GONZALO GERBASI 23 de enero de 2023
@gerbasigonzalo
En muchas ocasiones, Gonzalo
Gerbasi escuchó a su padre, el poeta Vicente Gerbasi (1913-1992), recordar los
hechos del 23 de enero de 1958. El texto que sigue recapitula lo escuchado en
aquellas conversaciones
Venezuela
entera era una gran prisión —comenzó a contar—. Una noche entré a un bar, al
salir de la Asociación de Escritores, en plena dictadura de Pérez Jiménez.
Había dos grupos jugando dominó y otra gente en la barra. Y me atreví a entrar,
diciendo:
¿Cuándo
caerá esta dictadura infernal que nos tiene prisioneros a todos? Porque los
presos no son únicamente los que están en Guasina o en El Obispo. Estamos todos
prisioneros. La patria está presa por un maniático fascista, que se cree
superior a los demás. Todos se levantaron y me aplaudieron. Gracias a Dios no
había ni un solo espía, si hubiera habido alguno todos hubiéramos caído presos.
Eso fue un golpe de suerte, me gané el primer premio de la lotería esa noche.
Tiempo atrás, a mi hermano Chepino lo pusieron preso. Llegó a su casa y Ligia, su mujer, le informó acerca de una citación para presentarse en la Seguridad Nacional. Chepino se puso el saco en el brazo, como siempre lo hacía, y se fue, optimista, pensando que sería una entrevista común y corriente. A él ya lo habían citado anteriormente.
Pero
esta vez se fue y no volvió hasta que cayó Pérez Jiménez, dos años y medio
después. Estuvo unos ocho meses en los sótanos de la Seguridad Nacional y una
noche se llevaron a un grupo grande en unos autobuses a la cárcel de Ciudad
Bolívar.
Él me
escribió estando en la Seguridad Nacional unos papelitos, pero nunca pude
contestarle. Esos mensajes decían: “Vicente, habla con fulano, habla con el
otro”. Yo hablé con todos ellos antes que él me lo pidiera, porque era lógico,
yo quería mucho a mi hermano, él tenía nueve años menos que yo. Pero yo nunca
pude contestarlos porque no podía mandarle a decir, a través de su esposa, que
si podía verlo de vez en cuando, lo que me habían dicho a mí de él, que estaría
en la cárcel hasta que muriera, o hasta que terminase de mandar Pérez Jiménez.
No, de ninguna manera podía yo decirle eso, tenía que dejarle por lo menos
alguna esperanza.
Chepino
irreconocible
Cuando
tumbamos a Pérez Jiménez, al salir yo de la Cárcel Modelo, me llamaron muy temprano
de Ciudad Bolívar, ese mismo 23 de enero y me dijeron: Su hermano no puede
salir hoy. Saldrá mañana y llegará a las tres y media de la tarde a Maiquetía,
en un vuelo de Aeropostal.
Al día
siguiente fuimos todos al aeropuerto. Yo le dije a mamá, a mi esposa Consuelo,
a Ligia, a los hijos, a mis hermanas: no lloren, porque si lloran lo van a
poner triste y él viene de la tristeza, viene de la cárcel, viene del
sufrimiento, de la opresión y se va a poner a llorar. Él no conocía a su último
hijo porque había nacido a las pocas semanas de haber sido detenido. No lloren,
¡por favor!
Pero
cuando yo estoy ahí esperando, viendo bajar a la gente, Chepino no salía. Me
dije para mis adentros: aquí bajó todo el mundo y Chepino no salió, a lo mejor
tomó otro avión. Pero como a metro y medio vi un esqueleto que se abalanza y me
abraza y entonces yo me fui corriendo y me metí en un baño a llorar, los demás
no derramaron lágrimas. Era un esqueleto. Como los hijos era muy pequeños, no
lo conocían y le tenían miedo.
¿Qué cosas
contó Chepino de la cárcel? Los presos juraron no contar nada. Ninguno de los
que estuvo en la Seguridad Nacional y en Ciudad Bolívar dijo nada. ¿Qué
misterio existe en ese problema? No lo sé. Pero en todo caso, ni los
comunistas, ni los urredistas, ni los adecos, ni los militares, nunca dijeron
nada. Por cierto, en ese mismo avión llegó Lucio Bruni Celli, que se había
alzado contra Pérez Jiménez en el año 49, tenía casi nueve años preso, entró a
la cárcel cuando tenía 20 o 21 años. También llegaron Ramón Velásquez, el Negro
Fonseca, un hijo de Jacinto Fombona Pachano, los Sucre Figarella y muchos más.
Días
previos
A
mediados del año 57, nos reunimos un grupo de escritores en el Restaurante El
Palmar. Esto es inolvidable, chico. Nos estábamos tomando unos tragos y José
Ramón Medina, que, por cierto, no toma, me informó que un grupo de
intelectuales había redactado un manifiesto en contra del sistema dictatorial,
y me preguntó si yo estaría dispuesto a firmarlo.
¡Cómo
no! Indudablemente —le contesté.
José
Ramón me consultó, en seguida, si yo estaría dispuesto a encabezarlo. Algunos
habían pensado eso. Yo le manifesté que, si se trataba de dar el ejemplo, lo
haría, pero consideraba que yo no era una primera figura. Estaban Mariano Picón
Salas, por ejemplo, monseñor Quintero, Pepe Nucete Sardi. Gente más vieja, de
mayor renombre que yo.
Es
verdad, además no debemos exponernos a carcelazos inútiles. Esto hay que
meditarlo un poco más, dijo él.
Pasó
el tiempo y vino el 1 de enero.
Nosotros
teníamos ojos de águila para ver los movimientos a través de la televisión, a
través del oído, de la conversación, éramos muy zamarros, una especie de zorros
astutos. Estábamos todos alerta, vigilantes. Diez años de sufrimientos, de
persecuciones.
Vi en
el acto del 31 en la noche, como se acostumbraba antes, cuando Pérez Jiménez se
dirigió a la nación, que había unos militares, unos edecanes dándose codazos y
riéndose. A mí me extrañó muchísimo esto e instantáneamente pensé esos codazos
no son normales, son irreverentes, lo que quiere decir que a este hombre le
perdieron el respeto.
Como
era 31 de diciembre me tomé unos tragos como hasta las cuatro de la mañana, en
la casa, con los amigos, con la familia y nos acostamos muy tranquilos. A las
seis de la mañana se oyen los aviones y me dije, aquí hay una cuestión
importante. Era el alzamiento de la Aviación. Yo no quería levantarme porque el
ratón era tan grande que no me podía parar, no me entusiasmaba el golpe de
Estado en esas condiciones. Pensaba: ¿a quién se le ocurre dar un golpe de
Estado hoy, en vez de darlo mañana?
Había
un espía de mi edificio, vivía en la planta baja y subió al apartamento
nuestro, cuando lo vi le pregunté: ¿qué pasa con esos aviones?
—Se
alzó la Fuerza Aérea y los aviones son de Maracay y de otras bases aéreas del
país.
El
tipo era un espía muy malo. Era un muchacho que ganaba un sueldito en la
Seguridad Nacional. A mí me tenía gran afecto, pero me espiaba. Pero yo soy un
zorro, aprendí con Rómulo Betancourt cuando estuvimos en la clandestinidad en
la época del PDN. No me iba a dejar chivatear por un pobre diablo.
Derrotaron
a los aviadores. No respondieron los civiles, o no hubo coordinación. Los
aviadores, los héroes de ese día huyeron, unos a Colombia y otros regresaron a
Maracay, donde fueron hechos prisioneros.
Entre
el 1 y el 23 de enero se prepara la gran huelga general contra Pérez Jiménez.
Intervinieron militares, civiles, se unieron todos los partidos políticos.
Aunque desde julio o agosto había huelgas casi todos los días en la Plaza
O’Leary, de El Silencio. El día 7 se alzó la Marina, pero el golpe también
fracasó. En los días siguientes comenzaron a realizarse grandes
manifestaciones, un día eran los estudiantes, otro día eran los obreros, otro
las mujeres. Todas estas demostraciones se efectuaban en El Silencio.
Fichado
Una
noche llegué a la casa y Consuelo me estaba esperando muy preocupada, porque
unos agentes de la Seguridad me habían ido a citar. Ella me había estado tratando
de localizar, incluso para que me escondiera, pero no había podido hacerlo.
Entonces pensé: yo no sirvo para estar perseguido. O preso o libre, pero
acosado no. Voy a presentarme en la Seguridad. Además, la Junta Patriótica
consideraba que, mientras más presos políticos distinguidos hubiese, más se le
iba a complicar la situación al gobierno. Y entonces decidí entregarme.
—¿Qué
viene a hacer aquí? —me preguntó un guardia de la Seguridad Nacional cuando
llegué.
—Tengo
una citación —le dije yo.
—Ahhhh.
Usted firmó uno de los documentos.
—¿Cuál
documento?
—El de
los intelectuales —para ese momento estaban circulando otros manifiestos como
el de los abogados, el de los ingenieros y otros más, Caracas estaba inundada
de proclamas en contra de la dictadura.
—¿Cómo
se llama? —le di mi nombre.
—¡Aja!
Conque Usted es hermano del que está preso por haber participado en el complot
contra mi general Pérez Jiménez —me dijo con cara de odio y resentimiento.
A
Chepino lo habían acusado de eso, pero resulta que él era incapaz de matar a
una mosca. Eran puros inventos. Él lo que hacía era pasarle información a
Rómulo Betancourt, junto con el negro Fonseca, cuyo nombre en la clandestinidad
era El Piloto.
Me
metieron en una oficina donde había dos mecanógrafos. Yo estaba caliente,
molesto, porque teníamos tantas presiones. Había perdido totalmente el miedo.
Toda la familia estaba presa o perseguida. Además, yo estaba cansado de
trabajar en la calle como un esclavo.
Me
hicieron una ficha muy larga. Incluía la acusación contra Chepino y otras cosas
tales como que yo también era enemigo del gobierno. Llegó Miguel Silvio Sanz,
subdirector de la Seguridad, era un hombre grandote, de gran papada, gordo.
Llegó sin saco y con la camisa abierta y se sentó en una forma muy arrogante, como
si creyera que iba a gobernar toda la vida. Alguien le dijo: este es el que
firmó el manifiesto de los intelectuales. Él asintió y ordenó mi traslado para
El Obispo. Llegaron cuatro o seis hombres, esbirros con ametralladoras y uno
con un revólver nada más. Como si yo fuera Al Capone. Me llevaron a un sótano.
Pasamos por un pasillo donde había varios calabozos que estaban cerrados.
Tenían gente y un espía con pinta de boxeador me agarra por la solapa, me
empuja contra la pared y me dice:
—Vea
hacia adentro, vea hacia el calabozo. Vea lo que tiene. ¿Qué tiene?
—Pues
tiene ruedas, tuercas, manubrios, esos son todos deshechos de bicicleta. Pero
no me apriete mucho porque me está ahogando —respondí.
—Pues
ahí en esos desperdicios de bicicleta duermen quienes quieren tumbar al
presidente de la República, a mi general Marcos Pérez Jiménez —y me golpeó la
cabeza contra la pared y la base del cerebro me dolió.
—Usted
no me habrá fracturado el cráneo de casualidad —le dije con gran sangre fría.
Uno en esos momentos pierde el miedo.
—Es lo
que debería hacer —me respondió.
El
traslado
Nos
fuimos en una camioneta. Pasamos por el Silencio, por San Martín. Yo le tenía
pavor a El Obispo, pero, en un momento dado me doy cuenta de que cambiamos de
dirección y en cierta forma me alegré, porque vi que nos dirigíamos hacia la
Cárcel Modelo que estaba en Propatria. Bueno, entonces yo me dije, o me llevan
para la Modelo o me llevan a fusilar. Afortunadamente me llevaron a la Modelo,
sí, porque ellos también fusilaban a mucha gente, le daban ley de fuga.
¡Gracias a Dios ya no había gobierno! Pérez Jiménez estaba derrotado.
Cuando llegamos el director de la cárcel me dice:
—A
usted lo voy a poner en el mejor lugar, en un lugar privilegiado. El lugar de
los intelectuales —ya se estaba cambiando el chivato—. En este calabozo va a
quedar usted. Ahí estaban Enrique Velutini y Julio Diez, entre otros. En otros
calabozos había muchos amigos. Consuelo me llevó una cobija, una almohada y
remedios de los que yo acostumbraba a tomar.
Dentro
de las cosas más preciosas de este asunto es que en uno de esos días abren el
rastrillo como a las tres de la mañana.
—¿Qué
pasará? —nos preguntamos—. Todos estábamos despiertos, era el 20 de enero. Era
la vigilia de la huelga general, nadie dormía. Al frente había unas colinas,
las de Propatria. Había unas casas y fundamentalmente montañas con peñascos,
con unos árboles. Vimos algunas personas que subían y parecía, a lo lejos, que
llevaban armas. O era el Ejército o era el pueblo. Nosotros pensábamos, en
forma romántica, que era el pueblo porque teníamos un entusiasmo entrañable por
la revolución. Abren, pues, la puerta de hierro y todos los que estábamos ahí
nos preguntamos ¿quién vendrá? Y oímos una voz que preguntó por Julio Diez.
—Está
en este calabozo, letra tal —respondí inocentemente.
—¿Quién
será ese gran enemigo que me quiere matar? —preguntó él, y se lo llevaron, y la
verdad es que no lo mataron de casualidad.
Cuando
iba saliendo nuestro compañero oigo a alguien que se dirige a mí y dice con
aquella tonalidad inconfundible: Qué grato es oír en momentos como este una voz
conocida.
—Tú
eres Arturo Uslar Pietri —dije.
—Sí,
sí, Vicente, soy yo —me contestó.
No
dormimos nada. Toda la noche la pasamos hablando. Nosotros estábamos en la
última hilera de calabozos, con un pequeño patio de por medio, y después una
azotea donde la Guardia Nacional tenía en la esquina una atalaya con
ametralladoras, armados hasta los dientes. A la mañana siguiente entró un
coronel, venía armado con una ametralladora en la mano y cuatro granadas de
mano en el cinto. Lo saludamos y nos sorprendimos cuando nos contestó:
—No se
preocupen, todo está bien. Ustedes van a salir muy pronto, no se preocupen. Él
dirigía el cuartel. Cuando dijo eso nosotros pensamos: la cosa como que se
compuso.
La
confesión: soy adeco
Después
vino la Gran Huelga General, nunca antes había pasado esto en el país. Oímos el
redoblar da las campanas de las iglesias y las sirenas de las fábricas que
comenzaron a sonar a las doce en punto del mediodía. Oíamos disparos, ráfagas
de ametralladoras, gritos de los manifestantes. Vimos, desde la baranda de ese
segundo piso, entrar gente herida de bala, herida de planazos y chiporrazos.
Llegaron cuarenta o cincuenta personas y había unas mujeres con unos baldes de
agua con árnica y les decían:
—¡Quítense
las camisas! —porque estaban todos aporreados y sangrando y les echaban el agua
con el árnica encima. A los heridos de bala los pasaban a la enfermería o si no
los mandaban a la Cruz Roja.
Esa
tarde dieron orden de pasarnos a la enfermería, a excepción de dos aviadores,
los del golpe del 1 de enero, que quedaron incomunicados. Desde el momento en
que nos pasaron a la enfermería nos pusimos a jugar dominó. Pusimos unos
barriles, unas cajas y el director de la cárcel nos prestó unas piezas y
montamos tres o cuatro partidas. En ese momento se alzó el cuartel Urdaneta y
comenzó un bombardeo. Aquel coronel, que nos había dado ese gran aliento,
estaba dando órdenes desde arriba.
—Si
disparan contra nosotros no respondan. Del cuartel Urdaneta estaban disparando
con cañones, con morteros. Yo vi caer una casa. Nosotros seguíamos jugando. Uno
tenía sangre fría para esas cosas, ¡palabra de honor! Cuando me encuentro
frente al peligro no me asusto. Me asusta lo que puede suceder, pero cuando
está sucediendo no me asusta. Me parezco a Sartre y a Camus, que dicen que hay
que dejarse arrastrar por las circunstancias. Eso es lo correcto, tenían razón
los dos, tanto Sartre como Camus.
Mientras
jugábamos, Arturo andaba como San Francisco de Asís leyendo un libro alrededor
de las paredes, dando largos viajes y nos dice:
—Los
que están en el centro cuídense porque puede explotar una bomba ahí, eso es
demasiado peligroso. Terminó el fuego y nosotros terminamos nuestro juego con
la mayor tranquilidad. Le digo a Arturo: Estoy pensando en lo siguiente, si
Pérez Jiménez no cae, a todos nosotros nos van a matar o nos van a llevar a un
campo de concentración o algo así.
—Sí
claro, Vicente, tienes razón.
Entonces
le propuse organizar un programa cultural, un programa de charlas, de
conferencias, de conversaciones. Arturo asintió, y le sugerí que diese la
primera conferencia. Le dijimos esto a los demás presos. Yo se lo dije
personalmente a Héctor Alcalá, viejo adeco, él tenía unos seis u ocho meses en
la cárcel Modelo, tanto es así, que había hecho un aguardiente de naranja y de
piña, ¡hombre inteligente!, pensé. Nos sentamos en las cajas donde antes
habíamos jugado y dice Héctor: Doctor Uslar, usted que va a dar la primera
charla de este programa propuesto por Vicente, yo quisiera saber, como adeco
que soy… Y esa fue la primera vez durante la dictadura que oímos a alguien
decir en público que era adeco, todos nos quedamos mudos del asombro.
—Sí,
chico, lo digo, yo sí soy adeco —repitió Héctor Alcalá, pero esta vez casi
gritado.
Eso
era una demostración de valentía, de sinceridad. Era realmente emocionante que
hubiera personas tan sinceras en un momento como ese y eso era muy valioso,
subía la moral, subía el ánimo.
—Yo
también soy adeco —dije, caminando hacia Héctor con los brazos extendidos para
abrazarlo.
Alcalá
continuó su pregunta que se refería al problema de la sucesión presidencial
cuando Medina.
—Yo en
ese momento era secretario general de la Presidencia de la República —dijo
Arturo— y tengo un libro escrito que lo publicaré después de mi muerte. Le he
ordenado a mis hijos publicarlo después de mi muerte. Sin embargo, lo contó. Él
no paraba de hablar. A las ocho en punto de la noche una voz desde el pasillo
dijo:
—A
dormir, todo el mundo a dormir.
La
historia de Melgarejo
Nos
acostamos y Arturo dice: Caramba, nos ponen a dormir a las ocho de la noche
cuando uno puede estar conversando. Pues yo no voy a dejar de conversar.
Esperemos a que esta noche no ocurra lo que ocurrió en Bolivia con el general
Melgarejo, porque yo tengo un presentimiento, el tirano va a caer esta noche.
—¿Y
qué pasó en Bolivia? —le pregunté a Arturo, que estaba lejos con
Velutini. Éramos como cuarenta presos ahí.
—A
mediados del siglo pasado, el general Mariano Melgarejo fue electo presidente
de Bolivia y cuando se aprestaba a tomar el poder fue derribado por un golpe de
Estado, por un golpe popular dirigido por el general Manuel Isidoro Belzú,
quien contaba con el apoyo de los más desposeídos del pueblo boliviano.
Melgarejo se fue de La Paz derrotado con su séquito, con sus ministros, con sus
generales y, cuando pasó por la casa de unos campesinos que tenían un burro y
el hombre era más o menos de su contextura, le dijo a su gente:
—Sigan,
yo me quedo aquí, debo hablar con este campesino. Él le dijo al campesino:
—Yo
soy el general Mariano Melgarejo. Y el campesino no murió de milagro, del
susto. Deme su ropa, deme su burro. Y el general Melgarejo le dio unos reales y
regresó a La Paz. Entró en la ciudad, y en medio de la confusión pasó por entre
la multitud que estaba gritando frente al palacio de gobierno:
—¡Abajo
Melgarejo! ¡Muera Melgarejo!
Melgarejo
entró al palacio de gobierno, se metió y subió las escaleras con el burro. La
gente que estaba en el palacio creía que era un campesino y comenzó a gritar:
—Ahí
va un campesino revolucionario. ¡Viva el campesino revolucionario!
Se
metió en un cuarto, buscó en el escaparate y muy tranquilamente se vistió de
general. Salió al balcón con su traje de gala, con todas sus charreteras y
condecoraciones y le dijo a aquella masa que le estaba gritando mueras:
—¡Aquí
está el general Melgarejo! ¡Vengan a matar al general Melgarejo, si se atreven¡
¡Viva el general Melgarejo!
Posteriormente
dio muerte al popular general Belzú y gobernó como 14 años más. Contó ese
episodio de la historia boliviana. Y yo le dije:
—¡Chico!
¿Por qué tú nos vas a dormir con esa píldora tan amarga?
—Porque
esa es la historia, Vicente. Porque así es nuestra América, tierra de
caudillos. Arturo quería seguir hablando, pero todos nos quedamos callados.
Ante la situación que estábamos viviendo y con ese cuento, quién iba a tener
ganas de hablar. Al rato él se calló también.
Por
fin, la caída
Como a
las dos y media pasó un avión y, precisamente, fue Arturo quien dijo:
—Ahí
va un avión y ese avión no es de reconocimiento. Ese es un avión de pasajeros y
se siente como muy cargado, parece que le cuesta subir. Ahí como que va ese
hijo de… Para los no lo saben, él era muy mal hablado entre amigos.
—Vamos
a quedarnos callados un rato —dije, y todo el mundo me atendió porque había una
disciplina casi autómata.
En ese
momento oímos allá en la cumbre de las colinas de Propatria un grito casi
audible que decía:
—¡Viva
Venezuela libre! ¡Viva Venezuela libre!
—Esto
es importante —dije yo saltando de la cama. Señores, ese gritico puede ser solo
de una sola persona, de una persona aislada. Vamos a esperar a ver si hay otros
gritos parecidos, pero en ese momento comenzamos a oír como si un río, como si
una cascada bajara del cerro gritando:
—¡Viva
Venezuela libre! ¡Viva Venezuela libre!
Alguien
sugirió pedirle el radio a uno de los presos comunes. Comenzamos a sintonizar
alguna estación que transmitiese a esa hora. En un momento dado se oyó una voz
algo chillona y con cierta interferencia en la radio:
—Les
habla Fabricio Ojeda, presidente de la Junta Patriótica, le comunico al pueblo
de Venezuela que el dictador Marcos Pérez Jiménez acaba de huir del país. Le
ruego a toda la ciudadanía que se queden en sus casas, porque todavía hay
francotiradores y se pueden producir muertes inútiles y eso sería lamentable.
Esperen nuevos comunicados, pues se está conformando un Junta cívico-militar de
Unidad Nacional.
En la
cárcel hubo un gran revuelo, nos abrazamos, bailamos, saltamos y muchos
lloramos. Inmediatamente Uslar Pietri y Velutini dijeron:
—Nosotros
vamos a Miraflores.
Comenzamos
a darle puños y patadas a la puerta de hierro de la enfermería. Se abrió una
ventanilla pequeña y se vio la cara de un guardia nacional.
—Suéltenos,
ya cayó Pérez Jiménez —le dijimos.
—Sí,
ya sé, ustedes están en libertad, el general Pérez Jiménez se fue, pero tengo
que recibir órdenes superiores. Únicamente pueden salir por el momento los
doctores Uslar Pietri y Velutini.
Abrió
la puerta y ellos se fueron. Yo me bañé con agua helada y me afeité. Fui a
buscar mi cédula de identidad. La almohada, la cobija y otras cosas se las
regalé a los presos comunes, que me lo agradecieron mucho. Uno de ellos me
dijo:
—Si
tuviera una morocota se la daría porque a mí no me traen nada y no tengo parientes.
Yo solo quiero la muerte.
Salí
de la cárcel. ¡Por fin! La Cárcel Modelo tenía una puerta de hierro donde había
dos guardias nacionales con ametralladoras y me dicen:
—Usted
está en libertad.
Había
una cantidad de automóviles. Aquello era la alegría más grande del mundo. Nadie
se puede imaginar la animación que había en la cárcel, en las calles, en todas
partes. Los retratos de Pérez Jiménez los llevaban boca abajo, el corneteo era
inmenso. Había banderas de Venezuela sobre los automóviles. Las muchachas iban
sobre las capotas de los carros. Los que iban a pie gritaban, aplaudían. Yo
hacía señas a los automovilistas, a ver si alguno se paraba, hasta que al fin
se detuvo uno y me dice:
—¿Por
qué me para?
—Porque
estoy saliendo de la cárcel. Esta es la Cárcel Modelo.
—¿Cómo
te llamas tú?
—Vicente
Gerbasi.
—Sí, a
ese yo lo oí mencionar por la radio, era de los que decían que iban a fusilar,
dijo otro. Ahí me enteré que por radio habían estado diciendo que me iban a
fusilar a mí y a un grupo de gente, entre ellos a Arturo Uslar Pietri, Julio
Diez, Miguel Otero Silva y muchos otros. Me preguntaron adónde iba, les indique
que a los bloques de San Martín, donde vivía.
—Súbase.
Me dejaron cerca de la Maternidad Concepción Palacios. Todavía había
francotiradores en el Bloque Uno. Consuelo, mi esposa, y Beatriz y Fernando,
mis hijos mayores, estaban en la calle festejando. Tú todavía eras un niño. Sin
embargo, cuando entré estabas gritando: ¡Viva Rómulo Betancourt!, ¡Viva
Venezuela libre!, y me impresioné porque no me imaginaba que supieras que
Rómulo existía, por el terror en el que habíamos vivido durante tanto tiempo.
¡Qué cosa los hijos! ¿No?
Los
muchachos de San Martín habían envuelto a Beatriz con una bandera de Venezuela
y se fueron manifestando hacia El Nacional, donde creían que yo me
dirigiría.
GONZALO
GERBASI
@gerbasigonzalo
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