Opus Dei 11 de mayo de 2024
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Comentario
al Evangelio de la Solemnidad de la Ascensión del Señor *(Ciclo B). “Id al
mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura”. Al igual que a los
discípulos que estuvieron con Jesucristo el día de su Ascensión, el Señor nos
reúne cada día en su corazón. Y quiere servirse de cada uno para dar al mundo
esa alegría verdadera que le falta. Quiere que seamos testigos de lo que hemos
visto y oído, de sus llagas, de su Amor.
Evangelio
(Mc 16, 15-20)
Y les
dijo: — Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura. El que crea
y sea bautizado se salvará; pero el que no crea se condenará. A los que crean
acompañarán estos milagros: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán lenguas
nuevas, agarrarán serpientes con las manos y, si bebieran algún veneno, no les
dañará; impondrán las manos sobre los enfermos y quedarán curados. El Señor,
Jesús, después de hablarles, se elevó al cielo y está sentado a la derecha de
Dios. Y ellos, partiendo de allí, predicaron por todas partes, y el Señor
cooperaba y confirmaba la palabra con los milagros que la acompañaban.
Comentario al Evangelio
Cuarenta
días después de la Resurrección, Jesucristo vuelve a reunirse con sus
discípulos, los hombres y mujeres que le habían acompañado a lo largo de los
tres últimos años, sus amigos íntimos.
Salen
de Jerusalén camino de Betania. Atraviesan las calles y plazas de la ciudad y
se dirigen al monte de los olivos.
En un
momento dado, Jesús se para, los reúne en torno a él y les da un último
mandato: “Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura”. Les mira
y elevándose se despide bendiciéndoles.
Ellos,
llenos de alegría, vuelven a la ciudad santa y desde allí comienzan a predicar
la buena nueva por todo el mundo.
Ahora
bien, ¿cómo es posible que unos hombres y mujeres atemorizados, sin grandes
cualidades, se lancen a semejante aventura? ¿Cómo es posible que vuelvan a
Jerusalén llenos de alegría, si Jesucristo acaba de despedirse de ellos?
Lo
lógico hubiera sido que estuvieran más desconcertados y más tristes. El mundo
en el que viven no ha cambiado, Jesús se ha ido definitivamente y además les ha
encargado una tarea aparentemente irrealizable. Deben ser testigos del amor de
Dios por los hombres, testigos de su pasión, muerte y resurrección. Empezando
por Jerusalén, la ciudad que lo ha condenado a muerte, el lugar del fracaso.
Hasta los confines del mundo. Ese mundo alejado de Dios.
Y sin
embargo, todo eso no les llena ni de desconcierto ni de tristeza. Todo lo
contrario.
¿Por
qué para ellos es un orgullo ser discípulos de Cristo? ¿Por qué no es una carga
esa tarea?
Porque
Jesucristo es su amigo íntimo, porque saben que Él está con ellos, que Él es
fiel a sus promesas. Han aprendido a fiarse de Él. No ponen su confianza en
ellos, ni en sus fuerzas, ni en sus capacidades.
La
Ascensión del Señor no es un “adiós”, un “hasta luego”, sino, paradójicamente,
un “me quedo”. Ellos se fían de la promesa hecha por Jesucristo: “Yo estoy con
vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20). No dudan de su
presencia en ellos y, de modo central, en la Eucaristía.
Ellos
no se sienten gran cosa, conocedores de sus miserias, debilidades, falta de
talento y capacidades. Pero saben que Cristo ha resucitado, que su Amor es más
poderoso. Han aprendido que es Dios quien da el crecimiento. De ahí su alegría
y entusiasmo.
Una
alegría que se traduce en un abrirse en abanico para llevar ese Amor hasta el
último rincón del mundo. Los discípulos del Señor eran hombres y mujeres a los
que Dios confió todos los hombres. Y esa tarea les colmó de una alegría aún
mayor.
Su
vida estuvo llena de sufrimientos y dificultades. Pero siempre vivieron en la
alegría del Señor. Reflejaban en su rostro la gloria del Señor: el brillo de su
rostro enamorado.
Al
igual que a los discípulos que estuvieron con Jesucristo el día de su
Ascensión, Jesucristo nos reúne cada día en su corazón. Estamos bajo la
protección de sus manos, en la inmensidad de su Amor. Y quiere servirse de cada
uno para dar al mundo esa alegría verdadera que le falta. Quiere que seamos
testigos de lo que hemos visto y oído, de sus llagas, de su Amor. Que con Él
nada se pierde: trabajo, descanso, familia, amigos, pasado, presente, futuro,
en Él todo adquiere eternidad.
También
nos ha elegido y nos ha confiado a todos los hombres: a nuestros padres,
hermanos, familiares, amigos, compañeros de trabajo, la humanidad entera.
El
apostolado es una consecuencia lógica de la alegría de estar con Jesús. Como
enseña san Josemaría, “el apostolado es amor de Dios, que se desborda, dándose
a los demás. La vida interior supone crecimiento en la unión con Cristo, por el
Pan y la Palabra. Y el afán de apostolado es la manifestación exacta, adecuada,
necesaria, de la vida interior. Cuando se paladea el amor de Dios se siente el
peso de las almas”[1].
Ellas
nos necesitan. Necesitan de nuestra alegría para que, a través de ella,
descubran a Jesús en sus vidas. En nuestro quehacer cotidiano, en nuestras
miradas limpias, en nuestras conversaciones llenas de comprensión, en nuestros
afanes por servir, comprender, animar y perdonar, Jesucristo resucitado se hace
presente llenándolo todo de su alegría. Este mundo, no tan distinto del mundo
de los hombres y mujeres que acompañaron al Señor, necesita de cristianos que
lleven en su rostro ese brillo de un Dios enamorado.
[1] San
Josemaría, “La Ascensión del Señor a los cielos”, Es Cristo que pasa,
n. 122a.
Tomado
de: https://opusdei.org/es/gospel/


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