Andrés Cárdenas 14 de marzo de 2020
La
Obra nace, una y otra vez, con cada mujer y cada hombre llamados a hacerla
vida: habita en el “perenne hoy del Resucitado”.
Jesús tenía mucha familiaridad con el campo. De ahí
surgen muchos de sus ejemplos y parábolas. Conocía cómo se cultivaban la vid y
el trigo, sabía cómo eran la semilla y la planta de la mostaza, hablaba del
cuidado de las higueras… Uno de los elogios más grandes que salieron de su boca
fue precisamente para la belleza de los lirios, pues “ni siquiera Salomón, en
todo su esplendor, se vestía como ellos” (Lc 12,17). En varias ocasiones, se
refirió al modo en que las plantas se enraízan en la tierra (cfr. Lc 8,13). La
imagen de la raíz es de gran importancia, pues se trata de aquella parte de la
planta, oculta, con la que esta se fija a la buena tierra y se nutre. Es
invisible, y sin embargo es condición de existencia y de fecundidad.
La raíz de todo lo bueno
A san Josemaría le gustaba utilizar también la imagen
de la raíz, y la usaba en particular para hablar del valor de la santa Misa en
la vida cristiana. Es lógico pensarlo así, si consideramos que en cada
celebración se hace presente el único sacrificio de Jesús en la cruz, aquel
momento en el que fue vencido el mal y se nos abrieron definitivamente las
puertas del cielo. De ese acto de amor por nosotros brotan los sacramentos, la
Iglesia, la vida cristiana de todas las personas de todos los tiempos. Por su íntima
unión con el misterio de la cruz podríamos decir que, de una manera misteriosa,
la santa Misa alimenta todas las cosas buenas que suceden en el mundo[1]. Por eso san Josemaría procuraba
celebrarla con toda la fe, con toda la piedad, con todo el amor del que era
capaz.
El viernes 14 de febrero de 1930, en uno de los
barrios que se habían trazado como ensanche de Madrid, a primera hora de la
mañana, el joven Josemaría se dirigía precisamente a celebrar la Misa en un
pequeño oratorio, en una casa de la calle Alcalá Galiano, a unos doscientos
metros de la Plaza de Colón. Allí vivía la anciana madre de Luz Casanova, la
fundadora de las Damas Apostólicas, a quienes el joven sacerdote atendía
espiritualmente. Al poco de recibir al Señor, surgió algo nuevo en su interior.
A veces sucede que durante la Misa brotan en nosotros deseos de identificarnos
más con Jesús, ansias de santidad, luces sobre el misterio de Dios… Pero esta
vez era algo mucho más grande de lo habitual: comprendió que, en adelante,
muchas mujeres recibirían la llamada de Dios para unirse a la misión del Opus
Dei, recibida poco más de un año atrás, haciendo presente en medio del mundo la
santidad que viene del Señor[2].
Cuando se celebró el cincuenta aniversario de aquel
día, el primer sucesor de san Josemaría al frente de la Obra apuntaba
precisamente que “de la santa Misa, presencia siempre actual del sacrificio de
Jesucristo, salta al mundo esta chispa de amor divino que provocará incendios
de Amor en tantos corazones”[3].
Un regalo siempre nuevo
Para san Josemaría, ambas fechas –el 14 de febrero de
1930 y el 2 de octubre de 1928– formaban parte de una misma luz fundacional,
eran dos notas de un mismo acorde. Pronto dejaría incluso constancia escrita de
esto en sus Apuntes íntimos: “Recibí la iluminación sobre toda la
Obra”[4]. Poco más tarde, en pleno conflicto de la
guerra civil española, escribe una carta a las personas de la Obra que se
encuentran dispersas en distintos lugares, en la que les pide que eleven
diariamente una plegaria a Dios por el Padre como llamarían, con el pasar del
tiempo, a quien estuviera a la cabeza de esta familia. Después les aconseja que
se comience a rezar esa oración “desde el 14 de febrero próximo –día de Acción
de Gracias, como el 2 de octubre”[5].
Las características concretas de la misión que san
Josemaría recibió de Dios se fueron perfilando con el paso del tiempo, como
cuando uno va descubriendo las direcciones por las que discurre una melodía.
Pero se podría decir que lo central de esa misión es “propagar entre los
hombres la llamada divina a la santificación, promoviendo una obra —a la que
más adelante designará con el nombre de Opus Dei— cuyo fin sea precisamente
difundir la búsqueda de la santidad y el ejercicio del apostolado en medio del
mundo”[6]. También es un rasgo medular el hecho que
esta misión se realizaría desde las entrañas de la sociedad misma, en la vida
de cristianos y cristianas corrientes que habitan, de manera auténtica, en su propia
patria. Y todo esto, desde la convicción sólida de ser hijos de Dios, que viven
en un mundo y un tiempo heredados para nuestra felicidad. Esa es la luz que san
Josemaría recibió. Y el 14 de febrero de 1930 quedó claro que Dios quería que
muchas mujeres iluminasen su vida y su entorno con esta misma luz.
El espíritu del Opus Dei es, ante todo, un regalo
siempre nuevo que Dios hace continuamente al mundo; no se trata de un proyecto
elaborado por mentes humanas para solucionar problemas del pasado o de algún
lugar concreto[7]. La Obra nace, una y otra vez, con cada
persona llamada a hacerla vida: habita en el “perenne hoy del Resucitado”[8]. Por eso, para caminar hacia el futuro
con la misma audacia de Dios, haremos resonar continuamente en nuestros oídos
la melodía del 2 de octubre de 1928 y del 14 de febrero de 1930. Así podremos
redescubrir, a cualquier edad, ese “alud arrollador”[9] que el Espíritu Santo ha preparado
para nosotros y para las personas que nos rodean.
La unión más fuerte
También parte esencial del encargo que Dios hizo a san
Josemaría –y que luego ha hecho a tanta gente a través de él– consiste en un
particular modo de relacionarnos con las personas que procuran vivir este
espíritu. Y ese modo particular es concretamente el de la vida de una familia.
Dentro de este designio de Dios, la presencia de la mujer en la Obra cobra una
especial relevancia. Como escribía Mons. Fernando Ocáriz, esta presencia es “un
presupuesto necesario para que en el Opus Dei exista de hecho un espíritu de
familia”[10]. Efectivamente, la Obra es, sobre todo,
una gran familia con hombres y mujeres de todas las edades, en donde cada uno y
cada una aportan su manera de ser, sus propios talentos e intereses. Este rasgo
lleva a que cada persona, individualmente, sea el centro de la atención y de
las oraciones de todos, sobre todo cuando, por alguna razón, lo necesita de
manera especial. Dice el libro de los Salmos: “Ved qué bueno y qué gozoso es
convivir con los hermanos unidos. (…) Pues allí envía el Señor la bendición, la
vida para siempre” (Sal 133,1-3). Lo propio de una familia es generar el
espacio idóneo, fértil, en el que cada miembro pueda encontrar el lugar en el
que echar raíces siendo plenamente acogido y feliz.
Al mismo tiempo, san Josemaría consideró que las
actividades apostólicas del Opus Dei –esto es: los ámbitos de formación y de
gobierno, junto a los lugares en los que estos se desarrollan– se llevarían a
cabo separadamente para hombres y mujeres. Esto, naturalmente, no está reñido
con la profunda unidad que mueve los corazones de todos. En una época en la que
conocemos cada vez nuevas maneras de estar unidos a los demás a través de la
tecnología o el transporte, podemos agradecer la unión y la comunicación más
fuerte de todas: la espiritual, que tiene lugar a través de la comunión de los
santos. Nunca habrá un desarrollo científico capaz de igualarla, porque la
realiza Dios mismo.
La beata Guadalupe Ortiz de Landázuri, como todas las
personas que han vivido con Dios, experimentó de muchos modos este tipo de
unión. El miércoles 4 de junio de 1958, don Álvaro había dejado a Jesús
reservado por primera vez en el sagrario del centro de la Obra de Madrid en el
que ella vivía. Relatando algunos detalles de este suceso, Guadalupe escribía
por carta a san Josemaría, que se encontraba en Italia, a más de mil kilómetros
de distancia: “[Don Álvaro] Nos habló de Roma y nos parecía estar allí junto al
Padre, como en realidad estamos siempre y queremos estarlo cada vez más, aunque
como ahora, estemos lejos”[11]. Quienes han experimentado un amor
auténtico, reflejo del amor divino, saben que los límites del espacio físico
son muy relativos.
En el diálogo de nuestro tiempo
Terminado el Concilio Vaticano II, en mitad de los
años sesenta, la Iglesia dirigía estas palabras a todas las mujeres: “Ha
llegado la hora en que la vocación de la mujer se cumple en plenitud (…). Por
eso, en este momento en que la humanidad conoce una mutación tan profunda, las
mujeres llenas del espíritu del Evangelio pueden ayudar tanto”[12]. Desde aquellos años hasta nuestros
días, ha pasado más de medio siglo en el que, a veces de manera veloz, ha ido
cambiando la percepción de la mujer –y, junto a ella, también la del hombre– en
la sociedad. Se trata de un proceso todavía en curso, en el que las mujeres del
Opus Dei están llamadas a poner “en diálogo toda su riqueza espiritual y humana
con las personas de nuestro tiempo”[13]. Esa es precisamente la misión divina
transmitida a san Josemaría en 1928: dar a los cambios en la sociedad, desde
dentro, el rostro de Cristo, siendo protagonistas principales de la historia.
“Hijas mías, –decía san Josemaría, en un 14 de
febrero– yo quisiera que hoy os dierais cuenta de tantas cosas como el Señor,
la Iglesia, la humanidad entera esperan de la Sección femenina del Opus Dei; y
que, conociendo toda la grandeza de vuestra vocación, la améis cada día más”[14]. La vocación de las mujeres en el Opus
Dei es una vocación apostólica, una luz que el Señor ha suscitado, no para
“ponerla en un sitio oculto”, sino para que, en medio y a través de los
cansancios e incomprensiones que no faltarán, pueda ponerse “sobre el
candelero” (Lc 11,33) de modo que a todos alcance su claridad y su calor.
“De la santidad de la mujer depende en gran parte la
santidad de las personas que la rodean”[15], ha señalado recientemente el prelado
del Opus Dei. Por eso, cada 14 de febrero es un día de oración agradecida a
Dios y de fiesta: porque, en continuidad con el 2 de octubre, ese día se abrió
un camino de verdadera alegría cristiana para muchas mujeres y, en
consecuencia, para todos. Así lo capta el diario del centro en el que vivían
muchas mujeres del Opus Dei en Roma, cerca de san Josemaría, en un aniversario
de aquella fecha: “Hoy es un día grande, feliz, lleno de alegría para nosotras.
Es día de echar a volar todas las campanas de Roma, día de pasárselo entero
dando gracias a Dios. Y día también de celebrarlo, porque es como si fueran los
santos y cumpleaños de todas”[16].
[2] Literalmente, escribe en 1948: “No puedo
decir que vi, pero sí que intelectualmente, con detalle
(después yo añadí otras cosas, al desarrollar la visión intelectual),
cogí lo que había de ser la sección femenina del Opus Dei”. Citado en Andrés
Vázquez de Prada, El fundador del Opus Dei, tomo I, Rialp, Madrid,
1997, p. 323.
[4] San Josemaría, Apuntes íntimos, n.
306. Citado en Andrés Vázquez de Prada, El fundador del Opus Dei,
tomo I, p. 293. La cursiva no es del original.
[5] San Josemaría, Carta circular a sus
hijos, 9-I-1938. Citado en Andrés Vázquez de Prada, El fundador del
Opus Dei, tomo II, p. 241.
[6] José Luis Illanes, “Dos de octubre de 1928:
Alcance y significado de una fecha”, en Scripta Theologica, vol.
13/2-3 (1981) p. 86.
[9] San Josemaría, Carta 25-V-1962, n.
41. Citado en Andrés Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei,
tomo I, p. 303.
[10] Mons. Fernando Ocáriz, “La vocación al Opus Dei
como vocación en la Iglesia”, en El Opus Dei en la Iglesia, Rialp,
Madrid, 1993, p 190.
[11] Carta a san Josemaría, 4-VI-1958, en Letras
a un santo, Oficina de Información del Opus Dei, 2018.
[14] San Josemaría, Homilía, 14-II-1956.
Citado en Francisca R. Quiroga, “14 de febrero de 1930: la transmisión de un
acontecimiento y un mensaje”, en Studia et Documenta, vol. 1
(2007), p 181.
[16] Diario de Villa Sacchetti, 14-II-1950. Citado en
Francisca R. Quiroga, “14 de febrero de 1930: la transmisión de un
acontecimiento y un mensaje”, p 179.
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