Francisco Fernández-Carvajal 07 de agosto de
2019
@hablarcondios
— Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo: confesar
así la divinidad de Jesucristo.
— Cristo, perfecto Dios, perfecto Hombre.
— Cristo: Camino, Verdad y Vida.
I. Se encuentra
Jesús en Cesarea de Filipo, al Norte, en los confines del territorio judío,
entre una población pagana en su mayoría. Allí preguntó a sus discípulos con
toda confianza: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?1.
Los Apóstoles se hacen eco de las opiniones que existían en torno a Jesús; le
contestaron: Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros que
Jeremías o alguno de los profetas... Muchos de los que le oyen tienen
un concepto alto de Jesús, pero no saben quién es en realidad. El Maestro se
volvió a ellos y ahora, con tono amable, les pregunta: Y vosotros,
¿quién decís que soy yo? Parece exigir a los suyos, a quienes le
siguen muy de cerca, una confesión de fe clara y sin paliativos; ellos no deben
limitarse a seguir una opinión pública superficial y cambiante: deben conocer y
proclamar a Aquel por quien lo han dejado todo para vivir una vida nueva.
Pedro contestó categóricamente: Tú eres el
Cristo, el Hijo de Dios vivo. Es una afirmación clara de su divinidad, como
lo confirman las palabras siguientes de Jesús: Bienaventurado eres,
Simón hijo de Juan, porque no te ha revelado eso ni la carne ni la sangre, sino
mi Padre que está en los Cielos. Pedro debió de sentirse profundamente
conmovido por las palabras del Maestro.
También hay ahora opiniones discordantes y erróneas en
torno a Jesús, existe una gran ignorancia sobre su Persona y su misión. A pesar
de veinte siglos de predicación y de apostolado de la Santa Iglesia, muchas
mentes no han descubierto la verdadera identidad de Jesús, que vive en medio de
nosotros y nos pregunta: Vosotros, ¿quién decís que soy yo? Nosotros,
ayudados por la gracia de Dios, que nunca falta, hemos de proclamar con
firmeza, con la firmeza sobrenatural de la fe: Tú eres, Señor, mi Dios y mi
Rey, perfecto Dios y Hombre perfecto, «centro del cosmos y de la historia»2,
centro de mi vida y razón de ser de todas mis obras.
En los duros momentos de la Pasión, cuando está a
punto de culminar su misión en la tierra, el Sumo Sacerdote preguntará a
Jesús: ¿Eres tú el Mesías, el Hijo del Bendito? Y Jesús
declarará: Yo soy, y veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del
Padre, y venir sobre las nubes del cielo3.
En esta respuesta, no solo da testimonio de ser el Mesías esperado, sino que
aclara la trascendencia divina de su mesianismo, al aplicarse a Sí mismo la
profecía del Hijo del Hombre del Profeta Daniel4.
El Señor utiliza para aquellos oyentes las palabras más fuertes de todas las
expresiones bíblicas para declarar la divinidad de su Persona. Entonces le
condenaron por blasfemo.
Solo la claridad de la fe sobrenatural nos hace
conocer que Jesucristo es infinitamente superior a toda criatura: es el «Hijo
único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos: Dios de Dios, luz de
luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma
naturaleza del Padre, por quien todo fue hecho; que por nosotros, los hombres,
y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se
encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre...»5.
Salió del Padre6, pero sigue estando en plena comunión con Él, pues tiene
idéntica naturaleza divina. Junto con el Padre, será Quien envíe al Espíritu
Santo7, el cual tomará de lo que Él guarda, pues tiene y posee como
propio cuanto es del Padre8.
Se presenta como supremo Legislador: Antes fue
dicho a los antiguos... Pero Yo ahora os digo9.
En la Antigua Ley se decía: Así habla Yahvé, pero Jesús no
transmite ni promulga en nombre de nadie: Yo os digo... En su
propio nombre imparte una enseñanza divina y señala unos preceptos que afectan
a lo más esencial del hombre. Ejerce el poder de perdonar los pecados,
cualquier pecado10,
poder que, como todo judío sabe, es propio y exclusivo de Dios. Y no solo
absuelve personalmente, sino que da el poder de las llaves, el poder de regir y
de perdonar, a Pedro y a los Doce Apóstoles, y a sus sucesores11.
Promete sentarse al fin del mundo como único juez de vivos y muertos12.
Nadie se arrogó nunca tales atribuciones.
Jesús exigió –exige– a sus discípulos una fe
inquebrantable en su Persona, hasta tomar la cruz sobre sus espaldas: el
que no toma su cruz y me sigue, no es digno de Mí13; lo
que pide para su Padre celestial lo exige también para sí mismo: una fe sin
fisuras, un amor sin medida14.
Nosotros, que queremos seguirle muy de cerca, cuando
estamos delante del Sagrario le decimos también, como Pedro: Señor, Tú
eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Verdaderamente, «el que halla a
Jesús, halla un tesoro bueno, y de verdad bueno sobre todo bien. Y el que
pierde a Jesús pierde muy mucho y más que todo el mundo. Paupérrimo el que vive
sin Jesús y riquísimo el que está con Jesús»15.
No le dejemos jamás nosotros; afiancemos nuestro amor con muchos actos de fe,
con la valentía de dar a conocer en cualquier ambiente nuestra fe y nuestro
amor a Cristo vivo.
II. Al cabo de tanto
tiempo, Jesús sigue siendo para muchos, que aún no tienen el don sobrenatural
de la fe o viven apoltronados en la tibieza, una figura desdibujada,
inconcreta. Como respondieron los Apóstoles a Jesús aquel día en Cesarea de
Filipo, también nosotros podíamos decirle: unos dicen que fuiste un hombre de
grandes ideales, otros... Verdaderamente, siguen siendo actuales las palabras
del Bautista: En medio de vosotros está uno a quien no conocéis16.
Solo el don divino de la fe nos hace proclamar a una
con el Magisterio de la Iglesia: «Creemos en Nuestro Señor Jesucristo, que es
el Hijo de Dios. Él es el Verbo eterno, nacido del Padre antes de todos los
siglos y consustancial al Padre...»17.
Creemos que en Jesucristo existen dos naturalezas: una divina y otra humana,
distintas e inseparables, y una única Persona, la Segunda de la Trinidad
Beatísima, que es increada y eterna, que se encarnó por obra del Espíritu Santo
en el seno purísimo de María. Nace en la mayor indigencia, aclamado por ángeles
del Cielo; padece hambre y sed; se cansa y tiene que recostarse en ocasiones
sobre una piedra o sobre el brocal de un pozo; se queda dormido mientras navega
con aquellos pescadores, ¡tan rendido se encuentra!; llora junto al sepulcro de
su amigo Lázaro; tiene miedo y pavor a la muerte antes de padecer los ultrajes
de la crucifixión.
Jesús es también Hombre perfecto. Y esta Humanidad
Santísima de Jesús, igual a la nuestra en todo menos en el pecado, se nos ha
hecho camino hacia el Padre. Él vive hoy –¿por qué buscáis al que vive entre
los muertos?18– y sigue siendo el mismo. «Iesus Christus heri, et
hodie, ipse et in saecula (Hebr 13, 8). ¡Cuánto me gusta
recordarlo!: Jesucristo, el mismo que fue ayer para los Apóstoles y las gentes
que le buscaban, vive hoy para nosotros, y vivirá por los siglos. Somos los
hombres los que a veces no alcanzamos a descubrir su rostro, perennemente
actual, porque miramos con ojos cansados o turbios»19;
con una mirada poco penetrante porque nos falta amor.
III. La
vida cristiana consiste en amar a Cristo, en imitarle, en servirle... Y el
corazón tiene un lugar importante en este seguimiento. De tal manera es así que
cuando por tibieza o por una oculta soberbia se descuida la piedad, el trato de
amistad con Jesús, es imposible ir adelante. Seguir a Cristo de cerca es ser
sus amigos. Y esa unión amistosa conduce a poner en práctica hasta el menor de
sus preceptos; es un amor con obras. San Agustín, después de tantos intentos
vanos por seguir al Señor, nos cuenta su experiencia: «andaba buscando la
fuerza idónea para gozar de Vos y no la hallaba, hasta que hube abrazado al
Mediador entre Dios y los hombres: el Hombre Cristo Jesús, que es sobre todas
las cosas bendito por los siglos, que nos llama y nos dice: Yo soy el
Camino, la Verdad y la Vida (Jn 14, 6)»20.
¡Amar al Hombre Cristo Jesús!
Jesucristo es el único Camino. Nadie puede
ir al Padre sino por Él21.
Solo por Él, con Él y en Él podremos alcanzar nuestro destino sobrenatural. La
Iglesia nos lo recuerda todos los días en la Santa Misa: Por Cristo,
con Él y en Él, a Ti, Dios Padre Omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo,
todo honor y toda gloria... Únicamente a través de Cristo, su Hijo muy
amado, acepta el Padre nuestro amor y nuestro homenaje.
Cristo es también la Verdad. La verdad
absoluta y total, Sabiduría increada, que se nos revela en su Humanidad
Santísima. Sin Cristo, nuestra vida es una gran mentira.
Narra el Antiguo Testamento que Moisés, por mandato de
Dios, levantó su mano y golpeó por dos veces la roca, y brotó agua tan
abundante que bebió todo aquel pueblo sediento22.
Aquel agua era figura de la Vida que sale a torrentes de Cristo y que saltará
hasta la vida eterna23.
Y es nuestra Vida: porque nos mereció la gracia, vida sobrenatural
del alma; porque esa vida brota de Él, de modo especial en los sacramentos; y
porque nos la comunica a nosotros. Toda la gracia que poseemos, la de toda la
humanidad caída y reparada, es gracia de Dios a través de Cristo. Esta gracia
se nos comunica a nosotros de muchas maneras; pero el manantial es único: el
mismo Cristo, su Humanidad Santísima unida a la Persona del Verbo, la Segunda
Persona de la Santísima Trinidad.
Cuando el Señor nos pregunte en la intimidad de
nuestro corazón: «y tú, ¿quién dices que soy Yo?», que sepamos responderle con
la fe de Pedro: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo, el Camino, la
Verdad y la Vida... Aquel sin el cual mi vida está completamente
perdida.
1 Mt 16,
13-23. —
2 Juan
Pablo II, Enc. Redemptor hominis, 4-III-1979, 1. —
3 Mc 14,
61-62. —
4 Cfr. Dan 7,
13-14. —
5 Misal
Romano, Credo niceno-constantinopolitano. —
6 Cfr. Jn 8,
42. —
7 Cfr. Jn 15,
26. —
8 Cfr. Jn 16,
11-15. —
9 Mt 5,
21-48. —
10 Cfr. Mt 11,
28. —
11 Cfr. Mt 18,
18. —
12 Cfr.
Mc 15, 62. —
13 Mt 18,
32. —
14 Cfr. K.
Adams, Jesucristo, p. 171. —
15 T.
Kempis, Imitación de Cristo, II, 8, 2. —
16 Jn 1,
26. —
17 Pablo
VI, Credo del Pueblo de Dios, 30-VI-1968. —
18 Cfr. Lc 24,
5. —
19 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 127. —
20 San
Agustín, Confesiones, 7, 18. —
21 Cfr. Jn 14,
6. —
22 Cfr. Primera
lectura. Año I. Num 20, 1-13. —
23 Cfr. Jn 4,
14; 7, 38.
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