José Luis Farías 19 de mayo de 2024
@fariasjoseluis
La
otra cara:
En el
corazón de la Venezuela actual, el deseo de cambio político y de un retorno a
la democracia no es simplemente una aspiración vana. Es una necesidad vital,
arraigada en el profundo sufrimiento de un pueblo sometido a la miseria, el
hambre y la represión bajo el yugo de una farsa socialista. Este régimen ha
desarraigado a un tercio de la población y ha dejado al resto luchando por
sobrevivir en un país reducido a escombros. La narrativa del discurso político
opositor, desde el extremo más radical hasta sus expresiones más moderadas, se
alimenta de una realidad pura y dura que persiste en agobiarnos en cada rincón
del país.
La
oposición venezolana ha logrado mantener vivo el agravio, ese dolor colectivo
que hace que el sacrificio de la lucha sea aceptable y sostenible. No se trata
de una pesadilla de victimización colectiva ni de un ejercicio de masoquismo
melancólico. No es una murga nutrida de sufrimiento. Es, más bien, una
narrativa que se nutre de la cruda realidad: la desesperación que se siente en
la calle, en el trabajo y en el hogar debido a la carencia de lo más básico
para vivir.
La crisis en Venezuela no es solo económica y política, es una crisis humanitaria sin precedentes en la región. Esto refleja la gravedad de la situación y subraya la necesidad urgente de un cambio.
El relato
opositor se provee de la ilusión de progreso y del sueño de regresar a un
tiempo dorado, un tiempo que aunque nunca existió, es imaginado con nostalgia y
esperanza al compararlo con el presente. Estos elementos son los nutrientes que
inmunizan la narrativa contra la imposición de la verdad oficial del régimen
dominante. No se trata solo de argumentos; se basa en historias, miles,
millones de historias de padecimientos que hacen que esta narrativa sea
eficazmente vulnerable.
La
esperanza es el motor que mantiene viva la lucha de los venezolanos. Ella nos
ayuda a resignación se apodere de la sociedad. Esta esperanza se convierte en
una herramienta poderosa, a pesar de los intentos del régimen por imponer su
versión de la verdad.
El
discurso opositor no es una simple argumentación política; es un testimonio de
la historia reciente de Venezuela, de las vivencias cotidianas de su gente. Sin
embargo, esta narrativa también tiene su lado oscuro. A veces, la obsesión con
el sufrimiento y la victimización puede volverse en contra de la racionalidad
que debería prevalecer en el momento del cambio anhelado. Este punto ha sido
subrayado por la historiadora Margarita López Maya quien advirtió: “La
oposición debe evitar caer en el juego del sufrimiento perpetuo. El cambio real
vendrá cuando la narrativa se enfoque en soluciones concretas y no solo en la
denuncia constante”.
En
definitiva, la lucha de los venezolanos por un cambio político y el retorno a
la democracia está profundamente enraizada en la realidad de sus padecimientos
diarios. Esta narrativa, cargada de esperanza y sufrimiento, se nutre de una
verdad vivida que desafía la imposición del régimen. El desafío ahora es
transformar esa narrativa en una fuerza que no solo denuncie, sino que también
construya el camino hacia la recuperación y la justicia. Como diría el propio
Vargas Llosa, en palabras llenas de convicción y lucha: “El deseo de libertad y
dignidad es el motor más poderoso que tiene el ser humano, y en Venezuela, ese
deseo está más vivo que nunca”.
Contra
ese deseo abrumador de cambio, poco o nada puede hacer el gobierno de Maduro
para impedir que se concrete. Esta verdad ineludible se cierne sobre el régimen
como una espada de Damocles, una amenaza constante que ellos conocen bien. En
su desesperación, deshojan la margarita de sus opciones, contemplando la
suspensión del proceso electoral como una salida a sus graves conflictos
internos, una táctica para ganar tiempo y encontrar un respiro. Sin embargo, el
avance de la decisión de un pueblo harto de tanto abuso es un tren que no
pueden detener.
Según
Chesterton, “la verdad es una paradoja que se mantiene en pie a pesar de las
contradicciones”. El régimen de Maduro se enfrenta a la paradoja de un poder
que, aunque aparentemente absoluto, es intrínsecamente frágil. El deseo de
cambio, esa fuerza elemental y visceral, es algo que trasciende la mera
política y se convierte en un imperativo moral. Los intentos de Maduro por
sofocar este deseo se asemejan a los esfuerzos de un hombre por detener una
avalancha con sus manos desnudas: fútiles, patéticos y, en última instancia,
reveladores de su propia debilidad.
El
régimen, consciente de su vulnerabilidad, ha explorado todas las estrategias
posibles para mantenerse en el poder. Desde la represión brutal hasta la
manipulación mediática, pasando por la compra de lealtades y la promulgación de
leyes draconianas. Pero, el autoritarismo siempre es efímera porque se basa en
el miedo, y el miedo, y por más poderoso que sea tiene vida finita, y siempre
se desmoronar bajo su propio peso.
En la
Venezuela de hoy, el miedo que Maduro intenta infundir en su pueblo se ha
convertido en un combustible para la resistencia. Cada acto de represión, cada
mentira desmentida, cada abuso documentado, añade una gota más al vaso ya
colmado de la indignación popular. La decisión de suspender las elecciones
sería vista, no como un acto de fuerza, sino como la confesión de una debilidad
insostenible. Es la paradoja del autócrata que, en su afán de mantenerse en el
poder, revela su propia impotencia.
La
lógica podría aplicarse aquí para desentrañar el enigma venezolano. Si Maduro
suspende las elecciones, demuestra que teme el veredicto de su propio pueblo.
Si permite que se celebren, enfrenta la posibilidad real de una derrota que no
puede permitirse. En ambos escenarios, el régimen pierde. La paradoja es clara:
el poder absoluto es, en esencia, una ilusión frágil, sostenida solo mientras
la gente crea en ella. Una vez que esa fe se quiebra, no hay fuerza que pueda
restaurarla.
La
historia está llena de ejemplos donde regímenes aparentemente indestructibles
se desmoronan bajo el peso de su propia arrogancia. Recordemos las palabras de
Bolívar, el Libertador, cuando advirtió que “un pueblo que ama la libertad, al
final siempre prevalece”. En Venezuela, ese deseo de libertad ha alcanzado un
punto de ebullición que no puede ser ignorado ni reprimido indefinidamente.
El
pueblo venezolano, en su lucha diaria y su resistencia persistente, encarna una
verdad: la lucha por la justicia y la libertad es siempre una batalla contra
las paradojas del poder. Maduro puede intentar suspender las elecciones, puede
deshojar la margarita de sus opciones en un intento desesperado por ganar
tiempo, pero la decisión de un pueblo decidido es un río que encuentra su cauce,
a pesar de todos los obstáculos.
En el
fondo, esta es la gran lección las paradojas del poder revelan sus límites. Y
en Venezuela, esos límites han sido alcanzados. Contra el deseo abrumador de
cambio, el gobierno de Maduro puede hacer poco o nada para impedir que se
concrete. Y en esa ineludible verdad, yace la esperanza de un futuro diferente,
uno donde el anhelo de libertad y justicia prevalezca sobre la tiranía y el
abuso. Llegó la hora. El cambio va.
José
Luis Farías
@fariasjoseluis
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