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domingo, 15 de marzo de 2020

Echar a volar las campanas, por Andrés Cárdenas




Andrés Cárdenas 14 de marzo de 2020

La Obra nace, una y otra vez, con cada mujer y cada hombre llamados a hacerla vida: habita en el “perenne hoy del Resucitado”.

Jesús tenía mucha familiaridad con el campo. De ahí surgen muchos de sus ejemplos y parábolas. Conocía cómo se cultivaban la vid y el trigo, sabía cómo eran la semilla y la planta de la mostaza, hablaba del cuidado de las higueras… Uno de los elogios más grandes que salieron de su boca fue precisamente para la belleza de los lirios, pues “ni siquiera Salomón, en todo su esplendor, se vestía como ellos” (Lc 12,17). En varias ocasiones, se refirió al modo en que las plantas se enraízan en la tierra (cfr. Lc 8,13). La imagen de la raíz es de gran importancia, pues se trata de aquella parte de la planta, oculta, con la que esta se fija a la buena tierra y se nutre. Es invisible, y sin embargo es condición de existencia y de fecundidad.

La raíz de todo lo bueno

A san Josemaría le gustaba utilizar también la imagen de la raíz, y la usaba en particular para hablar del valor de la santa Misa en la vida cristiana. Es lógico pensarlo así, si consideramos que en cada celebración se hace presente el único sacrificio de Jesús en la cruz, aquel momento en el que fue vencido el mal y se nos abrieron definitivamente las puertas del cielo. De ese acto de amor por nosotros brotan los sacramentos, la Iglesia, la vida cristiana de todas las personas de todos los tiempos. Por su íntima unión con el misterio de la cruz podríamos decir que, de una manera misteriosa, la santa Misa alimenta todas las cosas buenas que suceden en el mundo[1]. Por eso san Josemaría procuraba celebrarla con toda la fe, con toda la piedad, con todo el amor del que era capaz.

El viernes 14 de febrero de 1930, en uno de los barrios que se habían trazado como ensanche de Madrid, a primera hora de la mañana, el joven Josemaría se dirigía precisamente a celebrar la Misa en un pequeño oratorio, en una casa de la calle Alcalá Galiano, a unos doscientos metros de la Plaza de Colón. Allí vivía la anciana madre de Luz Casanova, la fundadora de las Damas Apostólicas, a quienes el joven sacerdote atendía espiritualmente. Al poco de recibir al Señor, surgió algo nuevo en su interior. A veces sucede que durante la Misa brotan en nosotros deseos de identificarnos más con Jesús, ansias de santidad, luces sobre el misterio de Dios… Pero esta vez era algo mucho más grande de lo habitual: comprendió que, en adelante, muchas mujeres recibirían la llamada de Dios para unirse a la misión del Opus Dei, recibida poco más de un año atrás, haciendo presente en medio del mundo la santidad que viene del Señor[2].

Cuando se celebró el cincuenta aniversario de aquel día, el primer sucesor de san Josemaría al frente de la Obra apuntaba precisamente que “de la santa Misa, presencia siempre actual del sacrificio de Jesucristo, salta al mundo esta chispa de amor divino que provocará incendios de Amor en tantos corazones”[3].

Un regalo siempre nuevo

Para san Josemaría, ambas fechas –el 14 de febrero de 1930 y el 2 de octubre de 1928– formaban parte de una misma luz fundacional, eran dos notas de un mismo acorde. Pronto dejaría incluso constancia escrita de esto en sus Apuntes íntimos: “Recibí la iluminación sobre toda la Obra”[4]. Poco más tarde, en pleno conflicto de la guerra civil española, escribe una carta a las personas de la Obra que se encuentran dispersas en distintos lugares, en la que les pide que eleven diariamente una plegaria a Dios por el Padre como llamarían, con el pasar del tiempo, a quien estuviera a la cabeza de esta familia. Después les aconseja que se comience a rezar esa oración “desde el 14 de febrero próximo –día de Acción de Gracias, como el 2 de octubre”[5].

Las características concretas de la misión que san Josemaría recibió de Dios se fueron perfilando con el paso del tiempo, como cuando uno va descubriendo las direcciones por las que discurre una melodía. Pero se podría decir que lo central de esa misión es “propagar entre los hombres la llamada divina a la santificación, promoviendo una obra —a la que más adelante designará con el nombre de Opus Dei— cuyo fin sea precisamente difundir la búsqueda de la santidad y el ejercicio del apostolado en medio del mundo”[6]. También es un rasgo medular el hecho que esta misión se realizaría desde las entrañas de la sociedad misma, en la vida de cristianos y cristianas corrientes que habitan, de manera auténtica, en su propia patria. Y todo esto, desde la convicción sólida de ser hijos de Dios, que viven en un mundo y un tiempo heredados para nuestra felicidad. Esa es la luz que san Josemaría recibió. Y el 14 de febrero de 1930 quedó claro que Dios quería que muchas mujeres iluminasen su vida y su entorno con esta misma luz.

El espíritu del Opus Dei es, ante todo, un regalo siempre nuevo que Dios hace continuamente al mundo; no se trata de un proyecto elaborado por mentes humanas para solucionar problemas del pasado o de algún lugar concreto[7]. La Obra nace, una y otra vez, con cada persona llamada a hacerla vida: habita en el “perenne hoy del Resucitado”[8]. Por eso, para caminar hacia el futuro con la misma audacia de Dios, haremos resonar continuamente en nuestros oídos la melodía del 2 de octubre de 1928 y del 14 de febrero de 1930. Así podremos redescubrir, a cualquier edad, ese “alud arrollador”[9] que el Espíritu Santo ha preparado para nosotros y para las personas que nos rodean.

La unión más fuerte

También parte esencial del encargo que Dios hizo a san Josemaría –y que luego ha hecho a tanta gente a través de él– consiste en un particular modo de relacionarnos con las personas que procuran vivir este espíritu. Y ese modo particular es concretamente el de la vida de una familia. Dentro de este designio de Dios, la presencia de la mujer en la Obra cobra una especial relevancia. Como escribía Mons. Fernando Ocáriz, esta presencia es “un presupuesto necesario para que en el Opus Dei exista de hecho un espíritu de familia”[10]. Efectivamente, la Obra es, sobre todo, una gran familia con hombres y mujeres de todas las edades, en donde cada uno y cada una aportan su manera de ser, sus propios talentos e intereses. Este rasgo lleva a que cada persona, individualmente, sea el centro de la atención y de las oraciones de todos, sobre todo cuando, por alguna razón, lo necesita de manera especial. Dice el libro de los Salmos: “Ved qué bueno y qué gozoso es convivir con los hermanos unidos. (…) Pues allí envía el Señor la bendición, la vida para siempre” (Sal 133,1-3). Lo propio de una familia es generar el espacio idóneo, fértil, en el que cada miembro pueda encontrar el lugar en el que echar raíces siendo plenamente acogido y feliz.

Al mismo tiempo, san Josemaría consideró que las actividades apostólicas del Opus Dei –esto es: los ámbitos de formación y de gobierno, junto a los lugares en los que estos se desarrollan– se llevarían a cabo separadamente para hombres y mujeres. Esto, naturalmente, no está reñido con la profunda unidad que mueve los corazones de todos. En una época en la que conocemos cada vez nuevas maneras de estar unidos a los demás a través de la tecnología o el transporte, podemos agradecer la unión y la comunicación más fuerte de todas: la espiritual, que tiene lugar a través de la comunión de los santos. Nunca habrá un desarrollo científico capaz de igualarla, porque la realiza Dios mismo.

La beata Guadalupe Ortiz de Landázuri, como todas las personas que han vivido con Dios, experimentó de muchos modos este tipo de unión. El miércoles 4 de junio de 1958, don Álvaro había dejado a Jesús reservado por primera vez en el sagrario del centro de la Obra de Madrid en el que ella vivía. Relatando algunos detalles de este suceso, Guadalupe escribía por carta a san Josemaría, que se encontraba en Italia, a más de mil kilómetros de distancia: “[Don Álvaro] Nos habló de Roma y nos parecía estar allí junto al Padre, como en realidad estamos siempre y queremos estarlo cada vez más, aunque como ahora, estemos lejos”[11]. Quienes han experimentado un amor auténtico, reflejo del amor divino, saben que los límites del espacio físico son muy relativos.

En el diálogo de nuestro tiempo

Terminado el Concilio Vaticano II, en mitad de los años sesenta, la Iglesia dirigía estas palabras a todas las mujeres: “Ha llegado la hora en que la vocación de la mujer se cumple en plenitud (…). Por eso, en este momento en que la humanidad conoce una mutación tan profunda, las mujeres llenas del espíritu del Evangelio pueden ayudar tanto”[12]. Desde aquellos años hasta nuestros días, ha pasado más de medio siglo en el que, a veces de manera veloz, ha ido cambiando la percepción de la mujer –y, junto a ella, también la del hombre– en la sociedad. Se trata de un proceso todavía en curso, en el que las mujeres del Opus Dei están llamadas a poner “en diálogo toda su riqueza espiritual y humana con las personas de nuestro tiempo”[13]. Esa es precisamente la misión divina transmitida a san Josemaría en 1928: dar a los cambios en la sociedad, desde dentro, el rostro de Cristo, siendo protagonistas principales de la historia.

“Hijas mías, –decía san Josemaría, en un 14 de febrero– yo quisiera que hoy os dierais cuenta de tantas cosas como el Señor, la Iglesia, la humanidad entera esperan de la Sección femenina del Opus Dei; y que, conociendo toda la grandeza de vuestra vocación, la améis cada día más”[14]. La vocación de las mujeres en el Opus Dei es una vocación apostólica, una luz que el Señor ha suscitado, no para “ponerla en un sitio oculto”, sino para que, en medio y a través de los cansancios e incomprensiones que no faltarán, pueda ponerse “sobre el candelero” (Lc 11,33) de modo que a todos alcance su claridad y su calor.

“De la santidad de la mujer depende en gran parte la santidad de las personas que la rodean”[15], ha señalado recientemente el prelado del Opus Dei. Por eso, cada 14 de febrero es un día de oración agradecida a Dios y de fiesta: porque, en continuidad con el 2 de octubre, ese día se abrió un camino de verdadera alegría cristiana para muchas mujeres y, en consecuencia, para todos. Así lo capta el diario del centro en el que vivían muchas mujeres del Opus Dei en Roma, cerca de san Josemaría, en un aniversario de aquella fecha: “Hoy es un día grande, feliz, lleno de alegría para nosotras. Es día de echar a volar todas las campanas de Roma, día de pasárselo entero dando gracias a Dios. Y día también de celebrarlo, porque es como si fueran los santos y cumpleaños de todas”[16].

[1] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1324 y 1330.
[2] Literalmente, escribe en 1948: “No puedo decir que vi, pero sí que intelectualmente, con detalle (después yo añadí otras cosas, al desarrollar la visión intelectual), cogí lo que había de ser la sección femenina del Opus Dei”. Citado en Andrés Vázquez de Prada, El fundador del Opus Dei, tomo I, Rialp, Madrid, 1997, p. 323.
[3] Beato Álvaro del Portillo, Carta 9-I-1980.
[4] San Josemaría, Apuntes íntimos, n. 306. Citado en Andrés Vázquez de Prada, El fundador del Opus Dei, tomo I, p. 293. La cursiva no es del original.
[5] San Josemaría, Carta circular a sus hijos, 9-I-1938. Citado en Andrés Vázquez de Prada, El fundador del Opus Dei, tomo II, p. 241.
[6] José Luis Illanes, “Dos de octubre de 1928: Alcance y significado de una fecha”, en Scripta Theologica, vol. 13/2-3 (1981) p. 86.
[7] Cfr. San Josemaría, Instrucción acerca del espíritu sobrenatural de la Obra de Dios, n. 15.
[8] Francisco, Ex. Ap. Gaudete et exsultate, 19-III-2018, n. 173.
[9] San Josemaría, Carta 25-V-1962, n. 41. Citado en Andrés Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, tomo I, p. 303.
[10] Mons. Fernando Ocáriz, “La vocación al Opus Dei como vocación en la Iglesia”, en El Opus Dei en la Iglesia, Rialp, Madrid, 1993, p 190.
[11] Carta a san Josemaría, 4-VI-1958, en Letras a un santo, Oficina de Información del Opus Dei, 2018.
[12] San Pablo VI, Mensaje a las mujeres, en la Clausura del Concilio Vaticano II, 8-XII-1965.
[13] Mons. Fernando Ocáriz, Carta del Prelado, 5-II-2020.
[14] San Josemaría, Homilía, 14-II-1956. Citado en Francisca R. Quiroga, “14 de febrero de 1930: la transmisión de un acontecimiento y un mensaje”, en Studia et Documenta, vol. 1 (2007), p 181.
[15] Mons. Fernando Ocáriz, Carta del Prelado, 5-II-2020.
[16] Diario de Villa Sacchetti, 14-II-1950. Citado en Francisca R. Quiroga, “14 de febrero de 1930: la transmisión de un acontecimiento y un mensaje”, p 179.


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