Francisco Fernández-Carvajal 27 de agosto de 2024
@hablarcondios
— El
ejemplo de San Pablo.
— La
calidad humana del trabajo.
— Amar
el propio quehacer profesional.
I. El
trabajo es un don de Dios, un gran bien para el hombre, aunque lleve consigo
«el signo de un bien arduum, según la terminología de Santo Tomás
(...). Y es no solo un bien útil o para disfrutar, sino un bien digno, es
decir, que corresponde a la dignidad del hombre, un bien que expresa esta
dignidad y la aumenta»1.
Una vida sin trabajo se corrompe, y en el trabajo el hombre «se hace más
hombre»2, más digno y más noble, si lo lleva a cabo como Dios quiere.
El trabajo es consecuencia del mandato de dominar la tierra3 dado por Dios a la humanidad, que se volvió penoso por el pecado original4, pero que constituye el «quicio de nuestra santidad y el medio sobrenatural y humano apto para que llevemos con nosotros a Cristo y hagamos el bien a todos»5. Es como la columna vertebral del hombre, en la que se sostiene su vida entera, y medio a través del cual hemos de alcanzar la propia santidad y la de los demás. Un descentramiento en el trabajo ordinario, en el quehacer profesional, puede repercutir en toda la vida del hombre; también en sus relaciones con Dios. Por esto, comprendemos bien los males que llevan consigo la pereza, el trabajo mal hecho, la chapuza, las tareas a medio terminar... «El hierro que yace ocioso, consumido por la herrumbre, se torna blando e inútil; mas si se lo emplea en el trabajo, es mucho más útil y hermoso y apenas si le va en zaga por su brillo a la misma plata. La tierra que se deja baldía no produce nada sano, sino malas hierbas, cardos y espinas y árboles infructuosos; mas la que goza de cultivo se corona de suaves frutos. Y, para decirlo en una palabra, todo ser se corrompe por la ociosidad y se mejora por la operación que le es propia»6; el hombre, por su trabajo.
San
Pablo, como leemos en la Primera lectura de la Misa7,
señala a los primeros cristianos de Tesalónica su manera de comportarse con
ellos, mientras les predicaba la Buena Nueva de Jesús: Recordad -les
dice- nuestros esfuerzos y fatigas; trabajando día y noche para no
serle gravoso a nadie...8».
Y más tarde, en la segunda Carta: Ya sabéis cómo tenéis que imitar mi
ejemplo: no viví entre vosotros sin trabajar, nadie me dio de balde el pan que
comí, sino que trabajé y me cansé día y noche, a fin de no ser carga para nadie9.
El Espíritu Santo, con este ejemplo, nos ha inculcado un principio práctico
bien claro a seguir: el que no trabaje, que no coma.
Hoy,
en nuestra oración serena y sosegada, hemos de tener presente que este mismo
espíritu de laboriosidad, de trabajo intenso, que se vivió entre los primeros
cristianos, lo espera también el Señor de nosotros. Uno de los escritos más
antiguos nos ha dejado este admirable testimonio: «Todo el que llegue a
vosotros en nombre del Señor, sea recibido; luego, examinándole, le conoceréis
(...). Si el que llega es un caminante, no permanecerá entre vosotros más de
dos días o, si hubiera necesidad, tres. Pero si quiere establecerse entre
vosotros, teniendo un oficio, que trabaje y así se alimente. Mas si no tiene
oficio, proveed según vuestra prudencia, de modo que no viva entre vosotros
ningún cristiano ocioso. Si no quiere hacerlo así, es un traficante de Cristo;
estad alerta contra los tales»10.
II. El
Señor nos dio, en sus años de Nazaret, un ejemplo admirable de la importancia
del trabajo y de la perfección humana y sobrenatural con que hemos de realizar
la tarea profesional. «Jesús, creciendo y viviendo como uno de nosotros, nos
revela que la existencia humana, el quehacer corriente y ordinario, tiene un
sentido divino. Por mucho que hayamos considerado estas verdades, debemos
llenarnos siempre de admiración al pensar en los treinta años de oscuridad, que
constituyen la mayor parte del paso de Jesús entre sus hermanos los hombres.
Años de sombra, pero para nosotros claros como la luz del sol»11.
Su misma manera de hablar, las parábolas e imágenes que utilizará después en su
predicación revelan a un hombre que ha conocido muy de cerca el trabajo; habla
siempre para quien se «afana, para una vida ordinaria en la que rige siempre la
ley de la normalidad, la aparición previsible de los mismos problemas para las
mismas personas. Este es el ambiente de la predicación de Cristo; sus
enseñanzas han quedado gráficamente conectadas con este clima. No era el
“filósofo”, ni el “visionario”, sino el artesano. Uno que trabaja, como todos»12.
En San
José, nuestro Padre y Señor, encontramos una existencia también llena de
trabajo, una vida corriente como la nuestra, y al que en el día de hoy podemos
encomendar nuestras tareas profesionales. Él inició a Jesús en su oficio y le
enseñó hasta adquirir la maestría de un verdadero profesional en el manejo de
la sierra, del escoplo, de la garlopa y del cepillo.
Durante
su vida pública, el Maestro llamó a personas habituadas al trabajo: San Pedro,
pescador de oficio, volverá de nuevo a sus tareas de pesca apenas se le ofrezca
la primera oportunidad13;
San Mateo recibirá la llamada para seguir al Señor mientras ejercía su oficio
de recaudador de impuestos, y así todos los demás.
Cuando
San Pablo se retiró de Atenas y vino a Corinto, encontró allí a un judío
llamado Aquila, originario del Ponto, y a su esposa Priscila. Se juntó con
ellos. Y como era del mismo oficio, se hospedó en su casa y trabajaba en su
compañía, pues eran ambos fabricantes de lonas14.
Durante esta estancia de año y medio en Corinto, San Pablo escribe esas
exhortaciones exigentes a los cristianos de Tesalónica, convencido de que
muchos de los males que se estaban originando en aquella comunidad cristiana se
debían a que algunos eran más dados a hablar y a corretear de casa en casa que
a ocuparse de su propio trabajo.
Nosotros
debemos examinar con frecuencia la calidad humana de nuestro quehacer: si lo
comenzamos y lo terminamos según el horario previsto, aunque alguno de nuestros
compañeros, o todos, por las razones que sea, no lo vivieran; si lo hacemos con
orden, no dejando para el final, sin razón, lo más costoso, lo menos grato; si
trabajamos con intensidad, aprovechando las horas, procurando evitar
conversaciones, llamadas por teléfono inútiles o menos necesarias; si tenemos
afán de mejorar en ese trabajo con el estudio oportuno, procurando estar al día
en las nuevas cuestiones que surgen en toda profesión; si nos excedemos, como
ocurre con aquello que amamos, pero con temple y rectitud, sin detrimento del
tiempo que debemos a la familia, a los hermanos, al apostolado, a la propia
formación... Pensemos también si cuidamos los instrumentos que utilizamos, sean
nuestros o de la empresa. Contemplemos a Jesús en su taller de Nazaret, pidamos
al Señor entrar allí con los ojos de la fe, y veremos entonces si nuestro
trabajo tiene la calidad y la hondura que Él pide a quienes le siguen.
III.
Hemos de amar y cuidar la propia tarea porque es un mandato de nuestro Padre
Dios. Con el trabajo ordinario se desarrolla la personalidad, se gana lo
necesario para las necesidades de la familia y de uno mismo, y para ayudar a
obras buenas de apostolado, de formación, etc. Hemos de amarlo, y ha de ser a
la vez materia de oración, porque, además, el trabajo es uno de los más altos
valores humanos, medio con el que cada uno debe contribuir al progreso de la
sociedad y, sobre todo, porque es camino de santidad. Cada día podemos llevar
al Señor tantas cosas que procuramos estén bien hechas: el estudiante podrá
ofrecer horas de estudio intensas y completas; la madre de familia presentará
el desvelo eficaz por sus hijos, por el marido, el cuidado de los mil detalles
que hacen de su casa un verdadero hogar; el médico, junto a la competencia
profesional, el trato amable y acogedor con los pacientes; la enfermera, esas
horas llenas de un continuo servicio, como si cada uno de los enfermos fuera el
mismo Cristo... En la realización del trabajo surgirán con frecuencia
peticiones de ayuda al Señor, acciones de gracias, deseos de dar gloria a Dios
con aquello que tenemos entre manos...
Los
cristianos corrientes, los laicos, no nos santificamos a pesar del
trabajo, sino a través del trabajo; encontramos al Señor en
las variadas incidencias que lo componen, unas agradables y otras menos, el
campo en el que se ejercitan las virtudes humanas y las sobrenaturales.
El
amor al propio quehacer profesional nos llevará frecuentemente a permanecer,
quizá muchos años o toda la vida, en la misma tarea. Ello no achica la sana
ambición de procurar ascender y conseguir una situación o un puesto de trabajo
mejor. Pero ese deseo legítimo, que forma parte de la buena mentalidad
profesional, no debe ocasionar intranquilidad ni desasosiego, como si el éxito
profesional y ganar dinero fueran los móviles únicos o predominantes. Los
cristianos no debemos medir los trabajos solo por el dinero, como si esto fuera
lo único que en definitiva importara. La profesión es el lugar donde se
desarrolla y perfecciona la propia personalidad, es un modo de servir a otras
personas, el medio para colaborar al progreso social y donde encontramos a Dios15.
Y todo eso hay que valorarlo al juzgar el propio trabajo profesional.
San
Pablo, como otros muchos hombres, dedicaba un tiempo a trabajar para ganarse el
pan. En su trabajo profesional seguía siendo el Apóstol de las gentes, el
elegido por Dios, y se servía de su misma profesión para acercar a otros a
Cristo. Así hemos de hacer nosotros, cualquiera que sea nuestro oficio y
nuestro lugar en la sociedad. Y si nos tocara estar impedidos o enfermos, esas
mismas circunstancias deben ser luz, quizá incluso más brillante, para que
otros muchos vean el camino que lleva a Dios y se sientan movidos a seguirlo.
1 Juan
Pablo II, Enc. Laborem exercens, 14-IX-1981, I, 9. —
2 Ibídem.
—
3 Cfr. Gen 1,
28. —
4 Cfr. Gen 3,
17. —
5 San
Josemaría Escrivá, Carta 14-II-1950. —
6 San
Juan Crisóstomo, Homilía sobre Priscila y Aquila. —
7 Primera
lectura. Año 1. 1 Tes 2, 9-13; Año II. 2 Tes 3,
6-10, 16-18. —
8 1
Tes 2, 9. —
9 2
Tes 3, 7-8. —
10 Didaché o Doctrina
de los Doce Apóstoles, en Padres Apostólicos griegos, BAC,
Madrid 1950, 12, 2-4 —
11 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 14. —
12 R.
Gómez Pérez, La fe y los días, Palabra, Madrid 1973, p. 20.
—
13 Cfr. Jn 21,
3. —
14 Cfr. Hech 18, 1-3. —
15 Cfr. Conc. Vat.
II, Const. Gaudium et spes, 34.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria/1/
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