Luis Ugalde S.J 31 de marzo de 2016
Después
de la muerte de Jesús, ejecutado como un malhechor, la crisis de sus seguidores
fue espantosa. Perdieron toda esperanza y se escondieron por miedo. La
resurrección de Jesucristo fue para ellos un nuevo volver a la vida y a la
esperanza. Todo cambió y fueron capaces de perdonar a los asesinos y salir a
las plazas públicas a decir: a ese Jesús, que pasó haciendo el bien y ustedes
lo mataron como malhechor, Dios lo ha resucitado y lo ha puesto como Salvador.
A pesar de las prohibiciones, cárceles y martirios, prevaleció esa esperanza
indetenible que ilumina la vida y da fuerzas para vencer todos los obstáculos
con la convicción de que, en Jesús y en cada ser humano, “el Amor es más fuerte
que la muerte”. Luz y ánimo necesarios en este momento de muerte nacional,
cuando de la ilusión revolucionaria de ayer no quedan sino las cenizas y
privaciones; ineptitud, ideologías políticas desacertadas y corrupción, echaron
a la hoguera las extraordinarias oportunidades de cambio.
¿Cómo
salir de esto? ¿Cómo recuperar las posibilidades de una Venezuela de esperanza,
vida y confianza social?
La
inmensa mayoría está sufriendo los disparates del régimen y lógicamente quiere
salir de él. Por ahora parece prevalecer la desesperación y el deseo de salir
(por renuncia o revocación) de este presidente, que con huecas palabras
revolucionarias y con hechos lamentables se aferra al desastre. Pero más
difícil y necesario que la salida de Maduro es crear –entre venezolanos de
diverso signo– los consensos y las condiciones básicas indispensables para
reconstruir el país. Personas y familias necesitan y quieren liberarse de las
colas y de la escasez torturantes, de la falta de medicinas vitales, de la
terrible inseguridad que cerca sus vidas y del ladrón de la inflación
omnipresente que les roba la mitad del salario y de la persecución política.
Desastre sembrado por el gobierno.
Mandela
salió de la larga y dura cárcel del régimen surafricano que excluía a la
población negra mayoritaria. Estaba convencido de la imposibilidad de un
próximo gobierno de negros exitoso sin la colaboración de sus enemigos blancos.
Así lo entendió también el presidente blanco, Frederik de Klerk, y llegaron a
acuerdos de colaboración (serían presidente y vicepresidente del nuevo gobierno) que permitieron cambiar el
país.
En
Venezuela, tras el triunfo electoral del 6-D, luego de los primeros desahogos
alegres, hay el peligro del bloqueo de los cambios: el gobierno, como no puede
ni con todos sus motores verbales, se encierra en el castillo del poder y llama
en su defensa a su servil Poder Judicial y a la inestable lealtad de las armas.
Mientras que los opositores demócratas concentran su esperanza en el
Legislativo. Aunque el TSJ hable de leyes no ejerce de juez sino de parte, ni
el debate es jurídico sino de poder político para someter al otro. El juego
está trancado, entre el Legislativo, haciendo nuevas leyes, y el Judicial
bloqueándolas de antemano. Pero la miseria y desesperación de la gente avanzan
y exigen cambios de fondo.
Para
desbloquear y reconstruir el país es imprescindible llegar a un acuerdo sobre
un gobierno de salvación nacional con compromisos básicos respaldados por parte
del chavismo y de la oposición democrática, con medidas de cirugía mayor para
recuperar la democracia, con una economía que atraiga inversión, crecimiento y
abastecimiento para una sociedad que recobre la vida y la esperanza.
A
Mandela sus más radicales seguidores lo consideraron traidor y a De Klerk los
suyos, pero ambos tuvieron el valor y la visión de remar a contracorriente. ¿En
Venezuela, después de los éxitos de diciembre, se cansaron los líderes de
partidos de seguir alimentando la unidad, la vitalidad y la mutua confianza dentro de la MUD? ¿No
creen unos y otros que –anteponiendo el deseo y la necesidad general de la nación–
deben llegar a acuerdos programáticos y rutas, con un gobierno de transición
que tome cuanto antes graves medidas salvadoras con los necesarios apoyos
nacionales e internacionales? Este gobierno-cirujano deberá ser provisional
–pero no impotente– para preparar el terreno a una elección democrática libre
con varios candidatos.
Sorprende
ver a muchos soñando en sentarse cuanto antes en la silla presidencial, sin
condiciones para un gobierno eficaz y exitoso y carente de los apoyos internos
y externos imprescindibles. ¿Durarían
seis meses en su ilusión?
Venezuela
tiene salida, si prevalece una nueva esperanza y deseo de restablecer la
confianza nacional y de hablar (no para aparecer en la TV) con los rivales y
actores de poder sobre lo que cada uno debe aportar para destrabar los cercos y
contribuir a la transición. Pero si se atrincheran en mutuo rechazo puro y
duro, el creciente deterioro y desesperación forzarán un cambio imprevisible y
mucho más costoso.
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