Edglis y Yuri fundaron una de las tantas tareas dirigidas que atiende a niños y adolescente en Petare. Queda en el barrio Antonio José de Sucre y le pusieron Semillas de Esperanza, porque confían en que los estudiantes que acuden allí son eso: seres que crecerán, como árboles, si se les brinda la atención debida.
El lugar era un club de ancianos abandonado. Estaba lleno de ratas que había que matar a patadas porque ni el veneno servía para acabarlas. Edglis y Yuri entraron con la idea de que allí debía funcionar una escuela de tareas dirigidas para los niños del barrio Antonio José de Sucre, uno de los tantos de Petare, ese gigante laberíntico del este de Caracas donde las casas se amontonan unas sobre otras.
Esperaban atender a más de 20 estudiantes a diario —estimación basada en la cantidad de niños que veían corretear por las calles en las tardes—, pero en sus casas no había espacio suficiente para todos. El único sitio cercano con un tamaño adecuado para dar clases era aquel piso abandonado en la entrada del barrio. Con unas pinzas, abrieron las rejas del salón oscuro donde el polvo y centenares de cucarachas se acumulaban en los rincones. Edglis entonces era una adolescente que soñaba con ser maestra, mientras que Yuri llevaba dos décadas dando clases en escuelas públicas venezolanas.
Al consejo comunal no le hizo gracia enterarse de que ellas estaban trapeando el suelo del antiguo espacio donde, supuestamente, “convivían” los abuelos del sector. Edglis y Yuri estaban limpiando las paredes y acomodando las sillas cuando una comitiva, encabezada por una vecina que era abogada y militante del Partido Socialista Unido de Venezuela, se acercó a pedirles que se fueran de ahí.
—Esto pertenece a la comunidad y no lo pueden tomar —les dijo.
—Aquí no hay nada más que ratas. Lo vamos a arreglar para dar clases, para que los niños no anden en la calle con esa cabeza vacía. Nadie le está parando a eso —respondió Yuri.
—Ustedes no pueden hacer esto, más bien pueden ir presas por andar invadiendo lo que no es suyo.
—Pues vaya a la policía y pídales que vengan a botarnos de aquí porque queremos educarles a los niños. Vaya —dijo la docente, encogiéndose de hombros.
Yuri no es venezolana. Se había mudado de su Cartagena natal a Venezuela en los años 70 cuando, gracias a los jugosos ingresos petroleros, esta era una nación próspera a la que venían colombianos huyendo del desempleo y la guerrilla. Caracas le pareció una ciudad limpia, pujante, pero en la que, según percibía, muchos pobres sufrían en silencio. Al poner un pie en el barrio Antonio José de Sucre se dio cuenta de eso: había gente que vivía al día, algunos —sobre todo los migrantes— estaban indocumentados, no conseguían cupos para sus hijos en las escuelas públicas.
Por eso, ella, que entendía que la educación era clave en cualquier sociedad, se propuso contribuir con su formación. Aunque aquello sonara como un sueño romántico y demasiado optimista.
El comentario de Yuri pareció zanjar el tema y la abogada no volvió a aparecer.
Y se le ocurrió el nombre de la escuelita. Después de discutirlo con Edglis, la llamaron Semillas de Esperanza, porque estaban convencidas de que cada niño era eso: un árbol en potencia, una semillita que crecería si le ponían suficiente atención y fe.
Los roedores desaparecieron después de una caza minuciosa de Edglis, que los sacó uno por uno, con paciencia. Y abrieron a finales de 2007. Poco a poco Semillas de Esperanza dejó de ser un olvidado club de ancianos y se convirtió en un modesto centro multicolor de tareas dirigidas, con dos cuartos empapelados con carteles infantiles y dibujos hechos a mano alzada.
Edglis Istúriz es la artista detrás de los muñecos de anime y cartulina que adornan las paredes de esta escuelita. Acaba de cumplir 33 años, pero algo —sus ojos expresivos, su voz dulce— hace que se vea de unos 10 menos. Suele abrazar con fuerza a los estudiantes que buscan su tibieza maternal. Va de aquí para allá, revisando cuadernos con bolígrafo en mano, seguida muy de cerca por varios pequeños que quieren su atención.
Edglis empezó la universidad en 2011, pero no la terminó, porque se agotó de los paros. En 2016 la mitad de los estudiantes del Instituto Pedagógico de Miranda José Manuel Siso Martínez renunciaron a sus carreras. En ese año los educadores, cansados, se volvían taxistas, panaderos, costureros, manicuristas, si es que no se iban del país porque el sueldo en los colegios públicos no pasaba de los 20 dólares mensuales. “Ser docente es un mal negocio”, decían los que desertaban. Edglis los comprendía. En la escuelita que creó junto a Yuri cobraba lo equivalente a unos 2 dólares semanales y se sentía afortunada.
Para 2016, los niños recién inscritos acudían sin muchas nociones académicas básicas. Varios leían sin pronunciar bien la erre o, a los 9 años, no recordaban las tablas de multiplicar. Los padres, la mayoría colombianos, pagaban a duras penas o les pedían prórrogas. Edglis se los permitía y exoneraba a algunos porque, pensaba, un niño perdido es uno más corriendo en la calle. Aquel entonces atendía a unos 20 cada semana. La mitad de ellos tenía madres que trabajaban limpiando las casas de familias acomodadas.
“Maestra, yo la quiero mucho”, solían decirle los niños, acaso como una forma de agradecerle. Edglis sonreía y los rodeaba con los brazos, y les besaba la coronilla. En ese pequeño mundo, entre libros donados, creyones y cuadernos garabateados, sus estudiantes conseguían poco más que alguna enseñanza útil: algún tipo de amoroso entendimiento lejos del país convulso que había afuera.
Durante ese tiempo, se dedicó a pintar las paredes, a abrir una sección de guardería para los que estaban en edad preescolar y a ofrecer talleres de manualidades, títeres y pinturas. Unos maestros donaron unas mesas largas, un par de escritorios y un estante, que llenaron con tomos viejos de Santillana, Mi Jardín, Fundación Empresas Polar y varios cuentos infantiles que les regalaron.
Ambas docentes sentían que llevaban casi 10 años haciéndolo bien, cuando llegó la crisis de 2017.
Los niños entraban en la escuelita sosteniendo bolsas plásticas llenas de arroz blanco y pegajoso, que era lo único que sus madres podían proveerles para que almorzaran. Algunos asistían con las barrigas hinchadas. Edglis veía cómo el hambre los mareaba. Semanalmente, solo dos o tres voces respondían cuando pasaban lista: se hacía un eco en el salón casi vacío. Los inasistentes corrían afuera, en la avenida, con los estómagos rugiendo. Venezuela se tambaleaba entre la escasez y las protestas en contra de Nicolás Maduro. En Caracas se formaban kilométricas colas para comprar un solo paquete de harina de maíz. Un millón de personas terminaron desempleadas, según la Encuesta de Condiciones de Vida (Encovi) de la Universidad Católica Andrés Bello.
Yuri Tous, con su apellido catalán y su pasado en Cartagena, resolvió rápido. Contaba, en ese entonces, con 58 años y aún no le habían diagnosticado el cáncer de colon que se la comía silenciosamente desde adentro. Con lo poco que le quedaba de la reducida mensualidad, unos 6 dólares, logró cocinar sopa de papas una semana y a la otra inscribir a sus niños en un comedor de ayuda humanitaria, instalado en el barrio, muy cerca de Semillas de Esperanza, por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur).
—Mira, Yuri. Tampoco tienen pañales. Nos toca conseguir y lavar —le dijo Edglis una vez a su compañera.
Se sentaban en la oscuridad de la noche cuando no quedaba nadie en la escuelita, a restregar pañales reutilizables mientras contaban mentalmente cuántos estudiantes podrían acudir la mañana siguiente y se preguntaban si necesitarían algún pañal más.
Fueron años duros que hoy parecen lejanos pero que les dejaron aprendizajes.
Dos semanas después de que se decretó la pandemia de covid-19, en marzo de 2020, y a pesar del confinamiento, Semillas de Esperanza abrió sus puertas.
—Allá afuera están corriendo, jugando. Y para que estén así todo el año escolar, mejor los traemos para acá, sino después nos van a llegar atrasados, sin saber ni “a” —dijo Edglis a Yuri.
Esta asintió.
La tarea dirigida había sido su principal fuente de ingresos desde hace 15 años y existían pocas razones para negarse, en especial porque acababa de enterarse de que tenía cáncer de colón y debía pagar el tratamiento: para ella, cada dólar contaba.
Pero la policía rondaba la zona, multando a cualquiera que rompiese el confinamiento, y tuvieron que meter a los niños por la casa de Edglis, cuya puerta trasera conecta directamente con el centro de tareas dirigidas. Entraban apresurados, con los cuadernos bajo el brazo y riendo silenciosamente. No les permitían quitarse el tapaboca. Las maestras extremaron el cuidado. Ninguno se enfermó de covid-19 durante esos meses.
—No trabajamos con todos, claro. Ellos venían con su tapabocas y, gracias a Dios, ninguno se nos enfermó porque tuvimos extremo cuidado —cuenta ella.
Fue uno de los pocos centros del sector en funcionar en 2020. Los estudiantes asistían y se quejaban por las clases remotas de sus colegios formales, que no entendían. Algunos contaban que sus profesores no aparecían más, dejándolos con una lista interminable de tareas que no sabían a quién entregar.
Yuri finalmente se percató del cáncer, luego de una visita de rutina al doctor, a mediados de 2020. Sin alarmar a nadie, se ausentó de la escuelita por casi un año. Iba de vez en cuando para vigilar que sus niños, “sus hijos adoptados”, estuviesen bien. Su familia en Colombia le mandó el dinero necesario para tratarse y en 2021 logró operarse.
Ahora se considera afortunada.
Mientras tanto, Migdalia cubrió a Yuri en las labores que esta no podía hacer en Semillas de Esperanza. Hasta ahora es la maestra más nueva. Es, de hecho, una antigua alumna del centro que asistía cuando todavía las ratas aparecían de improvisto. Hoy planea hacer carrera en educación preescolar, a pesar de que sus amigas la miran extrañadas.
Desde las 7:00 de la mañana y hasta las 5:00 de la tarde, al menos 30 niños aprenden a leer, a reconocer a Venezuela en el mapamundi y a resolver operaciones numéricas con Yuri, Edglis y Migdalia.
El lunes 23 de mayo, ocho de ellos escriben concentrados, mientras miran a la pizarra. Una lista de derechos humanos fundamentales está escrita allí. Yuri contempla con cariño a un niño de 13 años que está aprendiendo a hacer caligrafía porque su madre no lo volvió a inscribir en el colegio cuando era más pequeño.
—Tienen derecho a la vida, a estudiar. Eso no se lo puede negar nadie —les explica la docente en voz alta.
En Semillas de Esperanza no solo educan, sino que intentan reinsertar a algunos niños en las escuelas formales, que es lo que quiere hacer con ese adolescente que todavía no sabe escribir. Los años que Yuri pasó trabajando para el sistema público venezolano le dejaron varios contactos. Solo debe preparar al adolescente para que la directora de un plantel cercano le permita entrar y finalizar la primaria.
No hay jovencitos corriendo afuera de la escuelita de Yuri y Edglis. Desde que arrancó la pandemia, decenas de proyectos parecidos afloraron en el Antonio José de Sucre. Pero las maestras no compiten: se ayudan entre sí. Están pendientes de los más traviesos y todas se mantienen vigilantes cuando cae la tarde y los estudiantes se van cerro arriba.
Los padres deben pagar entre 4 y 5 dólares semanales. Varios lo hacen puntualmente y otros se retrasan. Yuri sonríe cuando recuerda la lista de cuotas pendientes: desde que se fundó el centro, la crisis ha sido una constante en sus vidas. Las ratas, el consejo comunal, el hambre, la falta de dinero, su propia enfermedad. Eso le hace pensar que no hay nada irremediable, por lo que no le molesta esperar unos días más por el dinero.
—Un niño que estudia es un niño a salvo. ¿Cómo nace un árbol? Con la semilla. Así funcionamos aquí.
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