Francisco Fernández-Carvajal 03 de septiembre de 2022
@hablarcondios
— Seguimiento de Cristo y conocimiento
propio. El examen de conciencia.
— Espíritu de examen. Humildad. Vencer la
pereza al hacer esta práctica de piedad.
— Modo y disposiciones para hacerlo.
Contrición. Propósitos.
I. En
el Evangelio de la Misa nos habla el Señor de las exigencias que lleva consigo
el seguirle, el atender a la llamada que dirige a todos. Y nos hace esta
advertencia: ¿Quién de vosotros, si quiere construir una torre, no se
sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla? No sea
que, si echa los cimientos y no puede acabarla, se pongan a burlarse de él...
¿O qué rey, si va a dar la batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar
si con diez mil hombres podrá salir al paso del que le ataca con veinte mil?1.
Cuando se emprende un gran asunto es preciso valorar, calibrar las posibilidades, echar mano de los recursos oportunos para llevarlo a buen fin. Ser discípulo de Cristo, procurar seguirle fielmente en medio de nuestras ocupaciones, es la empresa suprema que ha de acometer todo hombre. Y para llevarla a buen término es necesario conocer bien los medios que poseemos y saber utilizarlos, ser conscientes de aquello que nos falta para pedirlo confiadamente al Señor, arrancar y tirar lo que estorba. Y esta es la misión del examen de conciencia. Si lo hacemos bien, con hondura, nos lleva a conocer la verdad de nuestra vida. «Conocimiento de sí, que es el primer paso que tiene que dar el alma para llegar al conocimiento de Dios»2.
Los
buenos comerciantes hacen balance cada día del estado de sus negocios, examinan
sus ganancias o sus pérdidas, saben dónde se puede mejorar o detectan con
prontitud la causa de una mala gestión y procuran poner remedio antes de que se
originen mayores males para la empresa. Nuestro gran negocio, en cada jornada,
es la correspondencia a la llamada del Señor. No existe nada que nos importe
tanto como acercarnos más y más a Cristo.
En el
examen de conciencia se confronta nuestra vida con lo que Dios espera de
nosotros, con la respuesta diaria a su llamada. Y es lo que nos permite pedir
perdón y recomenzar de nuevo muchas veces; por eso, «el examen es el paso
previo y el punto de partida cotidiano para encendernos más en el amor a Dios
con realidades –obras– de entrega»3.
Esforzarnos en hacerlo con profundidad «impide que en nuestra alma arraiguen
los gérmenes de la tibieza y nos facilita vivir lejos de las ocasiones de
pecar.
»Si de
veras pretendemos conseguir esa limpieza de corazón, que nos llevará a ver a
Dios en todo, necesitamos tomar muy en serio el examen diario de nuestra alma.
Quien se contentara con una visión rutinaria, superficial, acabaría
deslizándose por el plano inclinado de la negligencia y de la pereza
espiritual, hacia la tibieza, esa miopía del alma que prefiere no discernir
entre el bien y el mal, entre lo que procede de Dios y lo que proviene de
nuestras propias pasiones o del diablo »4.
Es el
amor lo que nos mueve a examinarnos y da esa particular agudeza al alma para
detectar aquellas cosas de nuestro actuar que no agradan a Dios. Hagamos el
propósito para todos los días de nuestra vida de «hacer a conciencia el examen
de conciencia»5.
Veremos, en poco tiempo quizá, la gran ayuda que representa en el camino que
lleva a Cristo.
II.
Para hacer a conciencia este balance al terminar la jornada,
será de gran ayuda fomentar a lo largo del día el espíritu de examen,
como «el buen banquero que cotidianamente, al anochecer, computa sus pérdidas y
ganancias. Pero eso no puede hacerse con detalle, si en todo momento no
registra en los libros las cuentas. Una mirada a todas y cada una de las
anotaciones muestra el estado de todo el día»6.
Para
construir la torre que Dios espera de nosotros, para presentar esa batalla
contra los enemigos del alma –según los ejemplos que el Señor nos pone en el
Evangelio–, debemos ser conscientes de los recursos con que contamos, de las
ayudas que precisamos, de los muros en los que no hemos puesto el debido
cuidado, o de flancos que hemos dejado desguarnecidos y a merced del enemigo:
defectos que conocemos y que debiéramos corregir; inspiraciones para hacer el
bien, para servir a los demás con más alegría, y a las que quizá no
correspondemos; mediocridad espiritual consentida, por no ser generosos en la
mortificación pequeña; sobreestimar, como si fueran fines, los bienes
materiales; dejarse dominar por la comodidad; considerar como el bien mayor la
propia tranquilidad; hacer con tibieza lo que a Dios se refiere.
No es
fácil el conocimiento propio; hemos de ir prevenidos contra «el demonio mudo»7,
que intentará cerrarnos la puerta de la verdad para que no veamos las
imperfecciones y flaquezas, los defectos arraigados en el alma, y que tenderá a
disculpar las faltas de amor a Dios, los pecados y las imperfecciones, y a
considerarlos como si fueran detalles de poca importancia o debidos a las
circunstancias externas, Para conocernos con hondura y sin paliativos nos podrá
ayudar el preguntarnos con frecuencia: ¿dónde tengo puesto de modo más o menos
habitual el corazón?..., ¿en mí mismo..., en mis dolencias..., en el éxito, en
el posible fracaso..., en el trabajo en sí, sin convertirlo en una ofrenda a
Dios?; ¿con qué frecuencia acudo a Dios a lo largo del día para pedirle perdón,
para darle gracias, para requerir su ayuda?; ¿qué intenciones me mueven a
actuar?, ¿en qué está ocupada habitualmente mi mente?; ¿ha sido mío o ha sido
de Dios este día?, ¿le he buscado a Él, o me he buscado a mí mismo?...
Para
conocernos de verdad, para saber con qué contamos, es necesario que pidamos la
humildad, porque sin ella estamos a oscuras. La humildad nos lleva a iniciar el
examen con el conocimiento profundo de que somos pecadores.
Otro
enemigo del examen de conciencia es la pereza, que en las cosas de Dios es
tibieza. Una de sus primeras manifestaciones es precisamente el poco
empeño en examinarse. Sucede entonces en el alma como en la tierra que el
campesino ha dejado en barbecho, sin atender una temporada: no tardan en crecer
en el alma los cardos de los defectos, los espinos de las pasiones desordenadas
que ahogan la semilla de la gracia. Pasé junto al campo del perezoso, y
junto a la viña del insensato, y todo eran cardos y ortigas que habían cubierto
su haz, y la cerca estaba destruida8.
En el
examen de conciencia diligente, hondo, humilde, descubrimos la raíz de las
faltas de caridad, de trabajo, de alegría, de piedad, que quizá se repiten con
frecuencia. Entonces, podremos luchar y vencer con la ayuda de la gracia.
III. El examen
de conciencia no es una simple reflexión sobre el propio
comportamiento: es diálogo entre el alma y Dios. Por eso, al
iniciarlo debemos ponernos, en primer lugar, en presencia del Señor,
como cuando hacemos un rato de oración, A veces nos bastará una jaculatoria o
una breve oración. En ocasiones nos pueden servir las palabras con que aquel
ciego de Jericó, Bartimeo, se dirigió a Jesús en demanda de luz para sus ojos
ciegos: Domine, ut videam!, ¡Señor, que vea!9:
da luz a mi alma para entender lo que me separa de Ti, lo que debo arrancar y
tirar, aquello en lo que debo mejorar: trabajo, carácter, presencia de Dios,
alegría, optimismo, apostolado, preocupación por hacer la vida más grata a
quienes conviven conmigo...
Después,
en el examen propiamente dicho, nos puede ayudar el considerar cómo ha visto el
Señor nuestro día. Procuremos, con ayuda de nuestro Ángel Custodio, verlo
reflejado en Dios como en un espejo, pues «jamás nos acabamos de conocer si no
procuramos conocer a Dios»10.
Luego, a continuación, se puede examinar el comportamiento concreto: para con
Dios, para con el prójimo, para con uno mismo... Esto puede hacerse recorriendo
brevemente las horas del día, o las diferentes situaciones en las que nos hemos
encontrado, dando especial importancia al cumplimiento del plan de vida, a los
propósitos formulados el día anterior, a los consejos recibidos en la dirección
espiritual. Con todo, esta práctica piadosa es muy personal. En la dirección
espiritual nos pueden ayudar mucho en el modo de llevarla a cabo.
Lo más
importante del examen hecho cerca del Señor, que ordinariamente durará muy
pocos minutos, es el dolor, la contrición. Si esta es sincera, brotarán algunos
propósitos, pocos (muchas veces uno solo), concretos y quizá pequeños: buscar
alguna industria humana para tratar con más frecuencia al Ángel Custodio;
cuidar mejor la puntualidad en el trabajo o en la Santa Misa; sonreír aunque
estemos cansados o algo enfermos; ser más amables; poner más intensidad y lucha
en la oración; acudir en ese día con más frecuencia a la Santísima Virgen, a
San José, a Jesús presente en los sagrarios de los muchos templos de la ciudad
o de la única iglesia del pueblo; acabar bien la tarea, sin chapuzas; vivir
mejor las mortificaciones habituales, concretando alguna especial en las
comidas, en el orden personal; invitar a aquellos amigos al próximo retiro
espiritual, sin dejar pasar un día más... Dolor hondo, aunque las faltas sean
leves, y propósitos para los que pediremos ayuda a Dios, porque si no, aunque
sean pequeños, no saldrán adelante.
También
veremos las buenas obras de ese día, y eso nos llevará a ser agradecidos con el
Señor. Así podremos retirarnos a descansar con el alma llena de paz y de
alegría, con deseos de recomenzar al día siguiente ese camino de amor a Dios y
al prójimo.
1 Lc 14,
28-32. —
2 San
Juan de la Cruz, Cántico espiritual, 4, 1. —
3 A.
del Portillo, Carta 8-XII-1976, n. 8. —
4 Ibídem.
—
5 Ibídem.
—
6 San
Juan Clímaco, Escala del paraíso, 4. —
7 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 236. —
8 Prov 24,
30-31. —
9 Cfr. Mc 10,
51. —
10 Santa
Teresa, Moradas, 1, 2, 9.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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