Por
Alejandro Moreno S.S.
Como
Jesús, hoy, nos sentimos abandonados. La Semana Santa nos invita a reflexionar
sobre nuestro abandono, el que Jesús bebió hasta las heces. Jesús en la cruz
reza. Y reza, como buen judío, recitando un salmo. Sus palabras son las
primeras del salmo 22. Es la angustiosa oración del inocente perseguido,
rodeado de enemigos que quieren su muerte, y que sin embargo desde ese abismo
confía en Dios, en un acto de pura fe, que es plenitud de confianza.
Es
además una oración profética. El salmo profetiza los sufrimientos del Mesías
que tendrá que apurar toda la amargura de la humanidad doliente pero también su
entrega plena a ese Dios cuyo abandono no entiende. La profecía se está
cumpliendo en ese instante en la persona del Mesías Jesús.
“Dios
mío, Dios mío, ¿por qué me abandonas?”son las palabras de un hombre desesperado
en el momento del sumo dolor. Un Dios que no responde a ese grito del alma y
del cuerpo: “De día te grito y no respondes; de noche y no me haces caso”. Es
el Cristo hombre, plenamente hombre, que apura hasta las heces la angustia y la
tragedia de ser un hombre, sin que el hecho de ser al mismo tiempo Dios mitigue
en lo más mínimo su desolación. Dios y hombre hasta el extremo.
Sin
embargo, desde las tinieblas del abandono, Jesús confía en Él porque sabe
muy bien por experiencia propia que ese Dios “no ha sentido desprecio ni
repugnancia hacia el pobre desgraciado, no le ha escondido su rostro”, palabras
con las que sigue orando para terminar: “A mí me dará vida”.
Cuántos
cristianos en el mundo actual, hermanados en la muerte injusta con muchos otros
hombres, sufren como Jesús el dolor de ser víctimas inocentes de una
persecución violenta desenfrenada. Cuántos inocentes en nuestra actual
Venezuela padecen como Cristo en la cruz, en carne propia, ser inicuamente
encarcelados, arbitrariamente asesinados, sometidos a angustias insoportables
que acaban en desesperación y muerte.
El de
Jesús pendiente de la cruz es también un grito de protesta. Protesta contra la
violencia que convierte en víctima al inocente: “Me acorrala una jauría de
mastines, me cerca una banda de malhechores”. ¿No resuenan los gemidos de los
torturados, de los heridos en su cuerpo y en su espíritu, en sus carencias de
alimentos, de medicinas, de seguridad, de libertad? Pero Jesús también nos
invita a confiar en ese Dios Padre desde nuestras cruces y nuestras agonías:
“Fuerza mía, ven corriendo a auxiliarme”. Y esa Fuerza lo resucitó. Más allá de
todos nuestros sufrimientos, Él nos acompaña aunque parezca que nos abandona.
22-03-16
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