(Discurso pronunciado en el acto en homenaje a la
memoria de Rafael Caldera por la Academia Venezolana de la Lengua y la Academia
de Ciencias Políticas y Sociales, el 24 de enero de 2012)
Para Humberto Njaim, toca
hacer justicia a la figura del ex presidente
Humberto Njaim. Me toca pronunciar estas
palabras, que titularía Las lecciones republicanas de Rafael Caldera en nombre
de la Academia de Ciencias Políticas y Sociales que le era obligatorio hacerse
presente en este acto puesto que el homenajeado, doctor Rafael Caldera, fue
miembro ilustre de ella donde ocupó el sillón No. 2. En su estupenda pieza el
doctor Elio Gómez Grillo ha recorrido por la trayectoria vital, universitaria y
literaria de Caldera. Por su parte quien les habla desearía elaborar este
discurso desde la realidad entrañable que significó el haber estado relacionado
con Rafael Caldera desde su juventud como seguidor político pero, más
profundamente, como admirador de su paradigma humano e intelectual.
No se trata de hacer un recuento anecdótico sino de
reflexionar en torno a tal circunstancia para encontrar esencias y lecciones
que lo trasciendan, especialmente pertinentes en la realidad venezolana actual,
diría incluso, más allá de ella. Arriesgaré incluso a tomar posición respecto
de ciertas interpretaciones que en este momento han adquirido, a mi modo de
ver, un auge demasiado fácil.
Mi primer contacto con él fue desde las aulas
universitarias: quienes estudiábamos el Derecho como una puerta hacia el
cultivo de intereses intelectuales más amplios encontramos en él uno de los
profesores que efectivamente nos abrían panoramas más allá del mundo de las
leyes puesto que era profesor de sociología del derecho. Caldera fue, desde
luego, un iusnaturalista pero el iusnaturalista no se caracteriza precisamente
por la clausura frente a la realidad extrajurídica que impondría el positivismo
jurídico.
Sus clases y el primer folleto, que lamento haber
perdido, donde se compendiaban nos señalaban derroteros que estábamos ansiosos
de recorrer. La sustancia de su enseñar era que el derecho no es sólo un
factor que configura a la sociedad sino también un producto social.
Apreciábamos una notable consecuencia entre sus ideas jurídicas y las
asignaturas que dictaba; y luego comprenderíamos como era de consecuente su
dedicación a la política con la permanente atención a la juridicidad y la
necesidad de respaldar resoluciones críticas en un apoyo legal y constitucional
sin dejarse llevar por una precipitación que, en el momento puede parecer
justificada pero que, a la larga resulta contraproducente.
En este que fue de alguna manera un andar con el ilustre
venezolano lo primero que se me viene a la mente es su condición de repúblico.
Rafael Caldera fue un hombre que se formó en una Venezuela de una incipiente
diferenciación entre lo público y lo privado y donde lo primero tenía incluso
mayor prestigio y fuerza modélica; en la educación media y en la universitaria
lo poco que había brillaba con fuerza especial.
Él y los que compartían sus concepciones tenían que
imponerse, por lo tanto, en un ambiente a menudo ideológicamente adverso; no
podían resguardarse en los cotos que, por extracción social y convicciones
afines, ofrece una sociedad más diferenciada y compleja. De allí derivaron un
temple de lucha pero también un espíritu político abierto a la diversidad
pluralista sin que ello significara, sin embargo, un blando relativismo o
escepticismo.
La diversidad de formas y posibilidades que ofrece el desarrollo
es indudablemente una ventaja de múltiples facetas pero desde el punto de vista
republicano arrastra tras sí la sombra del aislamiento entre sí de los sectores
ideológicos y sociales; lo que debería ser un terreno común de confrontación
pero también de creación de comunidad se empobrece al perder los impulsos
beneficiosos que da el encuentro de la diversidad sobre un terreno común: el
encuentro entre la quienes han tenido oportunidades y quienes menos las han
tenido; el ineludible tener que hacer con el que piensa diferente; al reducirse
este terreno común el espacio público se empobrece y el privado se aísla.
De allí extraería la lección de cómo en la educación, en
la salud, en los servicios y en muchos otros campos una de las tareas urgentes
es reconstituir, en una etapa más avanzada de desarrollo, ese espacio común
porque, de lo contrario, la república se asienta sobre bases poco firmes.
Esta lección de Caldera me fue siempre clara en su actuación política, en su
labor de construcción de un partido político moderno y policlasista, en su
trajinar universitario estrechamente vinculado a la universidad pública.
El segundo aspecto, arraigado en mi memoria, es el
Caldera como combatiente político no condicionado tan profundamente como ocurre
demasiado frecuentemente en la actualidad por las medrosidades e inhibiciones
de lo que revelan las encuestas políticas; que era capaz de enfrentarse a los
tornadizos giros de la opinión pública aunque también supiera aprovecharlos con
gran sentido de oportunidad.
Es el Caldera que ante la feroz diatriba que se desata
contra su candidatura en la campaña electoral que lo llevaría a su primera
presidencia sale al campo de batalla a refutar las consignas y argumentaciones
que se esgrimen contra su programa de gobierno, con una fuerza, actividad y
vigor que echamos de menos en circunstancias políticas como las que vivimos
donde la atención a los estados de opinión no se complementa, en demasiados
actores políticos, con la fuerza de convicción, el perfilamiento de ideas, la
prontitud en la respuesta a la crítica despiadada que reciben, o con el sentido
de oportunidad y el espíritu alerta para reaccionar contra las numerosas
anomalías que atentan contra el estado de derecho y la libertad ciudadana.
Ante aquella avalancha de argumentaciones y seudo
argumentaciones contra su programa de gobierno siempre recuerdo la agilidad
mental y hasta física que desplegó para enfrentarla.
Mostraba, pues, ese temple de quien ciertamente no
descuida las corrientes de opinión pero es capaz de sustraerse a ellas cuando
lo considera necesario; el de quien nunca se dejó arrastrar por la tendencia
demasiado fácil a encontrar excusas en el pasado para justificar las
actuaciones en el presente o la explotación de la esperanza en el futuro para
mantener el caudal de sus seguidores y evitar confrontarse con la frustración
cotidiana de esa esperanza.
Este rasgo lo notaba en su negativa a recurrir para
justificarse a la argumentación contra las gestiones gubernamentales que lo
habían precedido, muchas veces con gran disgusto de sus partidarios; o a
hurgar en asuntos escabrosos del pasado sin tener en cuenta que no podía ser
esa la oportunidad y que, por lo tanto, las consecuencias de tal acuciosidad
podían ser más dañinas que beneficiosas para la estabilidad republicana.
Era consciente al mismo tiempo de que no necesariamente
recibiría el mismo trato y allí encuentro la explicación de una decisión que
fue muy polémica como la destrucción de los expedientes sobre posibles casos de
corrupción al final de su primer gobierno. Siempre consideré que la crítica que
se le hizo se caracterizó por su inconsecuencia y contradicción pues cuando
existió el ente que se encargaba de las averiguaciones se le enrostraba que sus
investigaciones no eran todo lo profundas que debían ser, que no acumulaban
verdaderos medios de prueba y que en suma eran inocuas pero luego se presentó
el asunto como que dolosamente se había impedido el castigo de casos que de lo
contrario tendrían que haberse procesado.
Por lo que se refiere al futuro he hablado de su
explotación interesada y agregaría que tal explotación cuando se hace
prolongada y un recurso constante es uno de los factores negativos más
amenazantes para la viabilidad de la república. En efecto los réditos que se
obtienen con semejante conducta política se pagan luego amarga y hasta
sangrientamente cuando se alcanza el límite de saturación de la frustración de
las esperanzas.
En este sentido admiro a quienes tienen la valentía de
enfrentar los demonios del presente para conjurar los acontecimientos más
funestos que podrían tener lugar de mostrarse el ánimo débil o seguir
difiriendo criminalmente las medidas necesarias aquí y ahora. De esa manera no
vaciló nuestro homenajeado para realizar giros en su acción de gobierno cuando
las circunstancias lo exigieron inexorablemente.
Prudencia política y mesura son cualidades hoy en día
poco apreciadas en el devenir político y, sin embargo, necesarias y pienso que
en ellas se resume todo lo que hasta ahora he venido diciendo. Rafael Caldera aun
habiendo tomado decisiones consideradas polémicas trataba, al menos, de no
desbordar el límite que de haber sido propasado habría dificultado
e impedido definitivamente el diálogo con quienes se hubieran sentido
afectados por tales decisiones.
Otra manifestación de su prudencia fue la forma cómo en
sus dos gobiernos procuraba rodearse de representantes de las diversas
tendencias internas y externas que lo apoyaban. Quienes no hemos sido
naturalmente dotados de tanta sindéresis encontrábamos frecuentes ocasiones en
las que nuestro ánimo se impacientaba y no podíamos comprenderla.
Este cuidadoso sopesar de los distintos factores en juego
probablemente no puede estar igualmente distribuido entre los diferentes
líderes políticos; sin embargo, cuando la desmesura se hace la característica
predominante, y máxime si es la que distingue al poder en ejercicio, la vida
republicana estará seriamente perturbada, los ánimos se exasperan e incluso la
tranquilidad psíquica de la ciudadanía se ve afectada.
Está pendiente, a mi modo de ver, un análisis de las dos
gestiones de Caldera desde el punto de vista que aquí he enunciado: como en su
primer gobierno se contrapesaban los sectores a la izquierda y derecha suya,
los más conservadores con los entonces paladines de la sociedad comunitaria; y
en su segundo quienes le estaban más cercanos con voceros que representaban
formas de pensamiento político que habían encontrado en él un factor de
necesaria confluencia de voluntades que consideraban requerida por lo que en
ese momento transcurría en la sociedad venezolana.
Sin embargo la muestra más importante de su espíritu de
conciliación y su capacidad de tender puentes; aquella que ha tenido más
repercusión en la historia del país será, por siempre, la política de
pacificación que permitió la incorporación a la política democrática de
sectores escarmentados por la frustración de la subversión estéril.
El retrato de Caldera como político es sumamente
complejo, requiere trazos más abundantes que los posibles en esta intervención,
pero si podemos estar ciertos que el término “convergencia” con el que bautizó
al partido que fundó a raíz de abandonar Copei no fue puramente episódico y
caracteriza su actuación. Fue hombre de convergencia entre el pasado y el
presente, entre las fuerzas políticas, entre la religión y la militancia
comprometida pero no retrógrada, entre la economía y la moral, entre lo
principista y lo pragmático.
El pacto de Punto Fijo, la Constitución de 1961 fueron
eventos estelares marcados por la necesidad de buscar concordia donde quedo
imborrable su impronta y su estilo personal.En otro de mis recuerdos se perfila
nítidamente tal característica. Se trata de cómo manejó, en su primer gobierno,
la resistencia empresarial contra la incorporación del Pacto Andino.
Para ese, entonces, un grupo de investigadores del
Instituto de Estudios Políticos de la Universidad Central logramos que se nos
aceptara como observadores en un encuentro destinado a terminar de limar
diferencias y buscar acuerdos con sectores empresariales y críticos, que tuvo
lugar en un hotel caraqueño, el resultado de esas observaciones quedó plasmado
conceptualmente en un trabajo aparecido en el primer número de Politeia, la
revista del Instituto de Estudios Políticos de la Universidad Central, pero ahora
quiero consignar el impacto que me produce la amplitud de aquella discusión y
la labor de filigrana de convencimiento a los sectores afectados que la
precedió, con la forma como, en la época de la llamada democracia
participativa, se han tomado decisiones internacionales que comprometen el
destino del país y que requieren larga deliberación y sólido consenso.
Habiendo siendo Comisionado de la Comisión Presidencial
de la Comisión Presidencial para la Reforma del Estado tuve ocasión de asistir
junto con su Director Ricardo Combellas a unos dos almuerzos en Miraflores a
los que nos había invitado. Pude constatar en medio de las dificultades
corporales que lo afectaban como su espíritu se sobreponía a las amenazas que
también se cernían en el horizonte y nos revelaba cómo estaba alerta ante lo
que transcurría políticamente así como una recia disposición a enfrentar tan
tremenda coalición de adversidades. También allí se manifestaba su prudencia
para manejarse en un difícil terreno y, al mismo tiempo, no inquietar al país.
Este homenaje, señores, me parece una ocasión muy
oportuna para examinar, si posible con similar mesura a la que caracterizó al
homenajeado, ciertas interpretaciones que se están convirtiendo en moneda
corriente respecto de aquello que haya podido conducir a la desafortunada
situación política en la que se encuentran sumidas la política y la sociedad
venezolana. Admiro en la libre revisión histórica, así sea prematura, un
poderoso factor intertemporal de democracia porque la historia nos devuelve a
sus personajes en una dimensión que los aproxima al común de los mortales,
exaltando todo aquello que debe exaltarse pero mostrándonos también sus fallos
y debilidades.
Lo que la historia no puede hacer es convertir en héroes
a los que ayer se consideraban villanos y en villanos los que ayer se
consideraban héroes. Es necesario que se coloque en un terreno imparcial que,
probablemente no será satisfactorio para ningún juicio apasionado pero esa
insatisfacción le será un indicador de que está cumpliendo su misión. Si nos
guiamos por tal criterio considero que es necesario hacer justicia a las
actuaciones de Caldera que actualmente son denostadas como debilitadoras de la
república civil que finalmente terminó derrumbándose.
Yo encuentro, por el contrario, que el papel que
desempeñó Caldera, tan prominente en los últimos actos de esa república, y que,
precisamente él, lo asumiera, contribuyó a que ese desplome, de todas maneras
inevitable, fuera menos aparatoso y me pregunto si quienes hoy lo critican se dan
cuenta que la transición que él representó tenía diversos desenlaces posibles
pero que, en todo caso, mucho del vigor que hoy demuestra la sociedad
democrática venezolana fue posibilitada por un interregno que de no haberse
dado hoy esa sociedad democrática se encontraría en peores condiciones.
Parece haberse olvidado que la vorágine de los
acontecimientos, la alteración de los espíritus, pudieran haber conducido al
país por rutas más azarosas de no haber tomado personalidades como la de
Caldera la dirección y el encauzamiento de tendencias que hubieran podido ser
más destructivas. Demasiado frecuentemente se olvida que se trataba de una
crisis generalizada de legitimidad en la que la clase política había perdido
arraigo y prestigio y ha sido demostrado de sobra que ciertas decisiones como
las del sobreseimiento del líder de la intentona del 4 de febrero de 1992 era
un reclamo generalizado de todos los sectores formadores de opinión y de
la misma opinión pública y en ese momento había que ceder ante ella y
Caldera sabía cuando no era posible confrontarla.
Conviene, sin embargo, adentrarse todavía más en este
punto y tener en cuenta algunos hechos fundamentales que a tan agudo actor y
analítico observador político no podían escapársele. Su primer gobierno se
inicia con un acto de la oposición mayoritaria en el Congreso que resultó de
consecuencias funestas para el sistema: la creación del Consejo de la
Judicatura que significó una parcelación partidista del Poder Judicial y que
arrastró consigo el naufragio de uno de los pilares fundamentales de un estado
de derecho como es la independencia de los jueces.
Advirtió en su momento y no fue oído que no creía
convenir al futuro de Venezuela el que se dijera: “tantos jueces para ti y
tantos jueces para mí”. En su periplo siempre activo siguió observando y
analizando y probablemente llegó a la conclusión de encontrarse frente a una
decadencia que había que enfrentar con medios poco usuales pero democráticos.
Lo entrevemos en sus palabras del 12 de agosto de 1987 cuando expresa:
Me estremece el empantanamiento de una situación que se
hace cada día más crítica, no sólo en lo económico, sino en lo social, en lo
político, en lo cultural y –como fondo- en lo moral.
Esta referencia a lo moral me parece decisiva. Las
posiciones que asumió en esos años podrán criticarse desde diversos puntos de
vista pero no se les podrá negar la contextura de un acto de conciencia que
alguien como él debió considerar ineludible. Resulta desenfocado, por lo tanto,
que ahora la atención se concentre no tanto en el mal como en quienes lo
diagnosticaron y, a su manera, quisieron remediarlo.
Así, pese a los juicios encontrados que se puedan
realizar, pese a todas las discusiones queda en pie el mensaje de su
testamento, vivir en libertad con una democracia verdadera donde se
respeten los derechos humanos, donde la justicia social sea camino de progreso.
Donde podamos vivir en paz sin antagonismos que rompan la
concordia entre hermanos.
Es preciso, lo requiere la república, hacerse
causahabiente de tal mensaje y convertirlo en misión de esta y las venideras
generaciones.
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