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lunes, 28 de agosto de 2023

Voluntad de sentido, por RAFAEL TOMÁS CALDERA


RAFAEL TOMÁS CALDERA 27 de agosto de 2023

La verdadera autoestima viene de saber que podemos realizar tareas de importancia real; el verdadero amor de sí consiste en amar siempre lo mejor y de esa manera efectuar nuestra acción más alta: amar el bien común por encima del bien privado, amar a Dios por encima del amor (cerrado) al propio yo.

Self-transcendence is the essence of existence1.

La insistencia contemporánea en el yo ha velado el verdadero modo de nuestra realización.

Ya bajo la forma de ese individualismo expresivo (Taylor) para lo cual lo importante sería mostrarse tal y como se siente la persona; ya la del victimismo donde se propugna que la sociedad en sus estructuras nos reprime y nos daña, nuestra atención e intención gira de forma constante en torno al yo. Aún más: la sociedad de consumo insiste en el tener, que es afirmación del yo, no en el ser, verdadero destino de la persona.

Con ello, se desvían nuestras tendencias radicales, lo que da lugar a expresiones constantes -hemos de examinarlo más en detalle- como ‘confianza en sí mismo’, ‘autoestima’, ‘amor de sí mismo’.

Pero la verdad más profunda acerca de nosotros mismos está en la capacidad y necesidad de transcendernos.

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En medio de la revuelta egofánica (Voegelin) de nuestro tiempo, tenemos la enseñanza de Viktor E. Frankl, que nos puede ayudar a plantear mejor el problema de nuestro existir y nuestra realización.

Eminente psiquiatra, pero también superviviente de los campos de concentración nazi, su libro más conocido (y uno del cual Karl Jaspers dijo que era de las obras importantes del siglo) es justamente El hombre en busca de sentido, donde narra su experiencia como prisionero. A esa reveladora narración, agregó luego unas “nociones básicas de logoterapia”, con una breve síntesis de su doctrina psicoterapéutica.

“Son muchas las consecuencias que derivan de esta primacía de la voluntad de sentido, entre ellas -no la menor- la comprensión que nos aporta sobre el vacío existencial de nuestra época”

Frankl afirmará entonces -avalado por su experiencia en el universo concentracionario- que la motivación principal del ser humano es la voluntad de sentido.

De hecho, en una memorable conferencia en Caracas, al concluir dijo: Soy psiquiatra y vengo de Viena. Ustedes habrían esperado que comenzara mi disertación citando a Freud. No lo hice. Pero voy a concluirla con una referencia al maestro. Freud dijo que, si se sometía a los seres humanos a una nivelación de las condiciones en las que se encontraban, reaccionarían de la misma manera. No tuvo razón. Esa experiencia se hizo: fueron los campos de concentración donde estuvimos sometidos a condiciones de supervivencia, con hambre, frío, enfermedad y malos tratos. Pues bien, en ese inmenso laboratorio se demostró que mientras algunos hombres se comportaron como felones, los capos, otros se elevaron como verdaderos héroes y santos. Porque el hombre no está determinado por las condiciones, sino que siempre es libre ante ellas, al menos en cuanto a su actitud más personal.

Son muchas las consecuencias que derivan de esta primacía de la voluntad de sentido, entre ellas -no la menor- la comprensión que nos aporta sobre el vacío existencial de nuestra época.

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Si preguntamos, sin embargo, de manera inmediata, casi ingenua, qué significa ‘voluntad de sentido’ podríamos señalar que ‘sentido’ abarca significado y valor. Tener voluntad de sentido es, luego, estar por condición nativa abiertos a su búsqueda y realización. Por lo tanto, a buscar nuestra plenitud en la verdad (sentido) y el bien (valor), esto es, en el ejercicio del conocimiento y el amor.

Dirá entonces Frankl que lo propio del ser humano -la esencia de su humano existir- es auto trascenderse (self–transcendence). A esa propiedad humana añade enseguida otra, asimismo clave: la capacidad de auto desasimiento (self-detachment).

Ambas cualidades apuntan a que “ser humano es [estar] dirigido a algo otro que uno mismo”3. Al plantear entonces la pregunta acerca de la realización del ser humano, hablará de nuestro realizar el sentido en tres dimensiones diferentes de nuestra existencia: la creación, la experiencia, el sufrimiento.

Desde luego, cualquier otra cosa que pueda afirmarse al respecto, hemos de partir de que el ser humano se realiza al actuar. Sin la acción no alcanza la plenitud personal. Incluso aquello que puede ser descrito como un “realizar el sentido en la experiencia o en el sufrimiento”, que podrían parecer situaciones pasivas, incluyen en su núcleo una acción. En un caso, la contemplación y el amor; en el otro, la adopción de una actitud, ejercicio de libertad interior.

Ahora bien, al hablar de actuar y de acción como ejercicio de transcendencia, será importante distinguir entre la intención (qué busco) y el resultado (qué obtengo). Una de las luchas constantes de Frankl tiene por objeto mostrar que cuando el resultado es objeto de intención directa, no solo no se lo alcanza, sino que se frustra la existencia del sujeto. Así ocurre con el placer, que es efecto sobrevenido de la acción bien realizada. Tomarlo como objeto principal de intención -esto es, como la verdadera meta de la acción- es arriesgarse a perderlo del todo.

De allí la importancia de la segunda característica afirmada: la capacidad de desasimiento de sí. El sujeto racional tiene la posibilidad -es uno de sus logros- de reír y de no tomarse (demasiado) en serio. Puede, pues, considerar la importancia de personas y cosas más allá de sí mismo. Sabe que no es lo más importante en el universo. Ello será esencial para la realización del sentido que nos trasciende.

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En la acción productiva -artes de lo útil o artes de lo bello-; en el trabajo, labor científica o de administración de la vida, cada persona encuentra significado y valor. Su vida tiene sentido, más en la medida en la que aquella actividad pueda absorber sus energías creadoras.

De allí lo duro en sí misma -aparte de sus consecuencias económicas- de una situación de paro. El encierro forzado, al cual fuimos sometidos con ocasión de la reciente pandemia, rompió para muchas personas su equilibrio vital al impedirles el desempeño eficaz de su capacidad creativa.

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La experiencia de lo bello y, aún más, del amor personal realiza y confirma el valor de la vida.

Esa música oída con tanta intensidad que nos hacemos la música misma, mientras la música dura (Eliot). La contemplación absorta de una puesta de sol o del amanecer. La íntima comunión con la persona amada, sobre todo, son innegables modos de realizar un sentido. El Principito dirá que el desierto es hermoso porque esconde en alguna parte una fuente y entonces algo resplandece en la arena en silencio. Pero dirá también cómo el agua buscada para calmar la sed del amigo es buena para el corazón. Porque el amor piensa primero en la persona amada.

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La experiencia universal del dolor y el sufrimiento nos plantea, sin embargo, el mayor desafío. Parece cancelar todo sentido. La enfermedad, la lejanía, la reclusión, el dolor impiden la acción creativa y parecen encerrarnos en un yo que buscaría más ser amado que amar.

Frankl resume su honda experiencia al decirnos que cuando no podemos cambiar las condiciones, aún podemos modificar nuestra actitud. Esa libertad interior es el último reducto de la persona, allí donde puede rescatar el valor de su vida y realizar un sentido que las circunstancias le niegan.

El sufrimiento permite, además, la realización del valor más alto: el sacrificio que, por amor, cambia el signo mismo de la situación que se padece.

De las múltiples anécdotas de su práctica médica, tomemos una muy significativa, que recoge al hablar del sentido del sufrimiento. En una ocasión -narra Frankl-, un viejo doctor en medicina general me consultó sobre la fuerte depresión que padecía. No podía sobreponerse a la pérdida de su esposa, muerta hacía dos años y a quien él había amado por sobre todo. ¿De qué forma podía ayudarle?, ¿qué decirle? Pues bien, me abstuve de decirle nada y en vez de ello le pregunté: ¿Qué hubiera sucedido, doctor, si usted hubiera muerto primero y su esposa le hubiera sobrevivido? ¡Oh!, dijo, ¡para ella hubiera sido terrible, habría sufrido muchísimo! A lo que le repliqué: Lo ve, doctor, usted le ha ahorrado a ella todo ese sufrimiento… No dijo nada, pero me tomó la mano y, quedamente, abandonó mi despacho. El sufrimiento deja de ser en cierto modo sufrimiento en el momento en que encuentra un sentido, como puede ser el sacrificio”4.

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Los estoicos describieron la alienación como el resultado del alejamiento del fundamento trascendente de nuestro existir. Ese alejamiento hace perder el sentido del yo, que ahora es remplazado por la imagen que podemos fabricarnos. Es un yo contraído que ha roto con Dios, a quien ignora; con la Naturaleza, que toma como material para sus proyectos; con los otros, con los cuales deberá negociar las condiciones de subsistencia en la sociedad. Consigo mismo justamente por ignorar, de modo voluntario, lo que le da el ser y el actuar.

De allí las expresiones que citábamos al inicio, cuyo sentido propio es diferente cuando la persona vive en tensión hacia el fundamento trascendente de la realidad. La verdadera confianza en sí viene entonces de saberse fundamentado en Quien vivimos, nos movemos y somos (cf. Hechos 17, 28); la verdadera autoestima viene de saber que realizamos, que podemos realizar tareas de importancia real; el verdadero amor de sí consiste en amar siempre lo mejor y de esa manera efectuar nuestra acción más alta: amar el bien común por encima del bien privado, amar a Dios por encima del amor (cerrado) al propio yo.

Este año se conmemora el cuarto centenario del nacimiento de Blas Pascal. En uno de sus pensamientos (434) dice: Apprenez que l’homme passe infiniment l’homme: sabed que el hombre supera infinitamente al hombre. San Juan Pablo II consideraba esto “la verdad más profunda sobre el hombre”5.


(1)Viktor E. Frankl, The Will to Meaning, New York, Plume, 1988, p. 32.
(2)El hombre en busca de sentido, Barcelona, Herder, 18ª edición 1996.
(3)The Will to Meaning, p. 33.
(4)Cfr. El hombre en busca de sentido, cit., p. 111
(5)Cruzando el umbral de la esperanza, Norma, 1994, cap. 17, p. 124.

RAFAEL TOMÁS CALDERA

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