más
que un proyecto de patria grande, como lo diría entusiastamente Simón Bolívar
en los tiempos de la fallida Gran Colombia, América Latina en el presente
podría definirse como un archipiélago inconexo. Una federación de endogamias.
Una práctica creciente de aislamientos nacionales.
or ahora los sueños de integración son un olvido. La posibilidad de crear una comunidad económica y política supranacional como la Unión Europea ya no lo recuerda nadie. Incluso organizaciones que han sido importantes para la convivencia en la región como la Organización de Estados Americanos (OEA) están cada vez más dinamitadas por el antinorteamericanismo de los seguidores del socialismo del siglo XXI.
Y las
organizaciones supuestamente creadas como alternativas más independientes de la
“mano peluda” del Imperio, como la Alianza Bolivariana para los Pueblo de
Nuestra América (ALBA), fundada hace más o menos dos décadas, tampoco han
funcionado. Su sólo título y la inclusión del término bolivariana ya la define
como un club ideológico excluyente de países gobernados por fuerzas no
izquierdistas. Ni bolivarianas.
Estamos,
en conclusión, en una región sin proyecto común, sin una organización, insisto,
como la Unión Europea, en la que puedan articularse con visión estratégica de
largo plazo Estados de condición democrática, independientemente de la
naturaleza ideológica de sus gobiernos.
Algo
que, por ahora, es impensable en un territorio donde es evidente que existe una
organización continental que asocia estratégicamente proyectos de izquierda
como el llamado Foro de Sao Paulo y el llamado Grupo de Puebla (organizaciones
marcadas por el desprecio a los derechos humanos y la defensa de los
gobernantes que los violan) y en donde de seguro va a surgir, como respuesta,
un aparato similar que nuclee a la centro derecha y la derech. En esas
condiciones la única unidad posible, parece ser, la interna a la de bloques
ideológicos enfrentados.
Además,
hay una carencia absoluta de liderazgos regionales, de líderes o movimientos
con credibilidad y auctoritas, aunque sean parciales. Como los que en una época
representaron para la izquierda Fidel Castro, Carlos Andrés Pérez, como líder
tercermundista de la socialdemocracia, o el propio Hugo Chávez en medio de la
llamada ola rosada.
Luis
Ignacio Lula da Silva, que en este segundo gobierno tenía esa posibilidad de
liderazgo la malbarató al apoyar la invasión rusa a Ucrania, uno de los más
complejos factores de disputa internacional que fractura a USA y la Unión
Europea con Rusia y sus aliados de Eurasia. Pérdida de credibilidad que la
reforzó el actuar como alcahueta del gobierno de Maduro, intentando lavarle el
rostro en la fracasada Cumbre Latinoamericana que convocó en Brasilia el pasado
mes de mayo.
El
otro componente de esta comunidad de países incapaces de crear un frente común
para defender sus intereses en el nuevo escenario geopolítico es que, al no
existir escenarios de debate diplomáticos profesionales, la relación entre los
presidentes es de enfrentamiento personal.
El
tuit es el nuevo instrumento de intercambio. Nuestros presidentes actúan como
los viejos personajes de los westerns del cine americano. Petro saca la
pistola, que por suerte es digital, y le dispara a Bukele. Que es un asesino,
le dice. Y Bukele saca la suya y le recuerda que su hijo es un ladrón, que se
ocupe de sus cosas. Así se acelera una diplomacia de ring de boxeo.
Y el
último componente que me gustaría señalar es la conversión de la región
latinoamericana en un territorio del fracaso. Donde las palabras futuro y
esperanza han desaparecido. O por lo menos hibernan. No hay por los momentos
proyectos o gobiernos que entusiasmen y sirvan de modelo inspirador
Un
inventario rápido. Cuba, el entusiasmo de los 60, aunque queda en el Caribe, es
una nación congelada. En el pasado. No tiene futuro, ni esperanza. Solo
sobrevivencia de viejos mitos revolucionarios. Chile, el más reciente
entusiasmo del Cono Sur, en pocos meses lo perdió, y de la posibilidad de hacer
una nueva Constitución alimentada por voces progresistas pasó en la última
consulta a una sorpresiva nueva hegemonía de la derecha y la posibilidad de que
la nueva constitución no cambie en lo esencial la hoy vigente.
Perú,
es ingobernable, ha tenido seis presidentes en los últimos cuatro años. En
Ecuador, acaban de defenestrar a Lasso, quien disuelve el gobierno a través de
una figura de nombre curiosos, la muerte cruzada, y convoca a unas
elecciones express que ya incluyen un candidato asesinado.
Petro, quien gana las elecciones por un estrecho margen, en poco tiempo entra
en caída libre en las encuestas, y aunque no ha emprendido ninguna de las
tropelías al estilo castrochavismo que muchos esperaban con temor, cada semana
su gobierno protagoniza un escándalo mayor, algunos de corte telenovelesco, y
el proyecto en el que colocó todo su esfuerzo –la Paz Total– no termina de dar
frutos visibles.
En
Argentina, el peronismo, la ideología clave en la cultura política de ese país,
sufre el mayor revés electoral de toda su historia y le sirve la mesa al
liderazgo triunfador de una figura rocambolesca, Javier Millei, una voz
altisonante, de maneras agresivas y lenguaje que coincide con el de PODEMOS, un
candidato místico y atípico, que propone acabar con el Estado, la dolarización
de la economía, la privatización de las empresas públicas, las
desregularización de la tenencia de armas y el fin de las indemnizaciones
laborales por empleo.
Bukele,
que es el líder con mayor popularidad acumulada en toda la región, es visto por
algunos –generalmente por fuerzas de derecha– como uno de los pocos modelos a
imitar, pero, desde otras perspectivas, se le percibe como un violador de
derechos humanos y una amenaza autoritaria que, como un chavismo de signo
inverso, apuesta a instalarse, sin alternancia, por largos años en el
poder.
De
Venezuela y Nicaragua ya no hay nada que agregar. Ortega que ya acabó con la
oposición, exterminó las oenegés, y expulsó del país el liderazgo opositor
ahora va por las universidades. En Venezuela, que es una de las más
sofisticadas formas de la sumisión, la evasión y la amargura colectiva, Maduro
sigue obstaculizando las elecciones libres, aumenta el número de presos
políticos y usa la violencia impúdica contra los candidatos de oposición a las
primarias.
Es un
mapa Frankenstein el de Nuestra América, como decía Martí. Gabriel García
Márquez tituló su discurso de recepción del Premio Nobel de Literatura, en
1982, “La soledad de América Latina”. Hizo un recuento de nuestras fatalidades
colocándole el peso a las responsabilidades externas colonialistas. Subrayó como
cifras espantosas que “De Chile, país de tradiciones hospitalarias, ha huido
–hablamos de la época de una dictadura de derecha– un millón de personas: el 10
por ciento de su población”. ¿Qué diría hoy cuando tuviese que contar que
de Venezuela –hablamos de la dictadura de izquierda– han huido 8 millones de
personas que representan el 25 % de su población? Tendría que hablar de la
segunda soledad de América Latina. Y rehacer su discurso.
La
región clama por nuevas ideas y prácticas políticas para salir de esta
alternancia viciosa –izquierda-derecha; estatismo-liberalismo; Lula-Bolsonaro;
Kirchnerismo-Macrismo– que nos devuelve siempre al mismo fracaso. Si alguien
atisba a ver alguna señal de algo nuevo, que avise.
Tulio
Hernandez
@tulioehernandez
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