José Luis Farías 25 de agosto de 2024
@fariasjoseluis
La
otra cara:
En el
reciente fallo de la Sentencia 32, emitida por la Sala Electoral del Tribunal
Supremo de Justicia, podría estar gestándose un nuevo dicho popular que, con el
tiempo, podría rivalizar con el añejo: “se acata pero no se cumple”. Este nuevo
adagio, “se acata pero no se cree”, no es simplemente una curiosidad
lingüística, sino un reflejo agudo de la realidad social y política en la que
se inscribe.
El dicho tradicional, “se acata pero no se cumple”, tiene profundas raíces en el ámbito legal y político, especialmente en contextos de tensión donde la obediencia formal choca con la práctica efectiva. Se usa para describir una situación en la que, aunque se acepta oficialmente una orden o una ley, en la práctica se hace caso omiso de ella. Este fenómeno no es nuevo, ni mucho menos exclusivo a ciertas geografías o épocas. En sistemas autoritarios, o en contextos políticos cargados de ambigüedad y control, la conformidad superficial es la norma, y la obediencia formal se convierte en una mascarada que oculta la verdadera resistencia.
La
nueva variante del dicho, “se acata pero no se cree”, añade una capa adicional
de desconfianza y escepticismo. No se trata solo de aceptar una decisión sin
cumplirla; se trata de una aceptación que ni siquiera se toma en serio, una
obediencia que es más una formalidad vacía que una verdadera disposición a
someterse a la autoridad. En la Venezuela actual, este dicho podría servir como
una crónica mordaz de la disfunción política y la apatía administrativa que
caracteriza a muchos sistemas bajo presión. La separación entre la aceptación
formal de una autoridad y la falta de acción efectiva es una brecha que refleja
el desencanto generalizado y la desilusión con un orden que se percibe como
distante e ineficaz.
Así,
en este contexto, la Sentencia 32 no solo se convierte en un hito legal, sino
en un espejo que refleja la fractura entre lo que se dice y lo que se hace. Es
un recordatorio de que, cuando la confianza en las instituciones se erosiona,
el cumplimiento se convierte en una mera formalidad, y la obediencia se ve
teñida de escepticismo. La realidad, al final, puede ser mucho más complicada y
matizada que el simple acto de acatar, pues la verdadera medida del
cumplimiento es, a menudo, la actitud con la que se enfrenta una decisión.
De La
Luz a la Penumbra Electoral
La
expresión “la justicia es luz” evoca una metáfora cargada de significados:
claridad, verdad y transparencia. Este principio debería ser el faro que guía a
todo sistema judicial en su búsqueda de lo correcto, ayudando a discernir entre
la verdad y el error, entre la justicia y la injusticia. La luz, en esta
acepción, simboliza la moralidad y la verdad absoluta, dotando a la justicia de
una cualidad casi divina en su aspiración de iluminar el camino de los
ciudadanos.
Sin
embargo, en la realidad, la Sala Electoral del Tribunal Supremo de Justicia
parece haber trocado la luz por una penumbra inquietante. En el dispositivo de
la sentencia número 32, este órgano certifica y convalida que el gobierno ganó
las elecciones. Pero, al hacerlo, no sólo ignora una serie de irregularidades,
sino que también parece operar bajo una premisa contraria a la claridad y a la
verdad que la metáfora exige.
La
normativa vigente establece con precisión que el Consejo Nacional Electoral
(CNE) debe presentar las actas totalizadas de los escrutinios dentro de las 48
horas posteriores a la finalización del proceso electoral. No obstante, el CNE
no cumplió con este mandato, una omisión que, de acuerdo con las reglas,
debería haber puesto en tela de juicio la validez de los resultados
presentados. El primer boletín electoral, presentado por el presidente del CNE,
Elvis Amoroso, fue una versión apresurada y sin las formalidades requeridas,
que únicamente reflejaba el 80 por ciento de las actas escrutadas. Este boletín
no sólo ignoraba el hecho de que la diferencia entre los dos candidatos más
votados era considerablemente menor que la cantidad de votos aún por escrutar,
sino que proclamaba la victoria como irreversible sin un análisis exhaustivo de
los datos restantes.
El
apremio de Amoroso por declarar un ganador a cualquier costo era evidente. Más
de 2,3 millones de votos aún estaban por contar y la diferencia era de 700 mil
votos, una cifra que, lejos de permitir una proclamación definitiva, exigía
cautela y meticulosidad. Sin embargo, lo que primaba en ese momento era cumplir
con una orden que fue impartida en la madrugada del 29 de julio.
Este
relato es un reflejo sombrío de cómo la luz de la justicia puede ser eclipsada
por la oscuridad de la parcialidad y el apuro. La justicia, lejos de iluminar,
parece haberse convertido en un instrumento que perpetúa la opacidad. La
sentencia número 32 y el manejo de los resultados electorales por parte del CNE
revelan una distorsión de los principios de claridad y verdad que la justicia
debe encarnar. En lugar de iluminar, esta situación refleja un oscuro juego de
intereses que oscurece aún más el ya complejo panorama político.
La
Oscuridad de la Transparencia
La
justicia, como el concepto que ilumina la verdad y la transparencia, debería
garantizar que lo oculto salga a la luz. En teoría, este principio demanda
procesos judiciales claros y accesibles, destinados a prevenir la corrupción y
el encubrimiento. Sin embargo, la realidad que se dibuja en el reciente
escenario electoral contradice esta premisa.
La
Sala Electoral del Tribunal Supremo de Justicia, en su sentencia, no solo
incurre en una oscura distorsión de la verdad, sino que también desatiende la
transparencia que se le exige. En un contexto donde el primer boletín del
Consejo Nacional Electoral (CNE) se presenta de manera precipitada y sin la
rigurosidad debida, la Sala no solo avala dicha presentación, sino que también
oculta información crucial.
Denuncias
del excandidato presidencial Enrique Márquez, apoyadas por una testigo
presencial, revelan que este primer boletín no fue producto del trabajo de la
sala de totalizaciones. La elaboración del boletín no cumplió con el protocolo
establecido: no se realizó en presencia de los testigos nacionales de los
candidatos, de las organizaciones políticas ni de los veedores internacionales.
Esta falta de transparencia pone en duda la legitimidad de los resultados
presentados y el proceso en su totalidad.
El
nivel de ocultamiento alcanza nuevas dimensiones cuando la Sala Electoral
valida la denuncia del CNE sobre un presunto hackeo en la transmisión de datos.
El CNE había afirmado que la transmisión se realizó a través de líneas
telefónicas individuales analógicas y no por Internet, lo que desafìa la
veracidad del supuesto ataque informático. Lo más grave es que la Sala
Electoral no interrogó a los directivos de CANTV, MOVILNET ni de la empresa
proveedora de las máquinas electorales, Excle. La Sala se limita a aceptar las
afirmaciones del CNE sin presentar evidencia alguna, convirtiendo la palabra
oficial en una verdad inapelable.
El
supuesto hackeo, de acuerdo con la Sala, habría impedido la totalización de las
actas, pero no debería haber afectado la obtención de información sobre los
votos. Sin embargo, la Sala omite detallar las razones detrás de la suspensión
de la auditoría de telecomunicaciones fase II, prevista para el 29 de julio, y
la auditoría de verificación ciudadana fase II, programada para el 2 de agosto.
Ambas auditorías eran esenciales para verificar las alegaciones de hackeo.
Además,
el CNE no publicó los resultados de las máquinas que transmitieron a la sala de
totalización de Plaza Venezuela ni entregó la base de datos del primer boletín,
que incluía el 80 por ciento de las actas, a los candidatos y observadores
electorales. Esta falta de publicación y de transparencia en la entrega de
datos viola la legislación vigente, que exige el escrutinio completo antes de
la proclamación del presidente electo. A pesar de estas irregularidades, la
Sala Electoral no solo las ignora, sino que las certifica y convalida, sellando
así un proceso marcado por la opacidad y la falta de rendición de cuentas.
En
definitiva, la justicia que debería iluminar se ha convertido en una sombra que
oscurece aún más el proceso electoral, desdibujando la claridad y la
transparencia que son su esencia. En lugar de arrojar luz, el fallo de la Sala
Electoral perpetúa la penumbra, dejando a la opinión pública en la incertidumbre
y la desconfianza.
Cuando
la justicia se apaga
La
justicia, en su forma más pura, debería ser una guía y una protección para los
ciudadanos, del mismo modo que la luz ilumina el camino en la oscuridad. Su
misión es proporcionar orientación y asegurar que los derechos sean respetados
y defendidos. Sin embargo, la actuación de la Sala Electoral del Tribunal
Supremo de Justicia ha demostrado ser todo lo contrario a esta idealización.
En el
país, el 28 de julio fue un día en que se quebrantaron las normas y se
alteraron las realidades aceptadas. Testigos electorales, tanto de oposición
como de gobierno; efectivos militares, desde la tropa hasta los oficiales;
observadores internacionales, ya fueran imparciales o afines al régimen; y
ciudadanos en general, todos ellos fueron testigos de un proceso que evidenció
una grave violación de la soberanía popular. Y sin embargo, la Sala Electoral
parece empeñada en obviar estos hechos, tratando de disfrazar la verdad al
afirmar que lo evidente es cuestionable y que la culpa recae en un presunto
hackeo.
La luz
también simboliza la equidad, un principio que debería impregnar la aplicación
de la justicia, garantizando que todos los ciudadanos sean tratados con
imparcialidad y sin favoritismos. La Sala Electoral, en lugar de actuar con
justicia, ha actuado con una previsibilidad que desmiente cualquier pretensión
de imparcialidad. El veredicto que se esperaba, tan anticipado como el
desenlace de un guion conocido, no hacía más que confirmar lo que muchos ya
sabían: la justicia no fue más que una formalidad.
El
papel de la justicia como símbolo de esperanza y renovación se ve gravemente
empañado en situaciones de injusticia flagrante. La Sentencia de la Sala
Electoral, cuyo contenido permanece en las sombras, contrasta drásticamente con
la promesa de luz y claridad que debería representar. La decisión, tomada con
una aparente falta de transparencia y rigurosidad, ha dejado en la penumbra el
verdadero espíritu de la justicia.
El
lema “la justicia es luz” debería enfatizar su función primordial en la
sociedad: iluminar, guiar y proteger a las personas, promoviendo un entorno
justo y equitativo. Sin embargo, en el caso de la Sala Electoral, esta luz
parece haberse extinguido. Los magistrados, en lugar de estar guiados por los
principios de claridad y justicia, parecen operar en una sombra que distorsiona
la verdad y desdibuja la imparcialidad. La oscuridad de su sentencia es un
reflejo preocupante de una justicia que, lejos de iluminar, perpetúa la
confusión y el descontento.
Desafiando
la Farsa
Negarse
a ser engañado, en un mundo donde las sombras se entrelazan con la luz, es una
tarea ingrata, pero es un acto de rebeldía contra la impostura que nos rodea.
Es esa la posición ampliamente mayoritaria del pueblo venezolano Declarar la
farsa, como un héroe trágico que desenmascara a los titiriteros ocultos tras el
telón, es un acto de valentía que afortunadamente hoy muchos se atreven a
realizar, aún ante el miedo que se pretende sembrar con amenazas y persecución.
Rechazar la complicidad, ese abrazo silencioso que nos une a la mediocridad, es
un imperativo para aquellos que buscan despojarse de las artimañas fascistoides
que se deslizan, como serpientes astutas, en los intersticios de nuestra
realidad a través de las instituciones asaltadas por los personeros del
régimen.
Es
inútil, sin embargo, intentar resolver el laberinto antes de haber recorrido
sus pasillos. La liberación no es una meta que se alcanza sin antes haber
confrontado los espejos distorsionados de nuestra existencia, sin denunciar el
abuso, la corrupción y la impunidad aviesa que hoy distingue el ejercicio del
poder. Así, cada negación y cada revelación se convierten en una piedra
fundamental de una construcción que, aunque insuficiente, es indispensable para
la búsqueda de una verdad que trasciende las sombras, de una certidumbre que
nos dé el sosiego necesario para reconstruir la república. Esta es, sin duda,
una prioridad que se impone a quienes se atreven a desafiar el orden
establecido, un acto de creación en un universo dominado, por ahora, por
quienes se esfuerzan por mantener el caos como condición indispensable para
asegurar su dominación.
En el
túnel de la represión, donde los formatos se suceden como reflejos en una
interminable galería, la Sentencia 32 se erige como un artefacto de ilusoria
autoridad. Su eficacia, pretendida y veleidosa, se revela fútil ante la severa
crisis de legitimidad que asola al gobierno de Nicolás Maduro. En la oscuridad
de su falta de credibilidad, esta sentencia se convierte en un objeto de
desdén, incapaz de redimir la fragmentada realidad política, un eco vacío en
los pasillos de un poder que no encuentra reflejo en la fe de su propio pueblo.
La formalidad de la represión, pues, no puede subyugar la verdad de la
desconfianza que, cual sombra inexorable, acompaña a un régimen que se debate
en el vacío de su propia diseminada legitimidad. El país demanda una solución
política que nos dé futuro con paz y libertad.
José
Luis Farías
@fariasjoseluis
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