Opus Dei 03 de septiembre de 2022
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Comentario del 23.º domingo del Tiempo
ordinario (Ciclo C). “El que no carga con su cruz y viene detrás de mí, no
puede ser mi discípulo”. Amando la Cruz seremos felices, y con ella, tendremos
la voluntad de amar a los demás y compartir nuestra alegría sobrenatural.
Evangelio
(Lc 14,25-33)
Iba
con él mucha gente, y se volvió hacia ellos y les dijo:
— Si
alguno viene a mí y no odia a su padre y a su madre y a su mujer y a sus hijos
y a sus hermanos y a sus hermanas, hasta su propia vida, no puede ser mi
discípulo. Y el que no carga con su cruz y viene detrás de mí, no puede ser mi
discípulo.
Porque,
¿quién de vosotros, al querer edificar una torre, no se sienta primero a
calcular los gastos a ver si tiene para acabarla? No sea que, después de poner
los cimientos y no poder acabar, todos los que lo vean empiecen a burlarse de
él, y digan: «Este hombre comenzó a edificar y no pudo terminar». ¿O qué rey,
que sale a luchar contra otro rey, no se sienta antes a deliberar si puede
enfrentarse con diez mil hombres al que viene contra él con veinte mil? Y si
no, cuando todavía está lejos, envía una embajada para pedir condiciones de
paz. Así pues, cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes no
puede ser mi discípulo.
Comentario
Jesús
se dirigía hacia Jerusalén, acompañado por sus discípulos, y muchos se les iban
sumando por el camino. Era fácil dejarse arrastrar por el entusiasmo que
provocaban sus palabras amables, por su cordial acogida -especialmente hacia
los más necesitados-, y por su alegría contagiosa. Pero Jesús no quiere que
ninguno de sus seguidores se sienta engañado. Vendrán momentos difíciles,
porque en Jerusalén los espera la cruz.
Seguir
a Jesús no es sumarse a un cortejo triunfal, sino tomar por amor decisiones que
implican renuncia y sufrimiento. Quien desea seguirlo ha de estar libre de
ataduras que le dificulten disponer de todo su tiempo, o que le resten energías
para ayudarle en la obra de la redención. Jesús es demasiado claro, hasta el
punto de que sus palabras acerca del desprendimiento de la propia familia resultan
duras. ¿No manda Dios amar, reverenciar y obedecer a los padres? ¿Cómo es que
Jesús emplea unas palabras tan fuertes, que parecen contradecir ese
mandamiento?
Jesús
necesita seguidores fieles. Pero el Maestro sabe bien que es difícil resistirse
al cariño de los padres, amigos, o parientes cercanos, y que éstos, muchas
veces con buena intención, pueden dejarse llevar más del corazón que de la fe o
la razón. Por eso su lenguaje fuerte no deja lugar a dudas. San Juan
Crisóstomo, hablando de los padres, explicaba en una de sus homilías que el
Señor “solamente manda que se les obedezca en lo que no se opone a la piedad
para con Dios; y en todo lo demás, es cosa santa procurarles todo honor. Pero
cuando exigen más de lo que conviene, no se ha de obedecer”. Este Padre de la
Iglesia hace notar que Jesús no manda aborrecer a los padres, lo que sería una
gran maldad, sino que dice que “si ellos quieren que los ames más que a Mí”,
entonces aborrécelos, porque en ese caso estarían perdiéndose a sí mismos y al
hijo al que piensan que aman, pero al que le están dificultando su
correspondencia a la gracia. Decía esto Cristo –concluye el Crisóstomo– para
hacer a los hijos más fuertes y a los padres que quieran poner impedimentos,
más sensatos[1].
Fiel a
la doctrina del Evangelio, el Catecismo de la Iglesia Católica enseña que
“Cristo es el centro de toda vida cristiana. El vínculo con Él ocupa el primer
lugar entre todos los demás vínculos, familiares o sociales”[2]. Por esto,
Dios se sirve de buenas familias cristianas, para sembrar en sus hijos el amor
a Él, a los demás y la generosidad para que centren sus vidas en torno a Cristo,
y encuentren en sus padres el apoyo necesario para secundar su vocación.
Para
dar razón de esta exigencia Jesús se sirve de dos parábolas: la de la torre que
se ha de construir y la del rey que va a la guerra. De ambas se desprende la
importancia de no dejarse llevar por un primer impulso sentimental, sino de
sopesar a fondo todo lo que está en juego, antes de tomar una decisión
precipitada. Si se trata de colaborar con Cristo en la obra de la redención, no
cabe una entrega a medias, un decir que sí, pero sin terminar de desligarse de
todas las ataduras de la tierra. La conclusión es clara: “cualquiera de
vosotros que no renuncie a todos sus bienes no puede ser mi discípulo”. Sus
palabras se dirigen a todos, tanto a quien está en momentos de discernimiento
de su vocación personal, como a quienes forman parte del entorno familiar o
social de quienes están tomando sus propias decisiones vitales.
La
experiencia de los santos invita siempre a una respuesta libre y generosa.
“Aceptemos sin miedo la voluntad de Dios –aconseja san Josemaría–, formulemos
sin vacilaciones el propósito de edificar toda nuestra vida de acuerdo con lo
que nos enseña y exige nuestra fe. Estemos seguros de que encontraremos lucha,
sufrimiento y dolor, pero, si poseemos de verdad la fe, no nos consideraremos
nunca desgraciados: también con penas e incluso con calumnias, seremos felices
con una felicidad que nos impulsará a amar a los demás, para hacerles
participar de nuestra alegría sobrenatural”[3].
[1] San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de San Mateo, 35.
[2] Catecismo
de la Iglesia Católica, n. 1618.
[3] San
Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 97.
Tomado
de: https://opusdei.org/es-ve/gospel/2022-09-04/
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