Tulio
Hernández El Nacional / ND
Era
eso lo que sostenían Allport y Postman, los científicos sociales que en medio
de la Segunda Guerra Mundial se dedicaron a estudiar los efectos perversos del
rumor en un contexto en el cual se temía que informaciones alarmistas sobre
amenazas militares externas pudiesen lesionar la moral de los ciudadanos
norteamericanos que necesitaban mantenerla muy en alto para terminar de ganar
la guerra.
La
conclusión que se derivaba de aquellos estudios era muy obvia. Si se acepta que
es el déficit de información veraz lo que le da vida al rumor, basta con que
los posibles afectados generen una información transparente, oficial y creíble
sobre el tema en zozobra para hacer que el mismo pierda su efectividad.
Desde
entonces hasta el presente han surgido nuevas y diversas teorías sobre el
comportamiento y los efectos del rumor, y, sin embargo, las estrategias más
comunes que tratan de seguir los sistemas democráticos en circunstancias
adversas como la enfermedad de sus líderes y jefes de Estado responden más o
menos al mismo guión. El que han seguido por estos tiempos Lugo, Lula y
Cristina Kirchner.
Una
vez que el problema existe un equipo de comunicaciones prepara el escenario
para anunciar la enfermedad y sus consecuencias políticas de la manera más
profesional y menos alarmista posible, con lo que se intenta lograr que a
partir de ese momento la información surja sólo de los partes oficiales, se
reduzca la ambigüedad y se neutralice el rumor.
Pero
ocurre que una operación de ese tipo sólo puede realizarse en países donde la
institucionalidad política es muy sólida, y la alternancia de gobiernos y
presidentes, una rutina por todos aceptada. Porque cuando estas dos condiciones
fallan y el jefe de Estado no es un presidente normal sino una figura que
concentra todos los hilos del poder, aspira a gobernar hasta el final de sus
días y se asume como único garante de la realización plena de su proyecto
político y de la unidad entre las fracciones en el mando, entonces la
enfermedad se convierte en una terrible amenaza; ya no es posible seguir las
recomendaciones de Allport y Postman, el manejo secreto por parte de un muy
pequeño cónclave de lo que debería ser una información de interés público se
convierte en una necesidad estratégica, y el rumor encuentra alimento fresco y
abundante para engordar.
Cuando
se trataba de regímenes totalitarios y eran los tiempos previos a Internet, el
ocultamiento de la enfermedad e incluso de la muerte, como ocurrió con Gómez en
Venezuela, Stalin en la URSS y Franco en España, podía ser manejado por largos
períodos.
Por
eso los teóricos de los tiempos de la Segunda Guerra sostenían que no puede
haber rumor si la población tiene miedo de un sistema policial que lo castiga.
Pero
cuando se trata de regímenes neoautoritarios que, por su naturaleza híbrida,
han logrado construir su propio aparato comunicacional pero no han acallado
plenamente el sistema de medios independientes y, además, tiene el boca a boca
de Internet en su contra, el secreto es muy difícil de guardar y su
reconocimiento o aceptación ya no queda en manos de un equipo profesional o un
buró político, sino en las decisiones personales del caudillo o tirano.
Y
allí ha estado hasta ahora el gran dilema. Aceptar la enfermedad y convertirla
en eficiente melodrama proselitista que refuerce el culto al jefe único de la
"revolución".
O
negarla, para que la figura no se lesione al perder el vigor del héroe
invencible. El lapsus del teniente coronel es un libro abierto: "Yo lo que
soy es un ser humano ¡no soy inmortal!", dijo el domingo pasado. ¿A qué
viene la aclaratoria? ¿Había algún rumor al respecto?
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