Francisco Fernández-Carvajal 03 de agosto de
2019
@hablarcondios
— Solo el Señor puede llenar nuestro corazón.
— Nuestra vida es corta y bien limitada en el tiempo:
aprovechar las cosas nobles de la tierra para ganarnos el Cielo.
— Aprovechar el tiempo de cara a Dios.
Desprendimiento.
I. Hermanos:
Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde
está Cristo a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de
la tierra1,
nos exhorta San Pablo en la Segunda lectura de la Misa. Porque
los bienes de aquí abajo duran poco y no llenan el corazón humano por muy
abundantes que sean.
Breve es la vida del hombre sobre la tierra2,
y la mayor parte de ella se pasa entre dolor y fatigas; todo se disipa como el
viento y apenas deja rastro detrás de sí3;
en el mejor de los casos se puede reunir una gran fortuna, que se dejará pronto
a otros. ¿A qué se reducen tantos esfuerzos y fatigas, si no se lleva consigo
lo que se obtiene? Vaciedad sin sentido; todo es vaciedad, nos
recuerda otra de las lecturas de la Misa4.
Frente a este vacío y a esta falta de sentido, frente
a lo inconsistente, Dios es la Roca: Venid, aclamemos al Señor, demos
vítores a la Roca que nos salva; entremos a su presencia dándole gracias...5.
Dios da sentido a la vida, al trabajo, al dolor.
Sin embargo, el corazón del hombre tiene gran
facilidad para buscar las cosas de aquí abajo sin otra dimensión trascendente,
tiende a apegarse a ellas como lo único y principal y a olvidarse de lo que
realmente importa. En el Evangelio de la Misa6,
el Señor toma motivo de una cuestión de reparto de herencias que le proponen,
para enseñarnos cuál es la verdadera realidad de las cosas a la luz del final
terreno. La consideración de la muerte, de la nuestra propia, hacia la que nos
encaminamos con rapidez, arroja mucha luz sobre el sentido de la vida y de los
bienes. Dice el Señor: Un hombre rico tuvo una gran cosecha. Y empezó a
echar cálculos: ¿Qué haré? No tengo donde almacenar la cosecha. Y se dijo: ...
derribaré los graneros y construiré otros más grandes... Y entonces me diré a
mí mismo: Hombre, tienes bienes acumulados para muchos años: túmbate, come,
bebe y date buena vida...
Nos enseña el Señor que poner el corazón, hecho para
lo eterno, en el afán de riqueza y bienestar material es una necedad, porque ni
la felicidad ni la misma vida verdaderamente humana se fundamentan en
ellos: no depende la vida del hombre de la abundancia de los bienes que
posee7. El rico labrador de la parábola revela su ideal de vida en el
diálogo que entabla consigo mismo. Se le ve seguro de sí porque tiene bienes, y
en ellos basa su estabilidad y felicidad. Vivir es, para él, como para tantas
personas, disfrutar lo más posible: hacer poco, comer, beber, darse buena vida,
disponer de bienes de repuesto para muchos años. Este es su ideal;
en él no hay ninguna referencia a Dios y tampoco a los demás. Nada que le lleve
a ver la necesidad de compartir con otros los bienes recibidos.
¿Y cómo asegurar este sentido puramente material de
sus días?: Almacenaré... Sin embargo, todo lo que no se
construya sobre Dios está edificado en falso. La seguridad que dan los bienes
materiales es frágil, y también insuficiente, porque nuestra vida no se llena
sino con Dios.
Podemos preguntarnos nosotros hoy, en nuestra oración,
en qué tenemos puesto el corazón. Sabiendo que nuestro destino definitivo es el
Cielo, tenemos que hacer positivos y concretos actos de desprendimiento de lo
que poseemos y usamos, y ver el modo de que otras personas más necesitadas
compartan lo nuestro, y ayudar con bienes y tiempo en tareas apostólicas.
II. En el diálogo
que sostiene el rico labrador consigo mismo interviene otro personaje –Dios–
que no había sido tenido en cuenta, y que con sus palabras revela que este
hombre se ha equivocado radicalmente a la hora de programar su modo de
vivir: Necio, le dice, esta noche te van a exigir la vida.
Lo que has acumulado, ¿de quién será? Todo ha sido inútil. Así
será el que amasa riquezas para sí y no es rico ante Dios.
Nuestra vida es corta y bien limitada en el
tiempo: esta misma noche han de exigirte la entrega de tu alma. Así
es de escaso el tiempo: esta misma noche, y quizá nosotros pensamos
en muchísimos años, como si nuestro paso por la tierra hubiera de durar
siempre. Nuestros días están numerados y contados; estamos en las manos de
Dios. Dentro de un tiempo –quizá no largo– nos encontraremos cara a cara con
Él.
La meditación de nuestro final terreno nos ayuda a
santificar el trabajo –redimentes tempus, recuperando el tiempo perdido12–
y nos facilita el aprovechar todas las circunstancias de esta vida para merecer
y reparar por los pecados, y para un desprendimiento efectivo de lo que tenemos
y usamos. Un día cualquiera será nuestro último día. Hoy han muerto –o morirán–
miles de personas en circunstancias diversísimas; jamás imaginaron que ya no
tendrían más días para desagraviar y para llenar un poco más su alforja de cara
a la eternidad. Unas han muerto con el corazón puesto en asuntos de poca o nula
importancia en relación a su existencia definitiva más allá de la muerte; otras
tenían la vista y el corazón quizá en las mismas cosas humanas, pero dirigidas
a Dios. Estas se encontrarán con el tesoro maravilloso que no pueden
destruir ni el orín, ni la polilla13.
III. En
el momento de la muerte, el estado del alma queda fijado para siempre. Después
no hay cambio posible: el destino que nos espera en la eternidad es
consecuencia de la actitud que hayamos tomado en nuestro paso por la
tierra: Si un árbol cae al mediodía o al norte permanece en el lugar
que ha caído14.
De aquí las advertencias frecuentes del Señor para estar siempre en vigilia15,
pues la muerte no es el término de la existencia, sino el comienzo de una nueva
vida. El cristiano no puede despreciar la existencia temporal ni
minusvalorarla, pues toda ella debe servir como preparación para su existencia
definitiva con Dios en el Cielo. Solo quien se hace rico ante Dios mediante la
santificación de lo ordinario y el buen uso de los bienes materiales, quien
acumula tesoros que Dios reconoce como tales, saca provecho cierto de estos
días terrenos. Todo lo demás es vivir de engaños: Se mueve el hombre
como un fantasma, se afana solamente por un soplo; amontona sin saber para
quién16.
Si los bienes que tenemos y utilizamos están
enderezados a la gloria de Dios, sabremos utilizarlos con desprendimiento, y no
nos quejaremos si alguna vez llegan a faltar. Su carencia –cuando el Señor lo
quiere o lo permite así– no nos quitará la alegría. Sabremos ser felices en la
abundancia y en la escasez, porque los bienes no serán nunca el objeto supremo
de la vida; y lo mucho o lo poco que poseamos sabremos compartirlo con quienes
carecen de ello: creando empleo si está en nuestras manos, ayudando a promocionar
obras de cultura y de formación, contribuyendo con generosidad al sostenimiento
de obras buenas y de la Iglesia.
La consideración de la muerte nos enseña también a
aprovechar bien los días, pues el tiempo que tenemos por delante no es muy
largo. «Este mundo, mis hijos, se nos va de las manos. No podemos perder el
tiempo, que es corto (...). Entiendo muy bien aquella exclamación que San Pablo
escribe a los de Corinto: tempus breve est!, ¡qué breve es la
duración de nuestro paso por la tierra! Estas palabras, para un cristiano
coherente, suenan en lo más íntimo de su corazón como un reproche ante la falta
de generosidad, y como una invitación constante para ser leal. Verdaderamente
es corto nuestro tiempo para amar, para dar, para desagraviar»17.
¿Y vamos a desaprovecharlo dejando que el corazón quede apegado a cuatro
baratijas de la tierra, que nada valen?
La meditación de las verdades eternas es un buen
antídoto contra el pecado y una ayuda eficaz para darle a nuestra vida su
verdadero sentido. Nos facilita el cuidar con esmero el trabajo de cada día, la
convivencia con los demás, los deberes de caridad, especialmente con los más
necesitados, pues esta será nuestra principal credencial ante Dios.
1 Segunda
lectura. Col 3, 1-5; 9-11. —
2 Sab 2,
1. —
3 Sal 89,
10. —
4 Ecl 1,
2. —
5 Salmo
responsorial. Sal 94. —
6 Lc 12,
13-21. —
7 Lc 12,
15. —
8 Heb 13,
14. —
9 Mt 25,
43. —
10 Mt 24,
27. —
11 San
Juan Crisóstomo, Homilía sobre Lázaro, 2, 3. —
12 Ef 5,
16. —
13 Mt 6,
20. —
14 Ecl 11,
3. —
15 Cfr. Mt 24,
42-44; Mc 13, 32-37. —
16 Sal 39,
7. —
17 San
Josemaría Escrivá, Hoja informativa sobre el proceso
de beatificación de este Siervo de Dios, n. 1. p. 4.
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