Francisco Fernández-Carvajal 01 de febrero de
2020
@hablarcondios
— El diablo existe y
actúa en las personas y en la sociedad. Su actividad es misteriosa, pero real y
eficaz.
— Quién es el demonio.
Su poder es limitado. Necesidad de la ayuda divina para vencer.
— Jesucristo es el
vencedor del demonio. Confianza en Él. Medios que hemos de utilizar. El agua
bendita.
I. De
nuevo lo llevó el demonio a un monte muy alto... Entonces le respondió Jesús:
Apártate, Satanás..., leíamos en el
Evangelio de la Misa de ayer1.
El diablo existe. La Sagrada Escritura habla de él
desde el primero hasta el último libro revelado, desde el Génesis al Apocalipsis.
En la parábola de la cizaña, el Señor afirma que la mala simiente, cuyo
cometido es sofocar el trigo, fue arrojada por el enemigo2. En la parábola del sembrador, viene el Maligno y
arrebata lo que se había sembrado3.
Algunos, inclinados a un superficial optimismo,
piensan que el mal es meramente una imperfección incidental en un mundo en
continua evolución hacia días mejores. Sin embargo, la historia del hombre ha
padecido la influencia del diablo. Hay rasgos presentes en nuestros días de una
intensa malicia, que no se explican por la sola actuación humana. El demonio,
en formas muy diversas, causa estragos en la Humanidad. Sin duda, «a través de
toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las
tinieblas que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor,
hasta el día final»4. De tal manera que el demonio «provoca numerosos daños de
naturaleza espiritual e, indirectamente, de naturaleza incluso física en los
individuos y en la sociedad»5.
La actuación del demonio es misteriosa, real y eficaz.
Desde los primeros siglos, los cristianos tuvieron conciencia de esa actividad
diabólica. San Pedro advertía a los primeros cristianos: sed sobrios y
estad en vela, porque vuestro enemigo el diablo anda girando alrededor de
vosotros como león rugiente, en busca de presa que devorar. Resistidle firmes
en la fe6.
Con Jesucristo ha quedado mermado el dominio del
diablo, pues Él «nos ha liberado del poder de Satanás»7. Por razón de la obra redentora de Cristo, el demonio solo
puede causar verdadero daño a quienes libremente le permitan hacérselo,
consintiendo en el mal y alejándose de Dios.
El Señor se manifiesta en numerosos pasajes del
Evangelio como vencedor del demonio, librando a muchos de la posesión
diabólica. En Jesús está puesta nuestra confianza, y Él no permite que seamos
tentados más allá de nuestras fuerzas8. El demonio tratará de «seducir y apartar el espíritu humano
para que viole los preceptos de Dios, oscureciendo poco a poco el corazón de
aquellos que tratan de servirle, con el propósito de que olviden al verdadero
Dios, sirviéndole a él como si fuera el verdadero Dios»9. Y esto, siempre. De mil modos diferentes. Pero el Señor nos
ha dado los medios para vencer en todas las tentaciones: nadie peca por
necesidad. Consideremos, con hondura, en esta Cuaresma lo que esto significa.
Además, para librarnos del influjo diabólico, también
ha dispuesto Dios un ángel que nos ayude y proteja. «Acude a tu Custodio, a la
hora de la prueba, y te amparará contra el demonio y te traerá santas
inspiraciones»10.
II. El demonio es un
ser personal, real y concreto, de naturaleza espiritual e invisible, y que por
su pecado se apartó de Dios para siempre, «porque el diablo y los otros
demonios fueron creados por Dios naturalmente buenos; pero ellos, por sí mismos
se hicieron malos»11. Es el padre de la mentira12, del pecado, de la discordia, de la desgracia, del odio, de
lo absurdo y malo que hay en la tierra13. Es la serpiente astuta y envidiosa que trae la muerte al
mundo14, el enemigo que siembra el mal en el corazón del hombre15, y al único que hemos de temer si no estamos cerca de Dios.
Su único fin en el mundo, al que no ha renunciado, es nuestra perdición. Y cada
día intentará llevar a cabo ese fin a través de todos los medios a su alcance.
«Todo empezó con el rechazo de Dios y su reino, usurpando sus derechos
soberanos y tratando de trastocar la economía de la salvación y el ordenamiento
mismo de toda la creación. Un reflejo de esta actitud se encuentra en las
palabras del tentador a nuestros primeros padres: Seréis como dioses.
Así el espíritu maligno trata de trasplantar en el hombre la actitud de
rivalidad, de insubordinación a Dios y de oposición a Dios que ha venido a
convertirse en la motivación de toda su existencia»16.
El demonio es el primer causante del mal y de los
desconciertos y rupturas que se producen en las familias y en la sociedad.
«Suponed, por ejemplo –dice el Cardenal Newman–, que sobre las calles de una
populosa ciudad cayera de repente la oscuridad; podéis imaginar, sin que yo os
lo cuente, el ruido y el clamor que se produciría. Transeúntes, carruajes, coches,
caballos, todos se hallarían mezclados. Así es el estado del mundo. El espíritu
maligno que actúa sobre los hijos de la incredulidad, el dios de este mundo,
como dice San Pablo, ha cegado los ojos de los que no creen, y he aquí que se
hallan forzados a reñir y discutir porque han perdido su camino; y disputan
unos con otros, diciendo uno esto y otro aquello, porque no ven»17.
En sus tentaciones, el demonio utiliza el engaño, ya
que solo puede presentar bienes falsos y una felicidad ficticia, que se torna
siempre soledad y amargura. Fuera de Dios no existen, no pueden existir, ni el
bien ni la felicidad verdaderos. Fuera de Dios solo hay oscuridad, vacío y la
mayor de las tristezas. Pero el poder del demonio es limitado, y también él
está bajo el dominio y la soberanía de Dios, que es el único Señor del
universo.
El demonio –tampoco el ángel– no llega a penetrar en
nuestra intimidad si nosotros no queremos. «Los espíritus inmundos no pueden
conocer la naturaleza de nuestros pensamientos. Únicamente les es dado
columbrarlos merced a indicios sensibles, o bien examinando nuestras
disposiciones, nuestras palabras o las cosas hacia las cuales advierten una
propensión por nuestra parte. En cambio, lo que no hemos exteriorizado y
permanece oculto en nuestras almas, les es totalmente inaccesible. Incluso los
mismos pensamientos que ellos nos sugieren, la acogida que les damos, la reacción
que causan en nosotros, todo esto no lo conocen por la misma esencia del alma
(...) sino, en todo caso, por los movimientos y manifestaciones externas»18.
El demonio no puede violentar nuestra libertad para
inclinarla hacia el mal. «Es un hecho cierto que el demonio no puede seducir a
nadie, si no es aquel que libremente le presta el consentimiento de su
voluntad»19.
El santo Cura de Ars dice que «el demonio es un gran
perro encadenado, que acosa, que mete mucho ruido, pero que solamente muerde a
quienes se le acercan demasiado»20. Con todo, «ningún poder humano puede compararse con el suyo,
y solo el poder divino lo puede vencer y tan solo la luz divina puede
desenmascarar sus artimañas.
»El alma que venza la potencia del demonio no lo podrá
conseguir sin oración ni podrá entender sus engaños sin mortificación y sin
humildad»21.
III. La
vida de Jesús quedó resumida en los Hechos de los Apóstoles con
estas palabras: Pasó haciendo el bien y librando a todos los oprimidos
del demonio22. Y San Juan, tratando del motivo de la Encarnación,
explica: Para esto vino el Hijo de Dios, para deshacer las obras del
diablo23.
Cristo es el verdadero vencedor del demonio: ahora
el príncipe de este mundo será arrojado fuera24, dirá Jesús en la Última Cena, pocas hora antes de la Pasión.
Dios «dispuso entrar en la historia humana de modo nuevo y definitivo, enviando
a su Hijo en carne nuestra, a fin de arrancar por Él a los hombres del poder de
las tinieblas y de Satanás»25.
El demonio, no obstante, continúa detentando cierto
poder sobre el mundo en la medida en que los hombres rechazan los frutos de la
redención. Tiene dominio sobre aquellos que, de una forma u otra, se entregan
voluntariamente a él, prefiriendo el reino de las tinieblas al reino de la
gracia26. Por eso no debe extrañarnos el ver, en tantas ocasiones,
triunfar aquí el mal y quedar lesionada la justicia.
Nos debe dar gran confianza saber que el Señor nos ha
dejado muchos medios para vencer y para vivir en el mundo con la paz y la
alegría de un buen cristiano. Entre esos medios están: la oración, la
mortificación, la frecuente recepción de la Sagrada Eucaristía y la Confesión,
y el amor a la Virgen. Con Nuestra Señora estamos siempre seguros. El uso del
agua bendita es también eficaz protección contra el influjo del diablo: «Me
dices que por qué te recomiendo siempre, con tanto empeño, el uso diario del agua
bendita. —Muchas razones te podría dar. Te bastará, de seguro, esta de la Santa
de Ávila: “De ninguna cosa huyen más los demonios, para no tornar, que del agua
bendita”»27.
Juan Pablo II nos exhorta a rezar dándonos más cuenta
de lo que decimos en la última petición del Padrenuestro: «no nos dejes caer en
la tentación, líbranos del Mal, del Maligno. Haz, oh Señor, que no cedamos ante
la infidelidad a la cual nos seduce aquel que ha sido infiel desde el comienzo»28. Nuestro esfuerzo en estos días de Cuaresma por mejorar la
fidelidad a aquello que sabemos que Dios nos pide, es la mejor manifestación de
que frente al Non serviam del demonio, queremos poner nuestro
personal Serviam: Te serviré, Señor.
1 Cfr. Mt 4,
8-11. —
2 Mt 13,
25. —
3 Mt 13,
19. —
4 Conc.
Vat. II, Const. Gaudium et spes, 37. —
5 Juan
Pablo II, Audiencia general, 20-VIII-1986. —
6 1
Pdr 5, 8. —
7 Conc.
Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 6. —
8 Cfr. 1
Cor 10, 13. —
9 San
Ireneo, Tratado contra las herejías, 5. —
10 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 567. —
11 Conc.
Lateranense IV, 1215 DZ. 800 (428). —
12 Jn 8,
44. —
13 Cfr. Heb 2,
14. —
14 Cfr. Sab 2,
24. —
15 Cfr. Mt 13,
28-39. —
16 Juan
Pablo II, Audiencia general, 13-VIII-1986. —
17 Card. J.
H. Newman, Sermón para el Domingo II de Cuaresma.
Mundo y pecado. —
18 Casiano, Colaciones,
7 —
19 Ibídem.
—
20 Santo
Cura de Ars, Sermón sobre las tentaciones. —
21 San
Juan de la Cruz, Cántico espiritual, 3, 9. —
22 Hech,
10, 39. —
23 1
Jn 3, 8. —
24 Jn 12,
31. —
25 Conc.
Vat. II, Decr. Ad gentes, 3. —
26 Cfr. Juan
Pablo II, loc. cit. —
27 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 572. —
28 Juan
Pablo II, loc. cit.
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