Francisco Fernández-Carvajal 26 de agosto de 2023
@hablarcondios
— Jesús promete a Pedro que será la roca
sobre la que edificará su Iglesia.
— Amor al Papa.
— Donde está Pedro, allí está la Iglesia,
allí encontramos a Dios. Acoger la palabra del Papa y darla a conocer.
I. El Evangelio de la Misa1 presenta a Jesús con sus discípulos en Cesarea de Filipo. Habían llegado a aquella región después de dejar Betsaida y de emprender el camino del Norte por la ribera oriental del lago2. Mientras caminan, Jesús pregunta a los Apóstoles: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre? Y después que ellos le dijeran las diversas opiniones de las gentes, Jesús les interpela directamente: Pero vosotros, ¿quién decís que soy Yo? «Todos nosotros –comenta el Papa Juan Pablo II– conocemos ese momento en el que no basta hablar de Jesús repitiendo lo que otros han dicho..., no basta recoger una opinión, sino que es preciso dar testimonio, sentirse comprometido por el testimonio y después llegar hasta los extremos de las exigencias de ese compromiso. Los mejores amigos, seguidores, apóstoles de Cristo fueron siempre los que percibieron un día dentro de sí la pregunta definitiva, que no tiene vuelta de hoja, ante la cual todas las demás resultan secundarias y derivadas: “Para ti, ¿quién Soy Yo?”»3. La vida y todo el futuro «depende de esa respuesta nítida y sincera, sin retórica ni subterfugios, que pueda darse a esa pregunta»4.
La
interpelación dirigida a todos aquellos que le siguen, encuentra un especial
eco en el corazón de Pedro, quien, movido por una singular gracia,
contesta: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Jesús le
llama bienaventurado por la respuesta llena de verdad, en la
que confiesa abiertamente la divinidad de Aquel en cuya compañía llevan ya
meses. Este es el momento escogido por Cristo para comunicar a Pedro que sobre
él recaerá el Primado de toda su Iglesia: Y Yo te digo que tú eres
Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Infierno no
prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del Reino de los Cielos; y todo lo
que alares sobre la tierra quedará atado en los Cielos, y todo lo que desatares
sobre la tierra quedará desatado en los Cielos. Será la roca,
el fundamento firme sobre el que Cristo construirá su Iglesia, de tal manera
que ningún poder podrá derribarla. Y el mismo Señor ha querido que diariamente
se sienta apoyado y protegido por la veneración, el amor y la oración de todos
los cristianos. ¿Cómo es nuestra oración diaria por su persona y por sus
intenciones? Es mucha su responsabilidad, y no podemos dejarlo solo. Si
deseamos estar muy unidos a Cristo, lo hemos de estar en primer lugar con quien
hace sus veces aquí en la tierra. «Que la consideración diaria del duro peso
que grava sobre el Papa y sobre los obispos, te urja a venerarles, a quererles
con verdadero afecto, a ayudarles con tu oración»5.
II. Te
daré las llaves del Reino de los Cielos; y todo lo que atares sobre la tierra
quedará atado en los Cielos...
Las
llaves indican poder: Colgaré de un hombro las llaves del palacio de
David, se lee en la Primera lectura6 a
propósito de Eliacín, mayordomo del palacio real. El poder prometido a Pedro, y
que le será conferido después de la resurrección7,
es inmensamente superior. No se le dan las llaves de un reino terreno, sino del
Reino de los Cielos, del Reino que no es de este mundo pero se incoa aquí y
durará eternamente. Pedro tiene el poder de atar y desatar, es
decir, de absolver o condenar, de acoger o de excluir. Es tan grande este poder
que aquello que decida en la tierra será ratificado en el Cielo. Para
ejercerlo, cuenta con una asistencia especial del Espíritu Santo.
Desde
el primer día en que conoció a Jesús se llamará para siempre Petrus,
piedra. Y Yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi
Iglesia8. Con este cambio de nombre quiso indicar el Señor la nueva
misión que le será encomendada: la de ser el cimiento firme del nuevo edificio,
la Iglesia. «Es como si el Señor le dijera –escribe San León Magno–, “Yo soy la
piedra inquebrantable, Yo soy la piedra angular (...), el fundamento fuera del
cual nadie puede edificar; pero también tú eres piedra, porque por
mi virtud has adquirido tal firmeza, que tendrás juntamente conmigo, por
participación, los poderes que Yo tengo en propiedad”»9.
Desde
los comienzos de la Iglesia, los cristianos han venerado al Papa. El Príncipe
de los Apóstoles es nombrado siempre en primer lugar10 y
hace frecuente uso de una especial autoridad ante los demás: propone la elección
de un nuevo Apóstol que ocupe el lugar de Judas11,
toma la palabra en Pentecostés y convierte a los primeros cristianos12,
responde ante el Sanedrín en nombre de todos13,
castiga con plena autoridad a Ananías y Safira14,
admite en la Iglesia a Cornelio, el primer gentil15,
preside el Concilio de Jerusalén y rechaza las pretensiones de algunos
cristianos provenientes del judaísmo acerca de la necesidad de la circuncisión,
afirmando que la salvación solo se obtiene en Jesucristo16.
Estos
poderes espirituales tan grandes son dados a Pedro para bien de la Iglesia, y,
como esta ha de durar hasta el fin de los tiempos, esos poderes se trasmitirán
a quienes sucedan a Pedro a lo largo de la historia. El Magisterio de la
Iglesia siempre ha subrayado esta verdad; la Constitución dogmática sobre la
Iglesia, del Concilio Vaticano II, afirma: «este santo Concilio, al seguir las
huellas del Vaticano I, enseña y declara con él, que Jesucristo, Pastor eterno
(...), puso en Pedro el principio visible y el perpetuo fundamento de la Unidad
de la Fe y de la Comunión. Esta doctrina de la institución, perpetuidad, fuerza
y razón de ser del sagrado primado del Romano Pontífice, y de su magisterio
infalible, este santo Concilio la propone nuevamente como objeto firme de fe a
todos los fieles»17.
El Romano Pontífice es el sucesor de Pedro; unidos a él estamos unidos a
Cristo. Es su Vicario aquí en la tierra, el que hacía sus veces.
Nuestro
amor al Papa no es solo un afecto humano, fundamentado en su santidad, en
simpatía, etc. Cuando acudimos a ver al Papa, a escuchar su palabra, lo hacemos
por ver, tocar y oír a Pedro, al Vicario de Cristo; es el «dulce Cristo en la
tierra», en expresión de Santa Catalina de Siena, sea quien sea. «Tu más grande
amor, tu mayor estima, tu más honda veneración, tu obediencia más rendida, tu
mayor afecto ha de ser también para el Vice-Cristo en la tierra, para el Papa.
»Hemos
de pensar los católicos que, después de Dios y de nuestra Madre la Virgen
Santísima, en la jerarquía del amor y de la autoridad, viene el Santo Padre»18.
III. Una
antigua fórmula resume en muy pocas palabras el contenido de la doctrina acerca
del Romano Pontífice: ubi Petrus, ibi Ecclesia, ibi Deus19.
Donde está Pedro, allí está la Iglesia, y allí también encontramos a Dios. «El
Romano Pontífice –enseña el Concilio Vaticano II–, como sucesor de Pedro, es el
principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, tanto de los obispos como
de la multitud de los fieles»20.
«Y ¿qué sería de esta unidad si no hubiera uno puesto al frente de toda la
Iglesia, que la bendijese y la guardase, y que uniese a todos sus miembros en
una sola profesión de fe y los juntase con un lazo de caridad y de unión?»21.
Quedaría rota la unión en mil pedazos y andaríamos como ovejas dispersas, sin
una fe segura en que creer, sin un camino claro que andar.
Nosotros
queremos estar con Pedro, porque con él está la Iglesia, con él está Cristo; y
sin él no encontraremos a Dios. Y porque amamos a Cristo, amamos al Papa: con
la misma caridad. Y como estamos pendientes de Jesús, de sus deseos, de sus
gestos, de su vida toda, así nos sentimos unidos al Romano Pontífice hasta en
los menores detalles: le amamos sobre todo por Aquel a quien representa y de
quien es instrumento. «Ama, venera, reza, mortifícate –cada día con más cariño–
por el Romano Pontífice, piedra basilar de la Iglesia, que prolonga entre todos
los hombres, a lo largo de los siglos y hasta el fin de los tiempos, aquella
labor de santificación y gobierno que Jesús confió a Pedro»22.
En
los Hechos de los Apóstoles se pone de manifiesto el amor y la
devoción que los primeros cristianos sentían hacia Pedro: sacaban los
enfermos a las plazas y los ponían en lechos y camillas para que, al pasar
Pedro, al menos su sombra alcanzase a alguno de ellos23.
Se contentaban con que les llegara la sombra de Pedro. ¡Sabían bien
que muy cerca de él estaba Cristo! Recibimos con su palabra una claridad
meridiana en medio de las doctrinas confusas que proclaman –hoy, como en el
pasado– tantos falsos profetas y tantos falsos doctores. Tengamos hambre de
conocer las enseñanzas del Papa y de darlas a conocer en nuestro ambiente. Ahí
está la luz que ilumina las conciencias; hagamos el propósito de recibir su
palabra con docilidad y obediencia interna, con amor24.
1 Mt 16,
13-20. —
2 Cfr. Mc 8,
27; Lc 9, 18. —
3 Juan
Pablo II, Homilía de la Misa en Belo Horizonte, 1-VII-1980.
—
4 Ibídem.
—
5 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 136. —
6 Is 22,
19-23. —
7 Cfr.
Jn 21, 15-18. —
8 Jn 1,
42. —
9 San
León Magno, Homilía 4. —
10 Mt 10,
2 ss.; Hech 1, 13. —
11 Hech 1,
15-22. —
12 Hech 2,
14-36. —
13 Hech 4,
8 ss. —
14 Hech 5,
1 ss. —
15 Hech 10,
1 ss. —
16 Hech 15,
7-10. —
17 Conc. Vat.
II, Const. Lumen gentium, 18. —
18 San
Josemaría Escrivá, o. c., n. 135. —
19 San
Ambrosio, Comentario al Salmo XII, 40, 30. —
20 Conc.
Vat. II, loc. cit., 23. —
21 Gregorio XVI,
Enc. Commissum divinitus, 15-VI-1835. —
22 San
Josemaría Escrivá, o. c., n. 134. —
23 Hech 5,
15. —
24 Cfr. Conc.
Vat. II, loc. cit., 25.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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