Francisco Fernández-Carvajal 15 de marzo de
2020
@hablarcondios
— Fe y correspondencia
a la gracia. Purificar nuestra alma para ver a Jesús.
— La curación de
Naamán. Docilidad y humildad.
— Docilidad en la
dirección espiritual.
I. Mi
alma se consume y anhela los atrios del Señor, mi corazón salta de gozo por el
Dios vivo, leemos en la Antífona de entrada
de la Misa1. Y para penetrar en la morada de Dios es necesario tener un
alma limpia y humilde; para ver a Jesús hacen falta buenas disposiciones. Nos
lo muestra, una vez más, el Evangelio de la Misa.
El Señor, después de un tiempo de predicación por las
aldeas y ciudades de Galilea, vuelve a Nazaret, donde se había criado.
Allí todos le conocen: es el hijo de José y de María. El sábado asistió a la
sinagoga, según era su costumbre2.
Jesús se levantó para la lectura del texto sagrado, y escogió
un pasaje mesiánico del profeta Isaías. San Lucas recoge la extraordinaria
expectación que había en el ambiente: enrollando el libro se lo
devolvió al ministro, y se sentó; todos en la sinagoga tenían los ojos fijos en
él. Habían oído maravillas del hijo de María y esperaban
ver cosas más extraordinarias en Nazaret.
Sin embargo, aunque al principio todos daban
testimonio a favor de Él, y se admiraban de las palabras de gracia que
procedían de sus labios3,
no tienen fe. Jesús les explica que los planes de Dios no se fundan en razones
de patria o de parentesco: no basta con haber convivido con Él. Es necesaria
una fe grande.
Utiliza algunos ejemplos del Antiguo Testamento: Muchos
leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, y ninguno de ellos fue
curado, sino Naamán, el sirio. Se conceden las gracias del Cielo, sin
limitaciones por parte de Dios, sin tener en cuenta la raza –Naamán no
pertenecía al pueblo judío–, la edad o la posición social. Pero Jesús no
encontró buenas disposiciones en los oyentes, en la tierra donde se había
criado, y por esto no hizo allí ningún milagro. Aquellas gentes solo vieron en
Él al hijo de José, el que les hacía las mesas y les arreglaba las
puertas. ¿No es este el hijo de José?, se preguntaban4.
No supieron ver más allá. No descubrieron al Mesías que les visitaba.
Nosotros, para contemplar al Señor, también debemos
purificar nuestra alma. «Ese Cristo, que tú ves, no es Jesús. —Será, en todo
caso, la triste imagen que pueden formar tus ojos turbios... —Purifícate.
Clarifica tu mirada con la humildad y la penitencia. Luego... no te faltarán
las limpias luces del Amor. Y tendrás una visión perfecta. Tu imagen será
realmente la suya: ¡Él!»5.
La Cuaresma es buena ocasión para intensificar nuestro
amor con obras de penitencia que disponen el alma a recibir las luces de Dios.
II. En la Primera
lectura de la Misa se nos narra la curación de Naamán, general del ejército del
rey de Siria6, al que hace referencia el Señor en el Evangelio. Este enfermo
de lepra oyó decir a una esclava hebrea que en Israel vivía un Profeta con
poder para curarle de su mal. Y después de un largo viaje llegó Naamán
con sus caballos y sus carros, y se paró ante Eliseo. Y el profeta le mandó un
mensajero diciendo: ve, y lávate siete veces en el Jordán y tu carne recobrará
la salud y quedarás limpio.
Pero Naamán no entendió estos caminos de Dios, tan
distintos de los que él había imaginado. Yo creía -dice- que
saldría a mí, y puesto en pie invocaría el nombre de Yahvé, su Dios, y tocaría
con su mano el lugar de la lepra y me curaría. Pues qué, ¿no son mejores el
Abana y el Farfar, ríos de Damasco, que todas las aguas de Israel, para lavarme
en ellas y limpiarme?
El general sirio quería curarse y había recorrido un
largo camino para esto, pero llevaba su propia solución sobre el modo de ser
curado. Y cuando ya regresaba, dando como inútil el viaje, sus servidores le
decían: aunque el profeta te hubiese mandado una cosa difícil debieras
hacerla. Cuanto más habiéndote dicho lávate y serás limpio.
Naamán reflexionó sobre las palabras de sus
acompañantes y volvió con humildad a cumplir lo que le había dicho el Profeta
Eliseo. Marchó, pues, y se lavó siete veces en el Jordán, conforme a
las palabras del varón de Dios, y su carne se volvió como la de un niño, y
quedó limpio. Recibió con humildad y docilidad un buen consejo que
humanamente podía parecer inútil y quedó curado. Sus disposiciones interiores
hicieron eficaz la oración de Eliseo.
También nosotros andamos con frecuencia enfermos del
alma, con errores y defectos que no acabamos de arrancar. El Señor espera que
seamos humildes y dóciles a las indicaciones y consejos de aquellas personas
que Dios ha puesto para ayudarnos a buscar la santidad en medio de nuestro
trabajo y en nuestra familia. No tengamos soluciones propias cuando el Señor
nos indica otras, quizá contrarias a nuestros gustos y deseos. En lo que se
refiere al alma, no somos buenos consejeros de nosotros mismos, ni buenos
médicos. De ordinario, el Señor se vale de otras personas. «También a San Pablo
le llamó Cristo por sí mismo y le habló. Mas, pudiendo revelarle en el acto el
camino de la santidad, prefirió encaminarlo a Ananías y le ordenó que
aprendiera de sus labios la verdad: levántate y entra en la ciudad, y se te
dirá lo que has de hacer»7.
San Pablo se dejará guiar. Su fuerte personalidad, manifestada de tantos modos
y en tantas ocasiones, le sirve ahora para ser dócil. Primero sus compañeros de
viaje le llevaron a Damasco; luego Ananías le devolverá la vista y será ya un
hombre útil para pelear las batallas del Señor.
En la dirección espiritual el alma se dispone para
encontrar al Señor y reconocerle en lo ordinario.
III. La
fe en los medios que el Señor nos da, obra milagros. En una ocasión el Señor
pidió a un hombre que hiciera algo de lo que tenía sobrada experiencia que no
podía realizar: extender una mano «seca», sin movimiento. Y la docilidad,
muestra de una fe operativa, hizo posible el milagro: la extendió y
quedó tan sana como la otra8.
A nosotros nos pedirán a veces cosas de las que nos sentimos incapaces, pero
que serán posibles si dejamos que la gracia de Dios actúe en nosotros. Gracia
que, con gran frecuencia, nos llegará como consecuencia de la docilidad en la
dirección espiritual.
A nosotros nos pide el Señor no tener solo un apoyo
humano, que nos llevaría al pesimismo, sino una confianza sobrenatural. Nos
pide ser sobrenaturalmente realistas, que es contar con Él,
sabiendo que Jesucristo sigue actuando en nuestra vida.
Diez hombres encuentran su curación porque son
dóciles. Jesucristo solo les dice9:
—Id, mostraos a los sacerdotes. Y mientras iban, quedaron curados.
En otra ocasión, el Señor se compadeció de un mendigo
ciego de nacimiento10 y,
nos dice San Juan, Jesús escupió en tierra e hizo lodo con la saliva, y
con este barro le untó sus ojos y le dijo: ve, lávate en la piscina de Siloé.
El mendigo no lo dudó un instante. Fue, pues, y se lavó allí, y volvió
con vista.
«¡Qué ejemplo de fe segura nos ofrece este ciego! Una
fe viva, operativa (...). ¿Qué poder encerraba el agua, para que al humedecer
los ojos fueran curados? Hubiera sido más apropiado un misterioso colirio, una
preciosa medicina preparada en el laboratorio de un sabio alquimista. Pero
aquel hombre cree; pone por obra el mandato de Dios, y vuelve con los ojos
llenos de claridad»11.
La ceguera, los defectos, las flaquezas son males que
tienen remedio. Nosotros no podemos nada, pero Jesucristo es omnipotente. El
agua de aquella piscina siguió siendo agua, y el barro, barro. Pero el ciego
recuperó la vista, y después, además, una fe más viva en el Señor. Y así,
tantas veces a lo largo del Evangelio, se nos muestra la fe de los que tratan a
Jesús. Sin docilidad la dirección espiritual quedaría sin frutos. Y no podrá
ser dócil quien se empeñe en ser tozudo, obstinado, incapaz de asimilar una
idea distinta de la que ya tiene o de la que le dicta una experiencia negativa porque
no contó con la ayuda de la gracia. El soberbio es incapaz de ser dócil, porque
para aprender hay que estar convencido de que aún hay cosas que desconocemos y
de que es necesario que alguien nos enseñe. Y para mejorar espiritualmente,
debemos estar convencidos de que no somos todo lo buenos que Dios espera de
nosotros.
En asuntos de la propia vida interior debemos estar
prevenidos con una prudente desconfianza en el propio juicio, para poder
aceptar otro criterio distinto u opuesto al nuestro. Y dejaremos que Dios nos
haga y nos rehaga a través de acontecimientos e inspiraciones, a través de las
luces recibidas en la dirección espiritual. Con la docilidad del barro en las
manos del alfarero. Sin poner resistencias, con visión sobrenatural, oyendo a Cristo
en aquella persona. Así nos dice la Sagrada Escritura: Bajé a casa del
alfarero, y hallé que estaba trabajando sobre la rueda. Y la vasija de barro
que estaba haciendo se deshizo entre sus manos; y al instante volvió a formar
del mismo barro otra vasija de la forma que le plugo (...). Sabed
que lo que es el barro en manos del alfarero eso sois vosotros en mis manos12.
Disponibilidad, docilidad, dejarnos hacer y rehacer por Dios cuantas veces sea
necesario. Este puede ser el propósito de nuestra oración de hoy, que
llevaremos a cabo con la ayuda de la Virgen.
1 Antífona
de entrada. Sal 83, 3. —
2 Lc 2,
16. —
3 Lc 4,
22. —
4 Ibídem.
—
5 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 212. —
6 Cfr. 2
Rey 5, 1-15. —
7 Casiano, Colaciones,
2. —
8 Cfr. Mt 12,
9 ss. —
9 Lc 17,
11-19. —
10 Jn 9,
1 ss. —
11 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 193. —
12 Jer 18,
1-7.
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