Asdrúbal Aguiar 21 de agosto de 2024
La
cuestión del adecuado uso del lenguaje para sortear las trampas que conlleva su
perturbación por el socialismo del siglo XXI, ahora progresismo, sólo
interesado en sostener a sus dictaduras mediante la falsificación de la
democracia, exige estar muy prevenidos. Además, cura contra el tremendismo
hiperbólico que inunda a la política de actualidad, de modo particular a su
laboratorio que es Venezuela. No olvidemos que se trata de la sede de un
holding coludido con el narcoterrorismo desde agosto de 1999, cuyos tentáculos,
afincados sobre el Oriente de los despotismos siguen perturbando con sus
relatos mendaces las relaciones geopolíticas en el Occidente de las leyes.
Abordo el título, pues, en forma de interrogante y con carácter crucial, justamente por cuanto en el marco del proceso de deconstrucción cultural impulsado por la izquierda marxista desde 1989 –cuando se entierra El capital de Marx y se asume como guía al catecismo de Antonio Gramsci, amplificándolo con el andamiaje digital– se siguen forjando narrativas que perturban los significantes del lenguaje común en sus significados; con un único propósito, a saber, condicionar a la opinión pública, llenarla de prejuicios sensoriales y congelarla en su movilidad racional. Así, al no saber cada persona que cada palabra que usa significa una cosa distinta en el mercado de los destructores de la democracia, con la repetición de sus decires se les ayuda, se contribuye a que muera sin quejidos la alternancia en el poder y el pluralismo, y el diálogo democrático se torna en diálogo de sordos.
No por
azar le fue cómodo a los huérfanos del socialismo real, luego de que se abriera
la Puerta de Brandemburgo, decidir que accederían al poder sin las armas y con
los votos, para, sucesivamente, predicar la democracia vaciándola de contenidos
y esgrimir a los derechos humanos –es la experiencia de los últimos 25 años en
las Américas– para violarlos de manera sistemática y como política de Estado
una vez elegidos.
Desentrañar
las narrativas que, en propiedad, son construcciones literarias de ordinario
ficticias y son usadas para fomentar en la plaza de las ideas las ilusiones,
que se vuelven frustraciones en un tris, es el mejor blindaje para todo aquel
que luche por la libertad sinceramente.
De
cara a lo recién ocurrido en Venezuela, cuando la dictadura –no la tamicemos
como autoritarismo electivo– coludida con los poderes a su servicio, incluida
la cúpula protocolar de la Fuerza Armada, opta por falsificar la voluntad
popular que le ha derrotado de forma monumental el pasado 28 de julio y así
buscar reimponer su liderazgo por la fuerza apelando al Estado policial,
resulta cínico hablar de fraude electoral. De ser así, lo que cabría es
corregirlo con los técnicos, revisar las votaciones dobles o el voto de los
muertos, o recibir la queja del votante al que no se le permitió votar, u
observar que las elecciones fallaron por falta de observación y al término
medir sí tal fraude tuvo o no incidencia determinante en los resultados.
E in extremis, ante el entuerto, tal como lo sugieren aliados
internacionales de Nicolás Maduro Moros, tendrían sentido unas nuevas
elecciones. Y es esta la falsa perspectiva que alimentan los gobiernos de
Brasil, Colombia y México, manipulando sus narrativas mientras avanzan,
taimadamente, para no irritar a sus opiniones públicas internas, dispuestas a
cobrarles cualquier traición a la democracia.
Es
inaceptable para las democracias de las Américas la falsificación de sus
experiencias en el teatro de la simulación, por lo que cabe precisar –mirando a
Venezuela– eso que recoge la doctrina política más autorizada sobre el sentido
contemporáneo de los golpes de Estado. Cristalizan cuando son realizados por
(1) órganos del Estado, a saber y en el caso, por el tirano Maduro Moros y
Elvis Amoroso, cabeza del Poder Electoral que lo proclama electo sin conteo de
votos ni impresión de actas; (2) sosteniéndole como cabeza política del
país, sin votos; (3) mediando la complicidad-neutralidad de los militares; (4)
avanzándose en la potenciación del aparato policial de Estado, concretada en
esos otros crímenes de lesa humanidad poselectorales denunciados por la ONU; e
incidiéndose (5) en la agregación de la demanda política, tras la eliminación –
o persecución represora – de los políticos y los partidos de las fuerzas
democráticas que lidera María Corina Machado.
Insisto
en la idea de la falsificación, pues es distinta de lo fraudulento, que implica
engaño y traición a la buena fe, y visto que, durante el golpe dirigido contra
quien es el verdadero presidente electo, Edmundo González Urrutia, luego del
voto que salvaron las fuerzas democráticas preservando copias auténticas de las
actas de escrutinio de cada mesa, sobrevino el manotazo del tirano. Secuestró,
con la complicidad necesaria del Poder Electoral y el Ministerio Público, y
ahora de su Tribunal Supremo de Justicia, las pruebas del proceso, ocultándolas
ante el país y el mundo.
En
fin, ahora que Maduro instruye a su asamblea para que encarcele a los fascistas
–pide cárcel para González Urrutia y Machado, mientras encarcela a los
testigos– dictando una ley que los purgue, para que se vaya 70% de los
venezolanos que votaron en su contra, se retrata desnudo ante el espejo con su
régimen de la mentira. Bajo el fascismo, ciertamente, se condena a la mayoría
al silencio y al ocio político, por considerársela fuera de la vida
constitucional, tal como este lo predica. Y es que fascistas son él y Amoroso,
y Padrino y los Rodríguez, y el TSJ como su amanuense: “Es el gobierno de la
indisciplina autoritaria, de la legalidad adulterada, de la ilegalidad
legalizada, del fraude – aquí sí – constitucional”, lo dice Piero Calamandrei,
en su lapidaria obra El fascismo como régimen de la mentira.
En
suma, dada la falta de prevención en cuanto a las narrativas, algunos
demócratas afirman, después de 25 años, que la tiranía está al desnudo. Nació
en 1999, cuando su Constituyente asumió el control total de los poderes
públicos en Venezuela.
Asdrúbal
Aguiar
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