lunes, 21 de noviembre de 2011

Se puede confiar en los controles de precios



Por Angel Alayón 11 de Agosto, 2011



La entrevista es en las afueras de un mercado popular. Le preguntan a una señora de mediana edad y rostro serio si pudo comprar todo lo que buscaba. “No conseguí aceite —responde— y los precios están por las nubes. Yo trabajo y trabajo, pero cada vez puedo comprar menos. No sé qué va a hacer el gobierno”. La respuesta de la entrevistada es un diagnóstico: escasez, deterioro de la capacidad de compra del salario, preocupación por el creciente costo de la vida y reclamo de acciones al gobierno ante el problema de los precios. El Gobierno respondió con una ley, la Ley de Costos y Precios Justos.

O inventamos o erramos


Cuando Jesús de Nazareth fue crucificado, los controles de precios tenían ya más de dos mil años de historia, pero quizás nos convenga aterrizar de una vez en el siglo XX. Todas las economías socialistas clásicas del siglo pasado establecieron controles de precios para todos los bienes y servicios de sus economías. En la Unión Soviética, China, Corea del Norte y los países del Este europeo nadie podía fijar precios libremente pues la determinación de los precios era potestad exclusiva del Estado. Los controles de precios eran consecuencia de uno de los elementos centrales de la doctrina socialista clásica: la planificación centralizada de la economía.

En las economías socialistas clásicas las oficinas de planificación determinaban qué, cuánto y cómo producir y a qué precio vender. Los resultados fueron desastrosos y en algunos casos catastróficos. Los niveles de producción y productividad de las economías socialistas clásicas fueron consistentemente inferiores a sus pares de economías no socialistas y, peor aún, insuficientes para satisfacer las necesidades y preferencias de su población.

No sólo los socialistas utilizaron controles de precios generalizados durante el siglo XX. Adolf Hitler y Benito Mussolini regularon los precios con fines de control político. Incluso, el intento de controlar los precios como medida para atacar la inflación —y no por razones ideológicas— apareció en un lugar inesperado y con actores inverosímiles: el republicano Richard Nixon estableció un control de precios general en Estados Unidos entre 1971 y 1973. El resultado no fue diferente al de las economías socialistas: escasez. Existen muchos otros casos, pero no necesitamos ser exhaustivos.


El siglo XX venezolano es también pródigo en ejemplos. Desde 1958, Rómulo Betancourt, Raúl Leoni, Rafael Caldera, Carlos Andrés Pérez, Jaime Lusinchi y Luis Herrera Campins establecieron controles de precios en amplios sectores de la economía. Todos fracasaron. Ya en el siglo XXI, en el año 2003, Hugo Chávez estableció un control de precios para 103 rubros de la canasta básica. Los resultados no han sido distintos a los controles del siglo XX y de otros países: escasez.

Las ideas detrás de La Ley de Costos y Precios Justos


La Ley de Costos y Precios Justos establece como ilegal las “ganancias excesivas”. La presunción es que el encarecimiento de los bienes y servicios en Venezuela es consecuencia de que productores y comerciantes fijan precios “desproporcionados” en relación con los verdaderos costos de producción y comercialización de los bienes y servicios. En consecuencia, las ganancias son “excesivas”. Esos productores y comerciantes son capitalistas, en el sentido despectivo original del término. Es decir, son seres que sólo pretenden acumular capital porque los aqueja un defecto moral: sufren de pleonexia. Sólo los mueve el apetito insaciable de poseer bienes materiales. Son los malos de la película.

No hay que desestimar el poder de esta narrativa, pues encuentra sus bases en dos poderosas columnas del pensamiento occidental. Un hombre virtuoso en la antigua Grecia era un hombre que se dedicaba al bienestar de la ciudad y a su defensa militar. Los hombres que se dedicaban a “hacer dinero” eran inferiores. Aristóteles consideraba “riesgoso moralmente” dedicarse a perseguir riquezas a través de la actividad comercial. Por otra parte, el pensamiento cristiano llega a condenar eternamente la riqueza y la actividad comercial. En la Biblia, la riqueza es “injusta” pues parte de una concepción del mundo en la que la riqueza no puede crearse, sino que es fija, estática. La economía bíblica es un juego suma-cero. “Si alguien no pierde, no hay nadie quien gane” dijo San Agustín. El rico es rico porque les quita la riqueza a los demás. Por eso es que los camellos van al cielo primero que los ricos.

Carlos Marx se apropió de algunos de estos conceptos. Como dice Jerry Muller, Marx renombró y redefinió la estigmatización cristiana del “hacer dinero” y creó un nuevo lenguaje para ello. Marx sostenía que los únicos que podían obtener ganancias del mercado eran los dueños del capital, la burguesía. Mientras que los trabajadores —el proletariado— eran explotados por los dueños del capital y nada tenían que ganar del mercado. Los burgueses eran “vampiros”, una clase moribunda que vivía de extraerles la sangre a los vivos, a los trabajadores. Para Marx, toda acumulación de capital es injusta pues proviene de la explotación de la única fuente de valor: el trabajo.


El valor de un bien debe corresponderse con el valor del trabajo humano que se ha necesitado para producirlo, decía Marx al esbozar su Teoría del Valor-Trabajo. Las ganancias son, principalmente, la diferencia entre el precio al que vende el capitalista y lo que éste le paga a los trabajadores involucrados en la producción del bien. Y esa diferencia es, bajo el pensamiento de Marx, la plusvalía: medida (y prueba) de la explotación de los trabajadores.

La Ley de Costos y Precios Justos va contra los chicos malos de la película, contra los burgueses, dueños del capital. Así, en el primer párrafo de la exposición de motivos, explica:
“Los abusos flagrantes de poder monopólico en muchos sectores de la economía han originado que la base de acumulación de capital se materialice en elevados márgenes de ganancias que implica el alza constante de precios sin ninguna razón más que la explotación directa e indirecta del pueblo.”


En éste párrafo de la exposición de motivos de la Ley, el Gobierno le dice a la Señora entrevistada: “Tranquila, ya hemos identificado a los malos. Ya sabemos quiénes son los que causan la inflación, y con esta Ley resolvemos el problema”. La Señora va al mercado y observa que los precios suben constantemente. El Banco Central de Venezuela le da la razón: vivimos en una economía inflacionaria. ¿Cuál es el supuesto de la Ley? Qué el incremento constante de los precios de los bienes y servicios de la economía es una consecuencia de los empresarios explotadores que incrementan constantemente los precios para aumentar sus márgenes de ganancias. La Ley iguala el incremento de precio al incremento de las ganancias de los empresarios y comerciantes explotadores (enfermos de pleonexia).

Insisto: detrás de la ley hay una poderosa narrativa, un discurso con una audiencia predispuesta y las bases para un guión de acción y actuación hacia el futuro. Los filósofos griegos ya no son los mismos, la teología cristiana cambió y ajustó conceptos económicos y la Teoría del Valor-Trabajo de Marx siempre ha sido su talón de Aquiles, pero eso no evita que la historia que nos cuentan de buenos y malos, de vampiros y víctimas y de hombres superiores moralmente que luchan contra aquellos que sufren de pleonexia no sea música para los oídos de muchos. Si los precios suben —y eso es impopular—, mejor que la culpa sea de otros. Para que un gobierno sea visto como bueno, los malos no deben estar muy lejos.

Lo que ni Cristo ni Marx vieron


La Ley de Costos y Precios Justos le otorga a la Superintendencia de Costos y Precios la potestad de determinar y fijar el “precio justo”. Para ello, las empresas están obligadas a suministrar la estructura de costos de producción de los bienes y servicios. La Superintendencia estudia los costos y determina cuál es el “precio justo” del bien y así evitar que se produzcan “ganancias excesivas”. Pronto en la economía habría solo “precios justos” y la inflación estaría bajo control, pues ya nadie podría incrementar sus precios para aumentar sus ganancias. Pero lamentablemente, ésa no es la película que veremos, pues el análisis de la Ley parte de una errada e inadecuada concepción de cómo se forman los precios y —más importante aún— cuál es su función económica.

Sabemos que, desde el punto de vista del consumidor, el precio de un bien o servicio es la cantidad de dinero que tenemos que entregar para adquirir un bien. Pero el precio, en realidad, es mucho más que eso. El precio de un bien o servicio es información. El sistema de precios es un sistema descentralizado de señales que informa a los actores económicos sobre la escasez relativa de los bienes en la economía. Cuando la demanda de un bien se incrementa, el precio aumenta y eso informa a los actores que ese bien es ahora más valioso para la sociedad. En consecuencia, otros productores decidirán asignar sus recursos productivos hacia el bien o sector encarecido, logrando incrementar la oferta de ese bien. Ese incremento de oferta, por cierto, hace retroceder los precios previamente encarecidos. Los cambios en los precios relativos se comportan como un semáforo que indica hacia dónde deben dirigirse los recursos escasos en la economía. Estoy simplificando, ciertamente, pero quiero llamar la atención sobre el hecho de que los precios contienen información valiosa para que miles de consumidores y productores decidan qué hacer con sus recursos cada día. Es un sistema dinámico y complejo. Noten que en todo el párrafo no hemos hablado de costos. La demanda o la oferta de un producto —y, en consecuencia, su precio— pueden modificarse sin que los costos de producción se vean alterados. La estructura de costos no es el determinante de los precios. Y, precisamente, la Ley de Costos y Precios Justos pretende fijar los precios a partir de los costos.

El control de precios anula el sistema de precios como mecanismo de información, por lo que la asignación de recursos de la economía sufre, en el mejor de los casos, una distorsión que lo inutiliza. Los agentes económicos pierden su mejor fuente de información. La satisfacción de las necesidades, gustos y preferencias de los consumidores requiere de un sistema económico que se adapte rápidamente a los cambios en la oferta y la demanda. Sin precios formados libremente, la información pasa a ser ruido. Y el ruido no es bueno para tomar decisiones de inversión. Cuando hay controles de precios, hay menos inversión. Y eso, coincidiremos, no es bueno.

No son las ganancias, sino su origen

Ya dijimos que la estructura de costos no es, en realidad, un determinante de los precios. Pero la relación entre precios y costos si es relevante para varias decisiones económicas importantes en una sociedad: cuándo abrir una operación de producción, cuándo aumentar o disminuir la producción, y cuándo dejar de producir. Un emprendedor que dispone de capital tiene como opción —quizá la menos rentable, aunque no la más riesgosa— depositar su dinero en un banco para obtener intereses.


Cuando decide invertir —es decir: cuando decide arriesgar su capital en la producción de un bien y servicio, pues nada le asegura un retorno a su inversión— lo hace con una expectativa de ganancia, ajustada por el riesgo que asume, que sea mejor a la que obtendría en el caso de continuar viendo televisión y cobrar los intereses al banco. Los empresarios invierten con la expectativa de generar una ganancia, un retorno sobre el capital arriesgado. Algunos los logran y perduran. Otros no y quiebran. No hay garantías. Revisan sus costos, saben el precio y deciden invertir. Siempre le irá mejor a aquel empresario que satisfaga mejor las necesidades y preferencias que los demás. La ganancia, entonces, tiene un claro beneficio social, pues es el motor que levanta del sofá al potencial empresario y lo estimula a arriesgar su capital para producir y satisfacer las necesidades, gustos y preferencias de los de los consumidores.

En una economía pueden producirse ganancias extraordinarias cuando, por ejemplo, un emprendedor innova, bien sea creando un producto o mejorando sus métodos de producción. En esos casos, el esfuerzo se ve reflejado en las ganancias extraordinarias. La innovación y sus ganancias extraordinarias son el motor del cambio tecnológico y sus consecuentes incrementos en la productividad: el trasfondo del crecimiento económico. En otras palabras, las ganancias extraordinarias derivadas de la innovación causan crecimiento económico. Pero basta que una empresa empiece a generar ganancias extraordinarias para que el sistema de señales del mercado se active y comience un proceso de competencia (e incluso de imitación) que eventualmente hará que las ganancias dejen de ser extraordinarias. No sólo las ganancias tienen una función social: la posibilidad de obtener ganancias extraordinarias son claves para motivar la innovación y la productividad.


Pero también hay ganancias extraordinarias que son producto de acciones ilegales y que deben ser —son— prohibidas y castigadas. Empresas que se cartelizan (restringen la oferta) para vender con precios superiores a los que venderían bajo cualquier otra circunstancia o empresas que cometen prácticas de competencia desleal para afectar la capacidad operativa o la reputación de otras empresas, pudieran —en el caso de ser exitosas en sus malas artes— obtener ganancias extraordinarias. Esta clase de ganancias no tienen ningún beneficio social y deben ser perseguidas.


También se justifica la regulación en el caso de las ganancias que provienen de situaciones en las que por razones económicas y tecnológicas conviene que el bien o servicio lo preste una sola empresa: los llamados “monopolios naturales”, algo que cada vez es menos común, debido a los avances tecnológicos. Otra fuente de ganancias extraordinarias son las políticas públicas: cuando leyes y regulaciones limitan la competencia en un sector, se producen condiciones para que las empresas obtengan ganancias extraordinarias. No pocas veces empresas “capturan” al regulador y logran beneficios relacionados con la acción del Estado para proteger a algunas empresas de la competencia. Este tipo de ganancia, por supuesto, tampoco genera ningún tipo de beneficio social.
La Ley establece que si se desea introducir un nuevo producto al mercado debe solicitarse autorización para la fijación de precios. En conescuencia, la Ley inevitablemente afecta y desestimula los procesos de innovación necesarios para el crecimiento económico y para el aumento de la productividad y competencia, elementos esenciales para mantener los precios lo más bajos posible, algo que uno entendería como objetivo compartido en nuestra sociedad. El bienestar de la Señora entrevistada requiere de políticas públicas que impidan ganacias extraordinarias cuya fuente sea ilegítima e improductiva, no políticas que desactive motores necesarios para el aumento de la productividad y la reducción de los precios: la innovación y la competencia.

Sospechosos habituales


La larga historia de controles de precios se resume en una palabra: escasez. Los precios tienden a fijarse por debajo de lo que establece el mercado. A ese precio (el regulado) los productores pueden producir menos bienes, pero también la gente está a dispuesta a comprar más, pues el precio es menor, por lo que se abre la brecha entre lo producido y lo demandado. Este proceso puede tardar días, meses o incluso años, pero es inevitable, a menos que el regulador fije el precio al mismo nivel que el precio del mercado, pero para hacerlo no se necesitaría control de precio. Para muestra, un sector: los alimentos. El Gobierno Nacional decidió controlar los precios desde febrero de 2003. A partir de esa fecha, el nivel de escasez medido por el Banco Central de Venezuela ha sido siempre superior al considerado normal para una economía. En la actualidad, el nivel de escasez es superior al diez por ciento, un poco más que el doble del nivel considerado adecuado para cualquier economía (cinco por ciento). Un resultado paralelo a la escasez ha sido el encarecimiento relativo de los alimentos con respecto el resto de los bienes y servicios de la economía. Los controles de precios y sus consecuencias: alimentos escasos y caros.

La Ley ofrece detener la inflación por medio del control de precios. Ésa es una oferta equivalente a que un médico ofrezca detener una fiebre haciendo que el termómetro no tenga como alcanzar una marca por encima de los treinta y siete grados centígrados. En la narrativa de la inflación hay malos, pero no son los que identifican la Ley. Un detective diría: “Aquí hay más de un sospechoso” y seguro interrogaría a la Señora Monetaria, a la Señora Cambiaria y a la Señora Fiscal (la de la política fiscal). No hay esperanzas de resolver un problema si no se atacan sus causas.


Hablando de otra señora, la entrevistada, debo concederle la razón: hay que hacer algo con el tema de la inflación, pero le sugiero que no se ilusione con la Ley de Costos y Precios Justos. Que algo suene bien, no quiere decir que sea bueno. La Ley de Control de Precios no podrá tener otro resultado sino la escasez y el encarecimiento de los bienes y servicios regulados. William Faulkner decía que se puede confiar en las malas personas, pues no cambian nunca. También se puede confiar en los controles de precios: siempre producen, lamentablemente, los mismos resultados.
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Referencias bibliográficas:
Forty centuries of wage and price control
The mind and the market, by Jerry Muller
The use of knowledge in society, by Friedrich Hayek
Los controles de precios: buenas intenciones, trágicos resultados. Vladimir Chelminski (Editorial Panapo)

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