Fernando Mires 21 de agosto de 2024
@FernandoMiresO
Leo en un artículo del día 18 de agosto la siguiente frase: “Con su avance hacia la región rusa de Kursk, Ucrania se está haciendo respetar en Rusia”. Después leí las noticias que llegan desde Venezuela. Entre otras cosas leí que la líder de la oposición, María Corina Machado, usó al menos dos veces la palabra respeto. La primera para referirse a la propuesta del presidente brasileño Lula relativa a repetir las elecciones en las que, de acuerdo a las certificaciones derivadas de las actas en manos de la oposición, Maduro ha perdido la presidencia por millones de votos. Machado afirma que con esa declaración Lula ha faltado el respeto al pueblo venezolano. Evidentemente, Lula no consultó ni a Machado ni a Maduro para proponer una alternativa y así salir del paso sin denunciar al monstruoso fraude cometido por la CNE venezolana. Naturalmente, la repetición de las elecciones podría ser evaluada como una alternativa, pero solo como una entre muchas si es que llega el momento de, si no de diálogo, por lo menos de debate entre oposición y gobierno. Proponerla como única alternativa, y sin consultar a las partes en contienda, es una falta de respeto.
La segunda vez en la que María Corina se refirió al
respeto fue en su discurso del 17 de agosto cuando llamó al gobierno a respetar
la voluntad electoral del pueblo. De esas referencias a la palabra respeto,
podemos deducir que, tanto en la política como en la guerra, el respeto se
puede perder o ganar y esto significa que, para ser dignos del respeto, hay que
luchar por el respeto. Si no somos respetados debemos hacernos respetar.
Cualquiera lo puede constatar con sus propias experiencias de vida.
Podríamos entonces decir que, así como Hegel entiende a
la historia universal como una lucha por el reconocimiento, de igual manera
podríamos entenderla como una lucha por el respeto frente a quienes no nos
respetan, es decir, en contra de los que nos faltan el respeto.
EL PUEBLO POLÍTICO ES SOBERANO O NO ES
Reconocimiento y respeto son dos palabras que suelen
cruzarse entre sí. Sin embargo, cuidado, no son sinónimos. La ausencia de
reconocimiento implica ignorar la existencia de un otro en lo que ese otro es o
quiere ser para sí. Recordemos que, en el caso de la relación dialéctica
esclavo-amo, el no reconocimiento significaba para Hegel la negación por parte
del amo de la existencia del esclavo, pero no como hombre biológico, sino como
hombre libre, de la misma manera que un Putin reconoce la existencia geográfica
de Ucrania, pero no como nación independiente y soberana, sino como una parte
etno-cultural de la Gran Rusia. Pero en el caso del irrespeto electoral
practicado por Maduro al haber robado al pueblo millones de votos, no encontramos
signos de desconocimiento del pueblo. Luego tampoco puede haber lucha por el
reconocimiento en el sentido hegeliano del término.
El pueblo al votar ya había luchado por su reconocimiento
y de hecho, venció. Ahora ese mismo pueblo exige que ese conocimiento, el que
consta en las actas electorales, sea públicamente acatado, o en las palabras de
María Corina, respetado. Visto así, la ausencia de respeto puede llegar
a ser un crimen aún más grande que la ausencia de reconocimiento. La
razón es obvia: En la ausencia de reconocimiento hay un desconocimiento. En la
ausencia de respeto no hay desconocimiento, solo hay una negación premeditada y
deliberada de lo que se conoce. En fin, hay una "falta de respeto".
De la misma manera, al haber desatado una feroz represión al mayoritario pueblo
opositor, Maduro no desconoce al pueblo; todo lo contrario: lo reconoció como
un peligro que es necesario aventar. Y como no puede hacerlo mediante la vía
política, lo está haciendo por la vía militar.
Maduro está dispuesto a declarar la guerra a la mayoría
del pueblo opositor con el claro objetivo de disolver al pueblo político y así
reducirlo a la primaria condición de masa demográfica realizando el sueño de
cada dictador: gobernar naciones sin polis, es decir, sin ciudadanos. Como respuesta, el pueblo venezolano con su simple
presencia en las calles del mundo, exige respeto a su condición política, es
decir, como un pueblo que elige y vota porque el poder, si bien es ejercido
desde arriba, proviene desde abajo. El pueblo político o es soberano, o
no es. Así entendemos mejor a María Corina Machado cuando dice:
“nuestra lucha es espiritual”. Tal vez nos quiere decir que esta vez no solo
están en juego posiciones de poder, sino la existencia misma de la idea de
pueblo. En ese punto Maduro no se diferenciaría de Putin quien solo acepta al
pueblo ruso como masa consumidora pero nunca como entidad política. Por eso,
después de negar al pueblo como ciudadanía electoral, el segundo paso de
Maduro, siguiendo las reglas sentadas por el tirano Daniel Ortega, ha sido
suprimir a las ONG, es decir, cortar los lazos horizontales que conforman la
llamada sociedad civil cuando esta se organiza no en contra, pero sin depender
del estado. El poder dictatorial es siempre vertical.
La nación de Maduro (y de Cabello y de los Rodríguez) es
una territorialidad, lo ha dicho el mismo Maduro, sometida a la alianza de la
masa cívica (es decir, el personal dependiente del gobierno), el ejército y la
policía. ¿Un estado totalitario? Ni siquiera eso. El totalitarismo no solo
es el terror estatal, también es una forma de integración ideológica de la
nación con y en el estado. Maduro aplica el terror total, pero no aplica una
ideología total pues el mismo, o los suyos, no la tienen. Lo único que puede
resultar si es que Maduro, Cabello, o los Rodríguez logran imponerse, es un
estado terrorista gobernando sobre una masa disociada o anómica. En cierto
modo, una dictadura tropical clásica.
Todo estado totalitario es terrorista; eso está claro;
pero no todo estado terrorista es totalitario. O para decirlo con Hannah
Arendt, la violencia no es el poder. Más bien es al revés: la violencia
aparece allí donde ya no hay poder. De acuerdo a ese postulado arendtiano,
Edmundo González representaría solo al poder. Maduro, en cambio, solo a la
violencia y al terror. Siendo menos rigurosos, también podríamos decir: Nicolás
Maduro posee el poder de la violencia. Edmundo González posee el poder de la
autoridad constitucional. Por eso González es respetado pero no
temido. Maduro en cambio es temido pero no respetado. Asi nos explicamos por
qué en las elecciones del 28 de julio, el pueblo, vale decir, la mayoría
ciudadana, al votar por González, votó en contra del terror policial y militar
y a favor del principio de autoridad política. Esa es la misma razón que en
estos momentos nos lleva a deducir que, lo que está en juego en Venezuela
reside en la diferencia que se da entre un estado militar y un estado político.
Al votar mayoritariamente por González los ciudadanos venezolanos optaron por
un estado político basado en el respeto en contra de un estado policial y
militar basado en el terror, como ha probado ser el de Maduro en la fase
post-electoral.
Mucho se ha insistido, y con razón, que la líder del
pueblo opositor es María Corina Machado. De eso no cabe duda. Pero esta
afirmación cierta pasa por alto el otro liderazgo, tanto o más importante que
el representado por María Corina. Me refiero al liderazgo ejercido por Edmundo
González Urrutia. Aquí podemos decir con certeza: la oposición no pudo haber
inventado un mejor representante de la política como es González en contra de
un radical representante de la anti-política como es Maduro.
González es, efectivamente, un anti-Maduro. Cuando Maduro insulta, González razona. Cuando Maduro
vocifera, González conversa. Cuando Maduro desata su odio a la oposición,
González invita al diálogo. El idioma de Maduro es el de la guerra, el de
González es el de la concordia. Frente a González, las falencias, no digamos
políticas sino simplemente humanas de Maduro, quedan al desnudo apareciendo
efectivamente como lo que es: una representación del odio. González en cambio
aparece como la representación del respeto. Respeto, si, esa es la palabra.
DEL RESPETO PRIVADO AL RESPETO PÚBLICO
El respeto, en sus dos formas, la privada y la política,
no se compra en las farmacias; se tiene o no; y luego, se ejerce, o no. Sin
respeto no hay formas de relacionarnos ni personal ni socialmente. Por eso,
cuando no se nos respeta, pedimos, incluso exigimos, respeto. En ese sentido
podríamos diferenciar entre dos modos de respeto. El que viene de la tradición
y el que viene de la política. La línea que separa a ambos respetos no puede
ser en ningún caso demasiado gruesa. De hecho el respeto que exige la práctica
política no podría existir sin el respeto que viene de la tradición.
Recurriendo a la -en las ciencias políticas, conocida-
"paradoja de Böckenförde" cuyo enunciado dice “El estado libre y
secular vive de fundamentos que el mismo no puede garantizar”, entendemos que
hay un plus de valores no constitucionalizados sin los cuales ninguna
constitución del mundo sería posible. Esos valores no políticos, digamos
tradicionales, culturales, religiosos, sientan sin embargo las bases del
respeto político, pero para que primen políticamente se requiere un traspaso de
valores que crecen desde el espacio de lo privado hasta llegar al espacio de lo
público. De acuerdo a Zygmunt Bauman, la política es la representación
de lo privado en el ágora pública, el lugar de las diferencias y del
debate, pero también de los acuerdos desde donde nacerán leyes que valen para
todos.
No sabemos si Maduro (o Cabello o los Rodríguez) son
respetuosos con los suyos en su vida íntima. Puede que sí. Muchos dictadores
sangrientos –otros no- han sido seres muy respetuosos en su vida familiar
(Franco, Pinochet, entre otros). Esposos fieles, padres comprensivos, amigos de
sus amigos. Tal vez Maduro, según su hijo Nicolás, sea un buen padre. Pero como
mandatario pertenece a esa especie incapaz de hacer un traspaso de los valores
privados hacia la escena pública. Todo lo contrario: bajo "la luz de la
política" (Arendt) Maduro se convierte en lo que no es o aparenta no ser
en privado: un ladrón de votos, un delincuente aferrado al poder, un ser
odioso, un perseguidor de mujeres niños y ancianos, un energúmeno incapaz de
sentir respeto por los que con él no concuerdan, un aliado incondicional de
todas las dictaduras del mundo.
Lo privado no es lo público, pero tampoco es su
antinomia. Si se convierte en antinomia, estamos frente a un caso clínico de
personalidad doble. Puede que este sea el caso de Maduro. Pero eso no es lo que
más importa aquí. Lo que sí importa es que en la escena pública Maduro no
respeta al pueblo opositor el que, de acuerdo a "las actas de la
verdad", ya es recocido por la opinión pública mundial como el soberano de
las elecciones presidenciales de julio del 2024. Dicho en palabras más
escuetas: Maduro, al no haber realizado la conversión de sus valores
privados en valores públicos, no puede, no debe y no merece ser presidente de
una nación. Por eso la nación le ha dado las espaldas eligiendo, por
mayoría absoluta, a una persona intachable, tanto en su vida privada como en su
vida profesional y pública: Edmundo González Urrutia: Voz política en medio de
una realidad anti-política circundada por hechos y palabras de guerra.
La política y la guerra, lo hemos dicho otras veces, no
son lugares para practicar la amistad. Al contrario, sin enemistad, es decir,
sin alineamientos entre amigos y enemigos, no habría política. Pero, para que
la política sea política y no guerra, requiere de la conservación, no de la
eliminación del enemigo. Cuando Maduro dice que enviará a González al exilio, o
cuando groseramente se jacta de las cantidades de personas inocentes que ha
encerrado en las cárceles, está amenazando la integridad física de sus enemigos
así como hace el dictador Putin con cada opositor que se atraviesa en su
camino.
Si quisiera derrotar políticamente a González, Maduro
debería invitarlo a una discusión pública, así como suele ocurrir en todos los
países civilizados. Pero como el matón brutal que ha probado ser en su vida
política, no da la cara al enemigo. Prefiere faltar el respeto a Gonzáles,
burlándose de su edad y de su mesura, guarecido detrás de los uniformes de
soldados adiestrados para matar, pero no para discutir con el prójimo.
Los ciudadanía venezolana, así lo manifestó con sus
votos, quiere ser respetada. Por eso exige respeto. Un respeto que nunca puede
ser obtenido bajo una dictadura, solo en democracia. Por eso mismo Venezuela ha
pasado a ser un símbolo mundial en la lucha democrática de nuestro tiempo.
Sin respeto no hay política y sin política solo hay
barbarie.
Fernando Mires
@FernandoMiresO
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