Benigno Alarcón Deza 21 de agosto de 2024
Tras
el triunfo, ya incuestionable, de Edmundo González Urrutia, gracias al inmenso
movimiento social y político liderado por María Corina Machado, se cierra una
etapa de la lucha política, la etapa electoral, y se entra en una nueva nueva
fase cuyos retos no son menos complejos que los que tuvieron que enfrentarse
para ganar la elección. En una democracia, ganar una elección es el camino para
cambiar un gobierno. En una autocracia electoral, ganar una elección es una
victoria poco común, extraoridinaria e importantísima para lograr una
transición democrática, pero rara vez suficiente por si sola, por lo que la pregunta
¿y ahora qué? es más que pertinente
El 28
de julio la oposición democrática, como habíamos previsto en nuestras
encuentras (https://politikaucab.net/2024/07/17/encuesta-cepyg-ucab-delphos-edmundo-gonzalez-cuenta-con-591-de-intencion-de-voto-y-nicolas-maduro-246/), propinó
una derrota sin precedentes al oficialismo y abrió con ella el camino hacia una
transición democrática en Venezuela.
Esta victoria fue posible gracias a un movimiento democrático construido desde las bases de la sociedad venezolana, liderazgo de María Corina Machado, y a la madurez de los partidos y líderes políticos que participaron en la Primaria, reconocieron la voluntad de un número representativo de opositores expresada en esa elección y acompañaron al liderazgo electo en las muy difíciles decisiones que hubo que tomar a lo largo de este proceso, incluido el consenso en torno a la candidatura de Edmundo González Urrutia.
Pese a
todos los esfuerzos de Maduro y las instituciones bajo su control, incluida la
Fuerza Armada Nacional, la Asamblea Nacional, el Tribunal Supremo de Justicia y
el mismo Consejo Nacional Electoral (CNE), para convencernos de la veracidad de
los resultados oficiales, hoy Venezuela y el mundo saben la verdad gracias a
que la oposición fue capaz de recopilar más del 80% de las actas y publicarlas,
mientras el órgano electoral, casi un mes después de la elección continúa sin
dar a conocer los resultados detallados por mesa, pese a las insistentes
demandas de toda la comunidad internacional.
El
problema para el Consejo Nacional Electoral es que publicar resultados
creíbles, que contradigan las actas publicadas por la oposición, es imposible.
Es imposible por los mecanismos de seguridad que habría que violar, incluidos
los códigos QR individuales para cada acta, las más de 180.000 firmas de
miembros de mesa, testigos y operadores de las máquinas de votación. A lo que
hay que agregar que además de estas más de 180.000 personas que firman las
actas, fueron testigos de los resultados los miembros del Plan República y los
ciudadanos que estaban presentes a la hora de la verificación ciudadana, lo que
puede totalizar al menos a unas 600.000 personas que estuvieron en el lugar y
les contaron a sus allegados, personalmente y por redes sociales, lo que pasó,
y compartieron imágenes del proceso y las actas con millones de personas en
Venezuela y el mundo. Todo ello sin sumar aún a las voces de los expertos
calificados, tanto nacionales como extranjeros, que desde paneles de expertos
internacionales o misiones de observación nacionales se sumaron a los
cuestionamientos sobre el proceso y sus resultados oficiales.
Con
todo esto, es posible decir que el round electoral ha concluido con un triunfo
indiscutible e irreversible para el movimiento democrático venezolano.
Autocratización
o democratización
Llegados
a este punto, en el que quién ganó la elección ya no es el factor que determina
quien gobierna, el escenario se abre hacia dos alternativas diametralmente
opuestas: autocratización o democratización.
El
camino de la autocratización implicaría, habiéndose negado el gobierno a
reconocer el resultado electoral y sus consecuencias, la consolidación de un
autoritarismo hegemónico, liderado por Maduro, que se cierra a la ruta
electoral como mecanismo de ejercicio de la soberanía popular. A partir de aquí
los procesos electorales carecerán de todo valor como mecanismos de
legitimación política, al menos a nivel del poder nacional, como sucede en
países como Rusia, y si acaso se mantendrían elecciones semi-competitivas en
los niveles subregionales, por su utilidad como mecanismo de clientelismo
político-electoral. Obviamente, en este escenario, ante la pérdida de la legitimidad
política, la gobernabilidad solo es posible a través del ejercicio
incondicional de la represión.
El
camino opuesto, el de la democratización, implicaría la materialización de un
cambio de gobierno, en este caso presidido por Edmundo González Urrutia, para,
a partir de allí, emprender cambios profundos que retornen al país al
restablecimiento de instituciones que funcionen bajo la lógica de una
democracia: Estado de derecho e igualdad ante la ley, balances y contrapesos
entre poderes públicos autónomos e independientes, liberta de expresión,
respeto irrestricto a la voluntad popular y a los derechos humanos y
ciudadanos, etc.
Es
obvio que hasta el día de hoy lo que hemos tenido es un evidente avance hacia
una mayor autocratización del régimen que se inicia desde la misma noche de la
elección cuando el Consejo Nacional Electoral (CNE), en una jugada inédita,
interrumpe el proceso de transmisión de datos, supuestamente por un sabotaje,
lo que impide continuar con la impresión de las actas y su entrega, así como
con las auditorías o verificaciones ciudadanas, durante varias horas.
Al
filo de la media noche, el CNE anuncia, en boca de su presidente, Elvis
Amoroso, que Maduro se había impuesto con 51,2% de los votos, lo cual
contradecía todas las predicciones, incluidas las nuestras, así como los exit
polls y conteos rápidos que se realizaban ese día, e iban en sentido opuesto al
casi 30% de las actas que la oposición había logrado recopilar hasta el momento
del anuncio.
El
avance autocrático se intensifica a partir del día siguiente, cuando una
ciudadanía descontenta comienza a manifestarse desde los cuatro puntos
cardinales del país y, en respuesta, el gobierno inicia una arremetida
represiva, no masiva, pero si letal, en la que, en un solo día, el lunes 29, se
cuentan unas catorce víctimas fatales, lo que equivale a un 10% de la represión
ejercida durante los cuatro meses de protestas en 2017.
Pese a
los llamados internacionales para que se publiquen los resultados por mesa de
votación, el CNE continúa sin hacerlo casi un mes depués de la elección,
mientras ignora comunicados de países, presidentes y organizaciones, como
Naciones Unidas, en las que se demanda una verificación de los resultados por
expertos internacionales. Al mismo tiempo, el gobierno, en un intento por
cerrar el caso al escrutinio internacional, remite el caso al máximo tribunal
del país para que produzca una decisión con fuerza de “cosa juzgada” o sea,
definitiva e inapelable, a partir de lo cual reclamará, como es previsible, que
se le reconozca como presidente electo.
Evidentemente,
si seguimos por este camino, y nada cambia porque ni la comunidad democrática,
nacional e internacional, consiguen una fórmula para romper la inercia del
statu quo, se corre el riesgo de que Maduro logre consolidar un régimen
totalitario que será mucho más difícil de revertir en el futuro.
Las
consecuencias de la autocratización
La
actual situación se traduce en un escenario en donde el camino electoral
adoptado por Maduro para legitimarse interna y externamente, a los fines de
reducir las presiones internas y externas, y romper con el cerco que generó la
manipulación del proceso electoral para garantizar su re-elección en 2018, se
revierte en su contra.
Se
revierte en su contra porque si la elección de 2018 fue cuestionable por sus
condiciones, la de 2024 lo es no solo por sus condiciones, que fueron peores a
las de ese año, sino por sus resultados y la forma en que se han presentado, lo
que ha tenido un desenlace grotesco, incluso para un país que desde hace mucho
se le reconoce por la ausencia de integridad electoral. Tan grotesco que
incluso misiones de expertos que han resultado siempre muy conservadoras a la
hora de opinar, como el Centro Carter y el pánel de expertos de Naciones
Unidas, así como países tradicionalmente aliados del gobierno venezolano, como
Brasil y Colombia, han tenido que hacer públicas sus críticas al proceso,
exigir la publicación y verificación de los resultados electorales, así como
marcar distancia con las prácticas del gobierno venezolano para preservar su
reputación.
Bajo
estas circunstancias, la elección del 29 de julio pierde toda utilidad para
Maduro a los fines de su legitimación y el cese de las presiones internas e
internacionales y, por el contrario, la misma ha contribuido a agravar su
propia deslegitimación, lo que generará un aumento de las presiones
internacionales y la conflictividad interna por la violación de las reglas
mínimas del juego político, lo que abre una caja de Pandora, donde todo vale, y
cuyas consecuencias finales son difíciles de predecir.
Lo que
si está claro es que el gobierno no podrá normalizar sus relaciones en el
ámbito internacional, lo que incluye tanto al sistema financiero multilateral,
cuyas puertas continuarán cerradas, como a los capitales privados (de origen
legítimo), que siempre busca certeza en las reglas de juego, lo que no es
posible en ausencia de Estado de derecho. Asimismo, no podrán normalizarse las
relaciones con la comunidad internacional democrática que, tanto por razones
reputacionales, como de política interior y exterior, se verán obligados a
mantener e incrementar la presión sobre Maduro para que reconozca los
resultados electorales y entregue el poder en enero del próximo año. En medio
de la actual dinámica internacional es predecible que no habrá alivio de
sanciones y, por el contrario, podrían suspenderse varias de las licencias
actuales, al tiempo que se implementan nuevos esquemas sancionatorios, sobre
todo personales, orientados hacia funcionarios clave, sus familias y
relacionados, como ocurrió en el caso de Guatemala cuando trato de bloquearse
la toma de posesión del presidente Arévalo el pasado 14 de enero.
A lo
interno del país, la situación no es menos complicada. A casi un mes de la
elección, el régimen liderado por Maduro no ha podido, y difícilmente podrá,
tener el control total de la situación. Tras haber violado las reglas más
elementales del juego electoral y no haber logrado su legitimación política, se
abren las puertas a un conflicto interno que, tras las primeras manifestaciones
espontáneas del lunes 29 y el martes 30, se ha logrado canalizar de manera
pacífica, gracias al llamado de quien lidera este proceso, María Corina
Machado. Pero que, en caso de no vislumbrarse una salida en las semanas
siguientes, podrían producirse eventos que disparen la indignación, o hagan que
la gente pierda la confianza en una salida pacífica, con lo que el conflicto
podría escalar hacia dinámicas distintas en las que el gobierno se haría más
dependiente de la represión masiva, lo que colocaría al aparato judicial,
militar y policial ante un dilema: Maduro o la paz.
Solo
dos escenarios posibles
La situación
descrita implica que solo hay dos escenarios posibles: La consolidación
definitiva del régimen en un autoritarismo hegemónico, como lo son hoy Cuba y
Nicaragua, o una transición democrática.
El
escenario de un cierre autocrático se materializaría por la simple inercia del
proceso. Por la imposibilidad de revertir la actual situación en las semanas
siguientes, y por el desgaste y capitulación de las fuerzas democráticas
domésticas (por el desgaste y la represión) e internacionales (por pragmatismo).
Tal escenario implicaría el aislamiento económico y político del país de los
circuitos democráticos internacionales, la intensificación de las relaciones
del gobierno con otros regímenes iliberales, el empobrecimiento del país y el
consecuente deterioro de las condiciones de vida, el allanamiento de los
derechos políticos y humanos de los venezolanos, y el inicio de un nuevo éxodo
masivo de venezolanos.
Una
transición democrática, por el contrario, demanda romper la actual inercia
desde una posición innegable de ventaja que la oposición nunca antes había
tenido, el haber ganado la elección presidencial, que sin embargo no resulta
suficiente, por lo que a ello hay que sumar el mantener el interés y la
disposición a apoyar de la comunidad internacional democrática, que debe
traducirse en acciones concretas que, combinadas con la presión interna, sean
capaces de persuadir al gobierno de que negociar una transición política es su
mejor alternativa.
La
experiencia internacional nos enseña que los regímenes, por muy monolíticos que
parezcan, jamás lo son, por lo que los escenarios que comienzan a reunir las
condiciones para producir una transición por ruptura son a veces leídos,
inteligentemente, por los autócratas que han decidido adelantarse al colapso y
negociar las condiciones de una transición (Chile, Sudáfrica, Ghana), mientras
que en otros casos han sido los actores que sostienen al régimen quienes
deciden buscar la paz del país y la suya propia (Venezuela, Portugal,
Filipinas, Serbia, Ucrania, Perú, Bolivia).
Benigno
Alarcón Deza
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