Asdrúbal Aguiar 17 de abril de 2024
La
dificultad, casi insoluble, de expulsar democráticamente del poder a los
despotismos –calificados de autoritarismos iliberales por el relativismo
anglosajón– casi que la puedo descifrar tras la crisis diplomática entre
Ecuador y México. El asilo político del exvicepresidente Jorge Glas, confeso y
condenado por graves delitos de corrupción y por jueces que integran al sistema
judicial que él mismo ayudara a construir durante el gobierno de Rafael Correa,
deja al descubierto el cinismo del siglo XXI: déspotas y demócratas confesos,
también los de utilería, cultores del pragmatismo, coinciden en la defensa de
la ley sólo cuando les beneficia. Se retroalimentan, los unos a los otros y se
neutralizan a sí mismos.
Releo, a propósito, la advertencia que hizo el fallecido juez presidente de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, Sergio García Ramírez, cuando al evaluar a la región señala que, en el pasado argüían las dictaduras la seguridad nacional para acabar con el Estado de Derecho y violar los derechos humanos; destacando que los gobernantes de ahora se escudan tras los derechos humanos para destruir al mismo Estado de Derecho y la democracia que los elige. Violan las constituciones y vacían de contenidos esenciales a la experiencia de la libertad.
Mal
puedo obviar, como dato de la experiencia, en visión retrospectiva y en su
evolución, el que nos ofrece la vertiente ¿neomarxista o neocubana? que emerge
en los años noventa del pasado siglo con el Foro de São Paulo. Afirman sus
miembros que les perseguirían –luego de desmontar las democracias que causaban
desencanto– inventándoseles vínculos con el narcotráfico y la corrupción. No
por caso se renueva tal tesis en 2019 con el Grupo de Puebla, una vez que
introduce la expresión LawFare clonada del grupo de abogados que en Estados
Unidos se ocupa de perseguir a Donald Trump, para denunciar el uso de la
justicia con fines de retaliación política. Muestran los enjuiciamientos y
condenas por corrupción –no se olvide a la Odebrecht– recibidos por Lula da
Silva, Cristina Kirchner, Evo Morales y Rafael Correa. Pero omiten que, al
igual que Hugo Chávez y Nicolás Maduro en Venezuela, y la pareja Ortega-Murillo
en Nicaragua, aquellos usaron y usan de los jueces para criminalizar a la
disidencia política que los adversa; para luego corromperla, alinearla y
someterla, volverla aliada de su causa deconstructiva de la «moral
conservadora». A esta la condena la ley venezolana “antifascista”.
La
transformación del Derecho y la política en líquidos que se mueven sobre un wok
hace metástasis. Los presidentes antisocialistas del siglo XXI, Nayib Bukele y
Daniel Noboa, lo confirman. Arguyen la igual defensa de sus pueblos a costa del
Estado de Derecho. El primero destituyó a los jueces que controlaban sus actos
e hizo razzia con delincuentes presuntos para encarcelarlos en «campos de
concentración 3D», mientras luego libera, a cuentagotas, a los numerosos
inocentes caídos en sus redadas y para hacer cierta la profecía orwelliana del
Gran Hermano.
Entre
tanto, Noboa violenta la sede de la legación diplomática mexicana abriendo
compuertas para que los despotismos de izquierda lo emulen. Y digan, como él,
que, al arrancarle a las embajadas las víctimas de violaciones de derechos
humanos protegidas en sus sedes, lo hacen en defensa de sus naciones.
Al
cabo, los Maduro, los Ortega, los Díaz-Canel podrán decir que asimismo lo hacen
en nombre del Derecho y la Justicia, pues en sus países regirían sistemas
democráticos distintos de los pergeñados por la “política caduca” del siglo XX.
La última expresión es de Noboa. Ajustarán, por lo demás, lo que es regla para
Rusia y China –potencias que les protegen y han logrado contener a la Casa
Blanca– y que ambas han opuesto con eficacia en Occidente, a saber, que la
democracia y la legalidad son productos al detal, construidos por cada pueblo y
su gobierno bajo arbitrio propio, sin injerencias extranjeras.
¿En
qué quedamos? Todos, gobiernos y políticos hoy se mueven en el plano del
absurdo y la aporía; pues si bien la realidad no es una, indivisible e inmóvil
como la predica Parménides y la defiende Zenón, a la contingencia de lo humano
se la atropella en el altar de la irracionalidad, de la mendacidad y el cinismo
como fisiologías del poder posmoderno. En esas estamos.
Noboa,
consciente de que se le va de las manos a su Justicia el emblema de la
putrefacción ética en la nación que ahora representa –en un ecosistema regional
que hace del Derecho y la Justicia una mordaz caricatura– ha optado por
desconocer el privilegio de la inmunidad de los locales diplomáticos; mientras
que Andrés López Obrador acoge al criminal de Glas como perseguido “político”.
Abusa de su discrecionalidad reglada, comprometiendo a la sagrada institución
humanitaria del asilo y violando, de paso, los tratados internacionales contra
la corrupción y el crimen transnacional organizado. Nadie, sin embargo, puede
tirar la primera piedra.
Eso
sí, en nombre del Derecho y de la Justicia han elevado su voz de protesta
contra Ecuador los déspotas señalados –Cuba, Nicaragua, Venezuela– e
investigados por la Justicia internacional tras la comisión de violaciones
sistemáticas y generalizadas de derechos humanos. Y el Consejo Permanente de la
OEA, si bien pone sobre rieles al conjunto de lo ocurrido, al término se
declara “consternado”. Salvo por el hacer de la Corte Interamericana de
Derechos Humanos, no conjuga a favor de la libertad (pro homine) y de
las víctimas de su atropello, ni sostiene en pie a la tríada democracia, Estado
de Derecho, derechos humanos, que es inseparable.
Como
en el siglo XIX –otra vez la aporía– y mientras la criminalidad organizada e
instalada en la política trasvasa espacios y usa de la deslocalización global
para su impunidad, la OEA se basta con la defensa de los privilegios
diplomáticos de los Estados. Obvia mencionar a la corrupción, que “socava la
legitimidad de las instituciones públicas, atenta contra la sociedad, el orden
moral y la justicia”.
Asdrúbal
Aguiar
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