Francisco Fernández-Carvajal 13 de noviembre de 2021
@hablarcondios
— El
deseo de ver el rostro del Señor.
— Su
venida gloriosa.
— La
esperanza en el día del Señor.
I. Dice
el Señor: Tengo designios de paz y no de aflicción, me invocaréis y Yo os
escucharé, os congregaré sacándoos de los países y comarcas por donde os
dispersé1. Son palabras de Dios que nos hace llegar el Profeta Jeremías
en la Antífona de entrada de la Misa.
Jesucristo cumplió la misión que el Padre le confió, pero su obra, en cierto modo, no está aún acabada. Volverá al fin de los tiempos para terminar lo que comenzó. Desde los primeros siglos, la Iglesia confiesa su fe en esta segunda venida gloriosa de Cristo, cuando vendrá, glorioso y triunfante, a juzgar a vivos y muertos2. «La Sagrada Escritura –enseña el Catecismo Romano– nos testifica estas dos venidas del Hijo de Dios. Una, cuando, por nuestra salvación, tomó carne y se hizo hombre en el seno de la Virgen. Otra, cuando vendrá al fin del mundo a juzgar a todos los hombres; esta última es llamada día del Señor»3.
La
liturgia de la Misa, cuando ya faltan pocos días para que termine el año
litúrgico, nos recuerda esta verdad de fe. La Primera lectura4 nos
presenta el anuncio que de ella hizo el Profeta Daniel: En aquel tiempo
se levantará Miguel, el arcángel que se ocupa de tu pueblo: serán tiempos difíciles.
Y llegará la plenitud de la salvación, con la resurrección del cuerpo, para
todos los inscritos en el libro. Los que duermen en el polvo despertarán: unos
para vida perpetua, otros para ignominia perpetua. Los sabios, quienes
entendieron de verdad el sentido de la vida aquí en la tierra y fueron
fieles, brillarán como el fulgor del firmamento. El Profeta anuncia
a continuación la especial gloria para todos aquellos que, mediante el
apostolado en cualquiera de sus formas, contribuyeron a la salvación de
otros: los que enseñaron a muchos la justicia brillarán como las
estrellas por toda la eternidad.
Los
cristianos de la primera época, deseosos de ver el rostro glorioso de Cristo,
repetían la dulce invocación: ¡Ven, Señor Jesús!5.
Era una jaculatoria tantas veces repetida que incluso quedó plasmada en arameo,
la lengua que hablaban Jesús y los Apóstoles, en los escritos primitivos6.
Hoy, traducida a los diversos idiomas, ha quedado como una de las aclamaciones
posibles en la Santa Misa, después de la consagración y adoración. Cuando
Cristo se hace realmente presente sobre el altar, la Iglesia le manifiesta el
deseo de verle glorioso. De esa forma, «la liturgia de la tierra se armoniza
con la del Cielo. Y ahora, como en cada una de las Misas, llega a nuestro
corazón necesitado de consuelo la respuesta tranquilizadora: El que da
testimonio de estas cosas dice: Sí, voy enseguida»7.
Y aunque no haya llegado aún el momento de estar con Él en el Cielo, anticipa
este instante dichoso al venir a nuestra alma, pocos instantes después, en el
momento de la Comunión. «Que la invocación apasionada de la Iglesia: Ven,
Señor Jesús -pedía el Papa Juan Pablo II-, se convierta en el suspiro
espontáneo de vuestro corazón, jamás satisfecho del presente, porque tiende al
“todavía no” del cumplimiento prometido»8,
cuando con nuestros propios cuerpos ya gloriosos encontremos la plenitud en
Dios. Ahora, en la intimidad de nuestra alma, le decimos a Jesús: Vultum
tuum, Domine, requiram9,
buscaré, Señor, tu rostro, el que un día, con la ayuda de tu gracia, tendré la
dicha de ver cara a cara.
II. El
Señores el lote de mi heredad y mi copa, // mi suerte está en tu mano. // Tengo
presente al Señor, // con Él a mi derecha no vacilaré. // Por eso se me alegra
el corazón, // se gozan mis entrañas, // y mi carne descansa serena: // Porque
no me entregarás a la muerte // ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción10.
Este Salmo responsorial de la Misa se refiere a Cristo, como
se interpreta en los Hechos de los Apóstoles11,
y en él está anunciada la resurrección de nuestros cuerpos al final de los
tiempos. Verdaderamente podemos decir en la intimidad de nuestro corazón
que el Señor es el lote de mi heredad y mi copa, lo que me ha
tocado en suerte, y se llena de alegría mi corazón, se goza lo más
íntimo de mi ser, y en Él descanso sereno, ahora y al fin de los tiempos.
Cristo es la gran suerte de nuestra vida. Él está sentado a la derecha
de Dios y espera el tiempo que falta12.
Al fin
de los tiempos, leemos en el Evangelio de la Misa13, verán
venir al Hijo del Hombre sobre las nubes con gran poder y majestad; enviará a
los ángeles para reunir a sus elegidos de los cuatro vientos, del extremo de la
tierra al extremo del cielo. Si en su Encarnación pasó oculto o ignorado, y
en su Pasión se ocultó por completo su divinidad, al fin de los siglos vendrá
rodeado de majestad y gloria, como anunció el Profeta Daniel, con grandes
señales en la tierra y en el cielo: el sol se oscurecerá y la luna no
dará su resplandor, y las estrellas del cielo caerán, y las potestades de los
cielos se conmoverán. Vendrá como Redentor del mundo, como Rey, Juez y
Señor del Universo, «no para ser de nuevo juzgado –enseñan los Padres de la
Iglesia–, sino para llamar a su tribunal a aquellos por quienes fue llevado a
juicio. Aquel que antes, mientras era juzgado, guardó silencio, refrescará la
memoria de los malhechores que osaron insultarle cuando estaba en la cruz, y
les dirá: Esto hicisteis y yo callé.
»Entonces,
por razones de su clemente providencia, vino a enseñar a los hombres con suave
persuasión; en esa otra ocasión, futura, lo quieran o no, los hombres tendrán
que someterse necesariamente a su reinado (...). Por esa razón, en nuestra
profesión de fe, tal como la hemos recibido por tradición, decimos que creemos
en aquel que subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre; y
de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá
fin»14. Y se mostrará glorioso a quienes le fueron fieles a lo largo
de los siglos, y también ante quienes le negaron, o le persiguieron, o vivieron
como si su Muerte en la Cruz hubiera sido un acontecimiento sin importancia. La
humanidad entera se dará cuenta de cómo Dios Padre le ensalzó y le dio
un nombre superior a todo nombre, a fin de que al nombre de Jesús se doble toda
rodilla en el cielo, en la tierra y en el infierno, y toda lengua confiese que
Jesucristo es el Señor para la gloria del Padre15.
¡Cómo
debemos dar por bien empleados nuestros esfuerzos por seguir a Cristo, ese
cúmulo de cosas pequeñas, de servicios casi intrascendentes, que procuramos
hacer cada día por Dios, y que quizá nadie ve...! Jesús nos tratará, si somos
fieles, como a sus amigos de siempre. Por eso se me alegra el corazón,
se gozan mis entrañas, y mi carne descansa serena.
III. Me
enseñarás el sendero de la vida, // me saciarás de gozo en tu presencia, // de
alegría perpetua a tu derecha16, // continúa
el Salmo responsorial.
La
segunda venida de Cristo es designada frecuentemente en la Sagrada Escritura
con el término griego parusía, que en el lenguaje profano
significaba la entrada solemne de un emperador en una ciudad o provincia, donde
era saludado como salvador de aquella tierra. El momento de la entrada, que
siempre tenía algo de inesperado, era tenido como día de fiesta y, a veces, era
el punto de partida para un nuevo cómputo del tiempo17:
se quería indicar que con aquel acontecimiento comenzaba algo nuevo. Para
nosotros, la llegada de Cristo será la gran fiesta, pues el alma se unirá de
nuevo a su propio cuerpo, y comenzará un «nuevo cómputo del tiempo», una nueva
forma de existencia, donde cada uno –cuerpo y alma– dará gloria a Dios en una
eternidad sin fin.
La
esperanza en este día del Señor fue para los primeros
cristianos un estímulo para perseverar y tener paciencia ante las adversidades.
San Pablo lo recuerda en incontables ocasiones. También a nosotros nos ayudará
a ser fieles al Señor, especialmente si alguna vez el ambiente que nos rodea es
adverso y está lleno de dificultades. Debemos dar gracias a Dios en
todo momento por vosotros, hermanos -escribe el Apóstol a los
cristianos de Tesalónica-, como es justo, porque vuestra fe crece de
modo extraordinario y rebosa la caridad de unos con otros, hasta el punto de
que nos gloriamos de vosotros en las iglesias de Dios por vuestra paciencia y
fe en todas las persecuciones y tribulaciones que soportáis. Esto es señal del
justo juicio, en el que sois estimados dignos del reino de Dios, por el que
ahora padecéis18.
El
Señor permite que en ocasiones suframos algo por ser fieles a sus enseñanzas, o
que nos llegue la enfermedad o el dolor, para que aumentemos nuestra confianza
en Él, vivamos mejor el desprendimiento de la honra, de la salud, del
dinero..., para hacernos dignos del reino que nos tiene preparado. También para
que, metidos en medio del mundo, recordemos que «el reino de Dios, iniciado
aquí abajo en la Iglesia de Cristo, no es de este mundo, cuya figura pasa, y su
crecimiento propio no puede confundirse con el progreso de la civilización, de
la ciencia o de la técnica humanas, sino que consiste en conocer cada vez más
profundamente las riquezas insondables de Cristo, en esperar cada vez con más
fuerza los bienes eternos, en corresponder cada vez más ardientemente al amor
de Dios, en dispensar cada vez más abundantemente la gracia y la santidad entre
los hombres»19.
1 Antífona
de entrada. Jer 29, 11-12; 14. —
2 Símbolo
Niceno-Constantinopolitano. —
3 Catecismo
Romano, 1, 8, n. 2. —
4 Dan 12,
1-3. —
5 Apoc 22,
20. —
6 Cfr. 1
Cor 16, 22; Didaché, 10, 6. —
7 Juan
Pablo II, Homilía,18-V-1980. —
8 Ibídem. —
9 Sal 26,
8. —
10 Salmo
responsorial. Sal 15, 5; 8-9. —
11 Cfr. Hech 2,
25-32; 13, 35.—
12 Segunda
lectura. Heb 10, 11-14; 18. —
13 Mc 13,
24-32. —
14 San
Cirilo de Jerusalén, Catequesis 15, sobre las dos venidas de
Cristo. —
15 Flp 2,
9-11. —
16 Salmo
responsorial. Sal 15, 10. —
17 Cfr. M.
Schmaus, Teología dogmática, vol. VII, Los
Novísimos, p. 134. —
18 2
Tes 1, 3-5. —
19 Pablo
VI, Credo del pueblo de Dios, n. 27.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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