Humberto García Larralde 22 de agosto de 2023
Si se ha abusado tanto de la fábula del escorpión que se ahoga por aguijonear a la rana sobre la cual cruzaba el río —“porque está en su naturaleza”—, es porque ilustra lo terco e irracional de ciertos comportamientos humanos. En una situación en la cual la permanencia del régimen depende de su capacidad de simular elecciones creíbles para que le levanten las sanciones en su contra, pero buscando que éstas no pongan en peligro su control del poder, uno esperaría una conducta menos intemperante, que despertara menos ronchas que la mostrada en estos días. Claro, el dilema que enfrenta es, en realidad, insoluble. Sin embargo, en el pasado, el chavo-madurismo sorteaba disyuntivas parecidas asumiendo posturas de víctima o fingiendo, gracias a la censura y su control de los medios, que estaba cumpliendo con las expectativas que había levantado acerca de sí. Desde esta óptica, por tanto, lucen inconducentes la agresión gratuita del comandante de la Guardia Nacional a factores de oposición, refrendada por el eterno ministro de la Defensa, Padrino López; la invitación a sacar a María Corina Machado del estado Trujillo “a coñazos”, proferida por su gobernador, como los ataques violentos de bandas fascistas a partidarios de Henrique Capriles y de la propia María Corina en distintos estados del interior, en ocasión de su gira electoral por las primarias de la oposición.
Ello
nos pone en guardia acerca de la ilusión de que, actuando con prudencia, pero
pisando firme, la oposición podría forjar un ambiente político que convenciera
a Maduro de lo razonable que sería un acuerdo que abriese las puertas al
cambio. Se pasa por alto que, para las fuerzas que hoy ocupan de manera
excluyente el poder, la “razón” como determinante de su conducta política —en
un contexto de reglas de juego compartidas— no es lo suyo. No podemos perder de
vista los fuertes condicionantes de esta conducta, que las han llevado a violar
las normas del Estado de derecho y a ultrajar las garantías del ordenamiento
constitucional. Resaltan los intereses económicos que desnudan los análisis de
economía política, que ponen de manifiesto el compromiso de factores centrales
de poder con el régimen de expoliación en que ha degenerado la “revolución
bolivariana”. ¿Cómo explicar las fortunas y ostentosos estilos de vida de
tantos “revolucionarios”, en un país en el que las mayorías pasan hambre?
Pero,
más allá de la depredación cómplice de los recursos públicos, la extorsión, el
saqueo mineral de Guayana y/o el narcotráfico, solemos relativizar el fuerte
condicionamiento ideológico con base en el cual también se sustenta tal
conducta. Quizás lo hemos desestimado por lo disparatado de muchas de sus
ideas, su falta de sintonía con la realidad y su atraso. Es decir, lo
despachamos con base en criterios de racionalidad, según los cuales la retórica
“revolucionaria” es incongruente y divorciada de la realidad.
Es
menester recordar, empero, que una de las funciones básicas de la ideología es
la tergiversación de la realidad con interpretaciones sesgadas de las cosas,
capaces de refrendar las acciones de quienes se erigen ante las masas como sus
grandes salvadores. Incluso la pretensión científica del marxismo se ha visto
desmontada, tanto por las inconsistencias y determinismos pétreos de su
formulación teórica, como por su permanente reacomodo, ex post facto,
donde gobernaba el estalinismo, para que sus acciones fuesen siempre
refrendadas por la teoría y ésta no fuese desmentida. Esta inconsistencia es,
por supuesto, notoria en los constructos ideológicos de los que se valió el
fascismo. Como bien lo explicó Umberto Eco, en absoluto se fundamentaban en una
teoría coherente que sirviese de plataforma a experiencias similares. El
fascismo, según él, fue un movimiento oportunista, ecléctico, que se valía de
cualquier circunstancia que pudiera ser provechosa para ampliar su poder.
Apelaba, como es bien sabido, a lo emocional, a despertar las pasiones a su
favor mediante una simbología maniquea que sonsacaba resentimientos y odios
invernados para invocar una lucha entre “nosotros”, portadores del bien —la
reparación y la venganza—, contra el mal, representada por los “otros” que nos
habían agraviado.
Chávez,
por supuesto, fue un maestro en esta manipulación. Encontró en el culto a
Bolívar, las ilusiones frustradas del rentismo al caer los precios del
petróleo, y la percepción clara por parte de las mayorías de que habían
desmejorado sus condiciones de vida, elementos para construir esa simbología de
confrontación: identificó a un enemigo, responsable de que sus expectativas no
hubieren fructificado, y logró erigirse a sí mismo como el redentor que los
llevaría a la tierra prometida. Invocó la épica emancipadora con una retórica
patriotera que llamaba a reemprender de nuevo la guerra del Pueblo (con
mayúscula) contra sus opresores. Bajo la tutoría de Fidel Castro, reforzó sus
discursos de odio con categorías cultivadas por la mitología comunista para
“justificar” el desmantelamiento del Estado de derecho “burgués” y aprovechar
los recursos del poder para aplastar a quienes, por no asentir sus disparates,
eran enemigos contrarrevolucionarios. Maduro no ha hecho sino continuar con esa
visión de la política como una guerra, en la que la prosecución de un fin
superior –la “revolución”, así sea para revertir las condiciones de vida de la
población a las de principios del siglo XX—, justifica los medios (inhumanos)
para ello, registrados en los informes de las misiones de observación de los
hechos de la ONU y las indagaciones de la Corte Penal Internacional. Lo
insólito es que esta manipulación ideológica pretende hacer de la
militarización del país, la violación de derechos básicos y la aplicación del
terrorismo de Estado para someter a la población, expresiones de un proyecto
supuestamente “redentor” de los pobres y “humanista” (¡!). El fascismo del
siglo XXI ataviado ahora de progreso, de “izquierda”.
Por
supuesto que son pocos los que todavía creen en semejante absurdo. Podría
afirmarse que la repetición incesante de clichés como referente para blindar el
apoyo de sus seguidores, resultó en la conformación de una reducida secta que
se refugia en una burbuja ideológica cada vez más aislada de la realidad. Pero
esa pequeña secta tiene las armas y manipula los tribunales de (in)justicia
para absolver sus atropellos, criminalizar las protestas e inculpar a los
luchadores sociales de “terroristas”.
Escuchar
al comandante de la Guardia Nacional fabricar a una oposición propensa a la
violencia, aliada con el crimen organizado como enemigo a combatir y a la que
tilda de “ultraderecha” (¡!), nos da una idea del resentimiento extremo, los
odios y las perversiones de quienes temen perder el control excluyente –con
todas sus prerrogativas—que han disfrutado del país. Y conseguir a su compañero
de caverna (Con el mazo dando), Diosdado Cabello, apelando al
calificativo de “fascista” para identificar a los que luchan contra la
dictadura, nos traslada al mundo de la novela, 1984, admirablemente
descrito por Orwell, donde las palabras –producto de la Neolengua impuesta–,
significan lo contrario de su acepción original. Proyección de trogloditas,
podrá decirse, pero, ojo, ¡”revolucionarios”!
Pero
en Venezuela nos enfrentamos a un fascismo de nuevo cuño, que comparte sus
prácticas depredadoras con bandas delincuenciales, se alía con gobiernos
gansteriles a nivel mundial –del signo ideológico que sean– para evadir sus
compromisos internacionales (entre ellos, la observación de los derechos
humanos), y hace un uso extensivo de consignas y categorías discursivas de
izquierda para cultivar cierto apoyo “progresista” y cerrar, así, el vulnerable
flanco que significaría ser retratados como “reaccionarios”. Las dictaduras,
cuando son de “izquierda”, pasan por debajo de la mesa.
En lo
que sí no se distingue del fascismo clásico es en su indeclinable vocación de
imponerse por medio de la violencia, aupada por discursos de odio en contra de
sus detractores, “enemigos de la patria”. “Está en su naturaleza”. Igualmente,
solo se pliegan ante una fuerza que los obligue a hacerlo, la única “razón” que
reconocen. De manera que la verdad de Perogrullo en la que tanto insisten los
analistas es que las fuerzas democráticas no van a ningún lado si no son
capaces de construir una fuerza que obligue al chavo-madurismo a “entrar en
razón”. Para eso debe servir la movilización política en torno a las primarias
y la conexión con las luchas de tantos por reclamar sus derechos a una vida
digna.
Pero,
además, el discurso democrático tiene que también abrirse a quienes, dentro de
las filas oficialistas buscan sustraerse de las influencias suicidas de tanto
fascista encapuchado de izquierdoso.
Humberto
García Larralde
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