Francisco Fernández-Carvajal 25 de agosto de 2024
@hablarcondios
—
Necesidad de que alguien guíe nuestra alma en su camino hacia Dios.
— A
quién debemos acudir. Visión sobrenatural en la dirección espiritual.
—
Constancia, sinceridad y docilidad.
I. Os
deseamos la gracia y la paz de Dios Padre y del Señor Jesucristo -escribe
San Pablo a los cristianos de Tesalónica-. Y es deber nuestro dar
gracias continuas a Dios por vosotros, hermanos; y es justo, pues vuestra fe
crece vigorosamente, y vuestro amor, de cada uno por todos, y de todos por cada
uno, sigue aumentando1.
Con la asistencia del Espíritu Santo a su Iglesia, los primeros fieles gozaron
del desvelo sacrificado de sus pastores. Por contraste, los fariseos no
supieron guiar al Pueblo elegido porque, culpablemente, se quedaron sin luz, y
echaron sobre los hijos de Israel una carga áspera y dura, que además no les
llevaba a Dios. El Señor les llama en el Evangelio de la Misa2 guías
ciegos, incapaces de señalar a otros el verdadero camino.
Una de las gracias más grandes que podemos haber recibido es la de tener quien nos oriente en esta senda de la vida interior; y si no hemos encontrado aún a quien nos enseñe y aconseje, en nombre de Dios, en la construcción del propio edificio espiritual, pidámoslo al Señor: quien busca, encuentra; el que pide, recibe; al que llama, se le abrirá3. Él no dejará de darnos este gran bien.
En la
dirección espiritual vemos a esa persona, puesta por el Señor, que conoce bien
el camino, a quien abrimos el alma y hace de maestro, de médico, de amigo, de
buen pastor en las cosas que a Dios se refieren. Nos señala los posibles
obstáculos, nos sugiere metas más altas en la vida interior y puntos concretos
para que luchemos con eficacia; nos anima siempre, ayuda a descubrir nuevos
horizontes y despierta en el alma hambre y sed de Dios, que la tibieza, siempre
al acecho, querría apagar. La Iglesia, desde los primeros siglos, recomendó
siempre la práctica de la dirección espiritual personal como medio eficacísimo
para progresar en la vida cristiana.
Es muy
difícil que alguien pueda guiarse a sí mismo en la vida interior. Tantas veces
el apasionamiento, la falta de objetividad con que nos vemos a nosotros mismos,
el amor propio, la tendencia a dejarnos llevar por lo que más nos gusta, por
aquello que nos resulta más fácil..., van difuminando el camino que lleva a
Dios (¡tan claro quizá al principio!), y cuando no hay claridad viene el
estancamiento, el desánimo y la tibieza. «El que solo quiere estar, sin arrimo
y guía, será como el árbol que está solo y sin dueño en el campo, y que por más
fruta que tenga, los viadores se la cogerán y no llegará a sazón (...).
»El
alma sola sin maestro, que tiene virtud, es como el carbón encendido que está
solo; antes se irá enfriando que encendiendo»4.
Es una
gracia muy particular del Señor poder contar con esa persona que nos ayuda
eficazmente en nuestra santificación y a la que podemos abrirnos en una
confidencia llena de sentido humano y sobrenatural. ¡Qué alegría cuando podemos
comunicar lo más profundo de nuestros sentimientos, para orientarlos al Señor,
a alguien que nos comprende, nos anima, nos abre horizontes nuevos, reza por
nosotros y tiene una gracia especial para ayudarnos!
En la
dirección espiritual encontramos a Cristo mismo que nos oye atentamente, nos
comprende y nos da fuerzas y luces nuevas para seguir adelante.
II. En
la dirección espiritual se requiere un profundo sentido humano y un gran
espíritu sobrenatural; por eso, la confidencia «no se hace a cualquier persona,
sino a quien nos merece confianza por lo que es o por lo que Dios la hace ser
para nosotros»5.
Para San Pablo, la persona que Dios elige será Ananías, quien le fortalece en
el camino de su conversión; para Tobías será el Arcángel San Rafael, con figura
humana, el encargado por Dios de orientarle y aconsejarle en su largo viaje.
La
dirección espiritual ha de moverse en un clima sobrenatural: buscamos la voz de
Dios. Para pedir un consejo o confiar una preocupación exclusivamente humana
sin mayor trascendencia, bastaría dirigirse quizá a quien sea capaz de
comprender y sea discreto y prudente, mas para aquello que al alma se refiere
hemos de discernir en la oración quién es el buen pastor para
nosotros, «pues se corre el peligro, si solo a motivos humanos se atiende, de
que no entiendan ni comprendan, y entonces la alegría se torna amargura, y la
amargura desemboca en incomprensión que no alivia; y en ambos casos se
experimenta la desazón, el íntimo malestar de quien ha hablado demasiado, con
quien no debía, de lo que no debía»6.
No debemos escoger guías ciegos, que más que ayudar nos llevarían a
tropezar y caer.
El
sentido sobrenatural con el que acudimos a la dirección espiritual evitará
también el andar buscando un consejo que favorezca el propio egoísmo, que
acalle precisamente con su presunta autoridad el clamor de la propia alma; e
incluso que se vaya cambiando de consejero hasta encontrar el más benévolo7.
Esta tentación puede ocurrir especialmente en materias más delicadas que exigen
sacrificio, en las que quizá no se está dispuesto a cambiar, en un intento de
adecuar la Voluntad de Dios a la propia voluntad: por ejemplo, al descubrir la
propia vocación, que supone una mayor entrega; al tener que dejar una amistad
inconveniente; en la generosidad en el número de hijos, para los casados, etc.
Pidamos
al Señor ser personas de conciencia recta, que buscan su Voluntad y que no se
dejan llevar de motivos humanos: que buscan de verdad agradarle a Él, y no una
«falsa tranquilidad» o «quedar bien». Igualmente, sería una falta de visión
sobrenatural estar excesivamente pendientes del «qué habrán pensado», del «qué
van a pensar», del juicio que han formulado sobre nosotros... La visión
sobrenatural lleva a la sinceridad y a la sencillez.
La
vida interior necesita tiempo para madurar y no se improvisa de la noche a la
mañana. Tendremos derrotas, que nos ayudarán a ser más humildes, y victorias,
que manifiestan la eficacia de la gracia que fructifica en nosotros;
necesitaremos comenzar y recomenzar muchas veces, sin desánimos y sin esperar
–aunque a veces lleguen– resultados inmediatos, que en ocasiones el Señor
quiere que no veamos para un bien mayor.
III.
Detrás de esta lucha ascética alegre ha de estar la dirección espiritual, que
no puede ser esporádica o discontinua, pues sigue paso a paso las subidas y las
bajadas de nuestro esfuerzo. Constancia también cuando haya
más dificultades: por disponer de menos tiempo por un exceso de trabajo, de
exámenes... Dios premia ese esfuerzo con nuevas luces y gracias. Otras veces
las dificultades son internas: pereza, soberbia, desánimo porque van mal las
cosas, porque no se llevó a cabo nada de lo que se había previsto. Es entonces
cuando más necesitamos de esa charla fraterna, o de esa Confesión, de las que
salimos siempre más esperanzados y alegres, y con nuevo impulso para seguir
luchando. Un cuadro se realiza pincelada a pincelada, y una maroma fuerte está
trenzada de muchos hilos: en la continuidad de la dirección espiritual, semana
tras semana, se va forjando el alma; y poco a poco, con derrotas y victorias,
construye el Espíritu Santo el edificio de la santidad.
Además
de la constancia, la sinceridad es imprescindible; comenzamos
siempre por decir lo más importante, que quizá coincida con aquello que más nos
cuesta decir; esto es decisivo al principio y para proseguir. Los frutos se
pueden retrasar por no haber dado desde los inicios una clara imagen de lo que
realmente nos pasa, de cómo somos en realidad, o por habernos detenido en cosas
puramente accidentales, de adorno, sin llegar al fondo. Sinceridad sin
disimulos, exageraciones o medias verdades: en lo concreto, en el detalle, con
delicadeza, cuando sea preciso, llamando a nuestros errores y equivocaciones, a
los defectos del carácter, por su nombre, sin querer enmascararlos con falsas
justificaciones o tópicos del momento: ¿por qué?, ¿cómo?, ¿cuándo?...,
circunstancias que hacen más personal, con más relieve, el estado del alma.
Otra
condición para que la dirección espiritual tenga fruto es la docilidad.
Fueron dóciles los leprosos a quienes Jesús mandó que se presentaran a los
sacerdotes como si ya estuvieran curados8,
y los Apóstoles cuando el Señor les dice que sienten a las gentes que esperan y
comiencen a darles de comer, a pesar de que ellos ya habían hecho el recuento y
sabían bien las pocas provisiones que habían recogido9.
Pedro es dócil al echar las redes cuando él tiene sobrada experiencia de que no
había peces en aquel lugar, ni era la hora oportuna10...
San Pablo se dejará guiar; su fuerte personalidad, de tantos modos y en tantas
ocasiones manifestada, le sirve ahora para ser dócil. Primero sus compañeros de
viaje le llevaron a Damasco, luego Ananías le devolverá la vista y será ya un
hombre útil para pelear las batallas del Señor11.
No
podrá ser dócil quien se empeñe en ser tozudo, obstinado, incapaz de asimilar
una idea distinta a la que ya tiene o a la que le dicta su experiencia. El
soberbio es incapaz de ser dócil, porque para aprender y dejarse ayudar es
necesario que estemos convencidos de nuestra poquedad y necesidad en tantos
asuntos del alma.
Acudamos
a Santa María para ser constantes en la dirección de nuestra alma, y ser
sinceros, abriendo el corazón del todo, y dóciles, como el barro en
manos del alfarero12.
1 2
Tes 1, 1-3. —
2 Mt 23,
23-26. —
3 Mi 7,
7. —
4 San
Juan de la Cruz, Dichos de luz y de amor, en Obras
completas, BAC, 11ª ed. Madrid 1982, p. 43. —
5 F.
Suárez, La Virgen Nuestra Señora, p. 95. —
6 Ibídem,
pp. 96-97. —
7 Cfr.
Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer, n. 93. —
8 Lc 17,
11-19. —
9 Lc 9,
10-17. —
10 Cfr. Lc 5,
1 ss. —
11 Hech 9,
17-19. —
12 Jer 18,
1-7.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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