Por José Domingo Blanco, 24/10/2014
Una querida comadre, octogenaria ella, se lamenta y
horroriza del estilo de vida que llevamos. Se espanta de solo ver cómo estamos
viviendo los venezolanos. “Te puedo asegurar que esto es algo nunca visto,
Mingo”, remarca para dejar por sentado su rechazo a lo que sufrimos y que, en
la plenitud y lucidez de sus ochenta y pico, no justifica. Por supuesto, achaca
las culpas de este empobrecimiento acelerado al despilfarro de los quince años
de gobierno y a la mediocridad de quienes lo ejercen, “que ni primaria aprobada
deben tener, porque al menos los bachilleres de antes salían bien preparados”.
Mi comadre se compadece de nosotros porque “a tu
edad, Mingo, Elías, con su trabajo, lograba llevarnos de vacaciones todos los
años, teníamos casa propia, comprada con un crédito que fue pagando mes a mes y
cada cinco años también cambiábamos de carro, que también compraba a crédito”.
¡Caramba que distantes estamos de esa Venezuela y qué lejos estamos de la vida
que Elías le dio a su familia! Pienso. Mientras, la oigo consciente de que su
lamento y compasión son el calvario nuestro de todos los días, compartido por
miles de venezolanos. La frustración, el desasosiego, el hastío, la depresión y
sobre todo el miedo, son esos malos atributos, muy contagiosos, contra los que,
pareciera, no haber repelentes en estos momentos.
Pero, a pesar de todo, a pesar de cuan negro luce
el panorama, sigo bregando y apostando a esta tierra de queso telita…La tierra
de mis Tiburones de La Guaira. No, no es masoquismo: lo que me hace estar en
Venezuela son las ganas de verla levantarse de sus cenizas. Los deseos de
reconstruirla junto con tantos otros compatriotas cuando superemos esta
pesadilla que nos acogota. Sobre todo, ver que regresen los que se fueron, y
aprovechar su experiencia adquirida para edificar un país que luzca una nueva
cara de progreso.
Es verdad que el precio del barril de petróleo
sigue bajando. Y que, cuando pensamos que ya estábamos tocando fondo, aparece
la pala retroexcavadora para seguir abriendo el hoyo por el que seguimos
hundiéndonos. Es típico que los economistas, cuando se acerca este último
trimestre del año, siempre nos dan sus proyecciones para el venidero. De un
tiempo para acá, el pronóstico nunca es esperanzador. Las cosas van mal y se
pondrán aún peor según los expertos –esta suerte de profetas de una realidad
que huele a desastre. Todo parece indicar que están muy lejos los días en los
que se resolverán la escasez y la inflación.
Razones para irse de Venezuela, en este momento,
hay de sobra. Sin duda. Es más respeto a quienes tomaron la decisión porque es
válido apostar por un futuro mejor, que no aparece por ninguna parte en nuestra
geografía. La vida en otros países, contada por los venezolanos que se fueron,
no suena a vacaciones, folleto de viaje, turismo ni diversión. Para salir
adelante, les toca apretarse los pantalones. Recuerdo que hace poco, en otro
artículo que escribí, les pedía a esos centenares de compatriotas que
regresaran, como en aquella época de la Fundación Gran Mariscal de Ayacucho.
¿Recuerdan? Los muchachos se iban, estudiaban y retornaban para derrochar
talento de sobra en la patria. Estoy consciente de que hoy no está nada fácil
regresar.
Y cuando hago mención del queso telita, por cierto
–aunque también pude citar a mi amada isla de Margarita, el Salto Ángel, el ají
dulce, Los Roques, la cachapa, nuestros quesos blancos, la arepa pelada o el
chocolate y paremos de contar- lo hago porque hace poco me tropecé en el CCCT
con un viejo amigo que tenía tiempo sin ver porque, como muchos otros, se había
marchado del país. Lo vi pidiendo una empanada y un jugo de guanábana en un
concurrido local de ese centro comercial. Me sorprendió encontrarlo porque la
última vez me había dicho que se iba, a pesar de sus años, convencido por los
hijos de que este ya no era un buen lugar para permanecer. Por supuesto, le
pregunté por qué había regresado. Me respondió tajante: “porque estoy muy viejo
para vivir en un país donde no hay queso telita, vale” y le metió tremendo
mordisco placentero a esa empanada rellena con su razón para retornar.
También recuerdo que hace unos meses, tuve la
oportunidad de realizar unas entrevistas a tres exiliados cubanos que vivieron
la represión y los desmanes de los primeros años de Fidel Castro. Todos
coincidían que, si bien al inicio, comulgaban con el cambio que proponía
Castro, no hizo falta que pasara mucho tiempo para que se dieran cuenta en qué depararía
la nación en manos de Fidel. Luego de cumplir con sus condenas, abandonaron
Cuba y vinieron a parar a Venezuela, a la que rápidamente asumieron como
propia. A todos les hice la misma pregunta: ¿qué les recomendarían a los
venezolanos que sentimos que vamos directo al comunismo? Todos, sin excepción,
respondieron: “qué no se vayan del país. Qué se opongan a este régimen, que a
todas luces, se perfila como Castro-comunista”. Obviamente, mi pregunta,
después de escuchar estas respuestas, era obligatoria: ¿pero, ustedes lo
hicieron? Ustedes se fueron de Cuba”. “Por eso sabemos lo que estamos
recomendando: no debimos marcharnos nunca. Quizá la dictadura cubana no sumaría
tantos años”.
mingo.blanco@gmail.com
@mingo_1
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