Tulio Ramírez 23 de enero de 2023
Cuando
se viaja a un país serio, es decir, esos donde la gente se preocupa más por
crear y producir que por hacer enormes colas para echar gasolina, agarrar una
bolsa CLAP, sacar el pasaporte o hacer trámites en un registro público, nos
damos cuenta de que las cosas si pueden funcionar normalmente sin estar
mojándole la mano a alguien.
Pareciera que, en esos países, no hubiera gobierno a quien mentarle la madre. El día a día transcurre tan normalmente que si nos descuidamos nos puede dar un ataque de depresión por falta de experiencias límites que alboroten nuestra adrenalina. Por ejemplo, hacer una cola para asistir a un espectáculo sin que nadie se colee es frustrante o ir a una oficina pública sin que el pana del escritorio 6 te intente convencer sobre cómo hacer que salga más rápido tu solicitud, realmente es escalofriante.
Cuando
tenemos un paisano cerca, así no lo conozcamos, utilizamos expresiones como
estas, “igualito que en Venezuela ¿verdad compadre?, allá no te ponen multa,
sino que te matraquean directo”, o “igualito que en Venezuela paisano, allá si
dejan un paquete en la puerta de tu casa, dura lo que dura una cerveza fría en
un campo de softball”.
Lo
cierto es que cuando estamos fuera, buena parte del tiempo nos la pasamos
comparando. Es como una suerte de catarsis con flagelación. Nos desahogamos,
cosa que según los psicólogos es buena, pero recordando siempre lo mal que
estamos. Del “Ta’ barato dame dos”, pasamos al “qué te parece, igualito
que allá”, seguido de lo malo que estamos en la comparación.
En
esos viajes también nos damos cuenta de tantas cosas que son útiles y valiosas
en esos países, pero que en Venezuela son totalmente inútiles a pesar de que
existen desde hace muchos años. Veamos.
Las
tarjetas de crédito. No hay venezolano de más de 50 años que no conserve en su
cartera 3 o 4 tarjetas de crédito. Ocupan un buen espacio en la billetera y no
son sacadas desde hace aproximadamente 15 años. Pero allí están, inclusive
vencidas, nos da miedo deshacernos de ellas. ¿Por qué?, es un misterio.
El
Seguro de Responsabilidad Civil de Vehículos. Para lo único que sirve es para
que los policías no te matraqueen por no tenerlo. Esas pólizas no cubren ni un
rayoncito de uña de gato, mucho menos un incidente mayor. Desde hace rato
tampoco el servicio de grúa, que es lo menos que deberían ofrecer.
Los
Seguros de Hospitalización Cirugía y Maternidad de los funcionarios públicos.
Si te apareces en la clínica con una espina de pescado atragantada, tendrás que
tragártela. La clave para la admisión nunca llegará.
Las
garantías. Cuando compras te dicen que tu equipo o artefacto tiene una garantía
por 10 años. Cuando a la semana regresas con el aparato dañado, te dicen: “la
garantía por la tienda es de 12 horas, después de eso corre por cuenta de la
fábrica que está en Xuzhou, Shanghái, comuníquese con ellos”. Nada, agarras tu
aparato y te lo llevas. Hay que pagarle a un técnico.
El
Derecho de Propiedad. Un pilar sobre el que se construyeron los países
desarrollados, en el nuestro es más débil que una platabanda de cazabe. El
inquilino moroso que se niega a abandonar el inmueble, está más protegido que
Putin presidiendo un desfile en Ucrania. No hay manera de sacarlo a menos que
se aplique el aforismo jurídico “Bajatum mulatum est”, y hay que bajarse duro.
Los
semáforos. Si no están dañados, igual nadie les para. “Comerse la luz” es un
deporte nacional y los campeones indiscutibles son las autoridades y lo
enchufados. Perdonen la redundancia.
Las pensiones. En un país serio un pensionado tiene
asegurada su vejez. Lo que recibe alcanza hasta para mantener al vago del
nieto. En nuestro país, lo que asegura es la desnutrición.
Por
último, sin que la lista se agote, debemos referirnos a quienes dirigen la
economía en Venezuela, pero sobre eso hablo después, no vaya a ser.
Tulio
Ramírez
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico