Francisco Fernández-Carvajal 28 de enero de 2023
@hablarcondios
— Las bienaventuranzas, camino de
santidad y de felicidad.
— Nuestra felicidad viene de Dios.
— No perderemos la alegría si buscamos
en todo al Señor.
I.
Una inmensa multitud venida de todas partes rodea al Señor. De Él esperan su
doctrina salvadora, que dará sentido a sus vidas. Viendo Jesús este
gentío subió a un monte, donde, habiéndose sentado, se le acercaron sus
discípulos, y abriendo su boca les enseñaba1.
Y es
esta la ocasión que aprovecha el Señor para dar una imagen profunda del
verdadero discípulo: Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de
ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos
poseerán la tierra. Bienaventurados los que lloran...
No resulta difícil imaginar la impresión –quizá de desconcierto y, en algunos de los oyentes, incluso de decepción– que estas palabras del Señor debieron de causar en quienes escuchaban. Jesús acababa de formular el espíritu nuevo que había venido a traer a la tierra; un espíritu que constituía un cambio completo de las usuales valoraciones humanas, como la de los fariseos, que veían en la felicidad terrena la bendición y premio de Dios y, en la infelicidad y desgracia, el castigo2. En general, «el hombre antiguo, aun en el pueblo de Israel, había buscado la riqueza, el gozo, la estimación, el poder, considerando todo esto como la fuente de toda felicidad. Jesús propone otro camino distinto. Exalta y beatifica la pobreza, la dulzura, la misericordia, la pureza y la humildad»3.
Al
volver a meditar ahora, en nuestra oración, estas palabras del Señor, vemos que
aún hoy día se insinúa en las personas el desconcierto ante ese contraste: la
tribulación que lleva consigo el camino de las Bienaventuranzas y la felicidad
que Jesús promete. «El pensamiento fundamental que Jesús quería inculcar en sus
oyentes era este: solo el servir a Dios hace al hombre feliz. En medio de la
pobreza, del dolor, del abandono, el verdadero siervo de Dios puede decir con
San Pablo: Sobreabundo de gozo en todas mis tribulaciones. Y, por
el contrario, un hombre puede ser infinitamente desgraciado aunque nade en la
opulencia y viva en posesión de todos los goces de la tierra»4.
No en vano aparecen en el Evangelio de San Lucas, después de las Bienaventuranzas,
aquellas exclamaciones del Señor: ¡Ay de vosotros, los ricos, porque ya
habéis recibido vuestra consolación! ¡Ay de vosotros, los que os saciáis ahora!
(...). ¡Ay de vosotros, todos los que sois aplaudidos por los hombres, porque
así hicieron sus padres con los falsos profetas!5.
Quienes
escuchaban al Señor entendieron bien que aquellas Bienaventuranzas no
enumeraban distintas clases de personas, no prometían la salvación a
determinados grupos de la sociedad, sino que señalaban inequívocamente las
disposiciones religiosas y la conducta moral que Jesús exige a todo el que
quiera seguirle. «Es decir, los pobres de espíritu, los mansos, los que lloran
(...) no indican personas distintas entre sí, sino que son como diversas
exigencias de santidad dirigidas a quien quiere ser discípulo de Cristo»6.
El
conjunto de todas las Bienaventuranzas señala el mismo ideal:
la santidad. Hoy, al escuchar de nuevo, en toda su radicalidad, las palabras
del Señor, reavivamos el afán de santidad como eje de toda nuestra vida. Porque
«Jesucristo Señor Nuestro predicó la buena nueva para todos, sin distinción
alguna. Un solo puchero y un solo alimento: mi comida es hacer la
voluntad del que me ha enviado, y dar cumplimiento a su obra (Jn 4,
34). A cada uno llama a la santidad, de cada uno pide amor: jóvenes y ancianos,
solteros y casados, sanos y enfermos, cultos e ignorantes, trabajen donde
trabajen, estén donde estén»7.
Cualesquiera que sean las circunstancias que atraviese nuestra vida, hemos de
sabernos invitados a vivir la plenitud de la vida cristiana. No puede haber
excusas, no podemos decirle al Señor: espera a que se solucione este problema,
a que me reponga de esta enfermedad, a que deje de ser calumniado o de ser
perseguido..., y entonces comenzaré de verdad a buscar la santidad. Sería un
triste engaño no aprovechar esas circunstancias duras para
unirnos más al Señor.
II. No
desagrada a Dios que pongamos los medios oportunos para evitar el dolor, la
enfermedad, la pobreza, la injusticia..., pero las Bienaventuranzas nos
enseñan que el verdadero éxito de nuestra vida está en amar y cumplir la
voluntad de Dios sobre nosotros. Nos muestran, a la vez, el único camino capaz
de llevar al hombre a vivir con la plena dignidad humana que conviene a su
condición de persona. En una época en que tantas cosas empujan hacia el
envilecimiento y la degradación personal, las Bienaventuranzas son
una invitación a la rectitud y a la dignidad de vida8.
Por el contrario, intentar a toda costa –como si se tratara de un mal absoluto–
sacudir el peso del dolor, de la tribulación, o buscar el éxito humano como un
fin en sí mismo, son caminos que el Señor no puede bendecir, y que no conducen
a la felicidad.
«Bienaventurado»
significa «feliz», «dichoso», y en cada una de las Bienaventuranzas «comienza
Jesús prometiendo la felicidad y señalando los medios de conseguirla. ¿Por qué comenzará
Nuestro Señor hablando de la felicidad? Porque en todos los hombres existe una
tendencia irresistible a ser felices; este es el fin que todos sus actos se
proponen; pero muchas veces buscan la felicidad donde no se encuentra, donde no
hallarán sino miseria»9.
El
Señor nos señala aquí los caminos para ser felices sin límite y sin fin en la
vida eterna, y también para serlo en esta vida, viviendo con plena dignidad,
como conviene a la condición de persona. Son caminos bien diferentes a los que,
con frecuencia, suele escoger el hombre.
Buscad
al Señor los humildes que cumplís sus mandamientos (...). Dejaré en medio de ti
un pueblo pobre y humilde, que confiará en el nombre del Señor, se
nos dice en la Primera lectura de la Misa10.
La
pobreza de espíritu, el hambre de justicia, la misericordia, la limpieza de
corazón y el soportar ser rechazados por causa del Evangelio manifiestan una
misma actitud del alma: el abandono en Dios. Y esta es la actitud que nos
impulsa a confiar en Dios de un modo absoluto e incondicional. Es la postura de
quien no se contenta con los bienes y consuelos de las cosas de este mundo, y
tiene puesta su esperanza última más allá de estos bienes, que resultan pobres
y pequeños para una capacidad tan grande como es la del corazón humano.
Bienaventurados
los pobres de espíritu... Y en el Magnificat de
la Virgen escuchamos: Colmó de bienes a los hambrientos, y a los ricos
los despidió sin nada11.
¡Cuántos se transforman en hombres vacíos, porque se sienten satisfechos con lo
que ya tienen! El Señor nos invita a no contentarnos con la felicidad que nos
pueden dar unos bienes pasajeros, y nos anima a desear aquellos que Él tiene
preparados para nosotros.
III.
Dice Jesús a quienes le siguen –en aquel tiempo y ahora– que no será obstáculo
para ser felices el que los hombres os insulten, y os persigan, y os
calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos, porque
vuestra recompensa será grande en el Cielo12.
Así como ninguna cosa de la tierra puede dar la felicidad que todo hombre
busca, tampoco nada, si estamos unidos a Dios, puede quitárnosla. Nuestra
felicidad y nuestra plenitud vienen de Dios. «¡Oh vosotros que sentís más
pesadamente el peso de la cruz! Vosotros que sois pobres y desamparados, los
que lloráis, los que estáis perseguidos por la justicia, vosotros sobre los que
se calla, vosotros los desconocidos del dolor, tened ánimo; sois los preferidos
del reino de Dios, el reino de la esperanza, de la bondad y de la vida; sois
los hermanos de Cristo paciente, y con Él, si queréis, salváis el mundo»13.
Pidamos
al Señor que transforme nuestras almas, que realice un cambio radical en
nuestros criterios sobre la felicidad y la desgracia. Somos necesariamente
felices si estamos abiertos a los caminos de Dios en nuestras vidas, y si aceptamos
la buena nueva del Evangelio.
Y
esto, también en el caso de que otras gentes parezcan conseguir todos los
bienes que se pueden alcanzar en esta corta vida. No se debe tener al rico por
dichoso solo por sus riquezas –dice San Basilio–; ni al poderoso por su
autoridad y dignidad; ni al fuerte por la salud de su cuerpo; ni al sabio por
su gran elocuencia. Todas estas cosas son instrumentos de la virtud para los
que las usan rectamente; pero ellas, en sí mismas, no contienen la felicidad14.
Sabemos que, muchas veces, estos mismos bienes se convierten en males y en
desgracia para la persona que los posee y para los demás, cuando no están
ordenados según el querer de Dios. Sin el Señor, el corazón se sentirá siempre
insatisfecho y desgraciado.
Cuando
para encontrar esa felicidad los hombres ensayamos otros caminos que no son los
de la voluntad de Dios, que no son los que nos ha trazado el Maestro, al final
solo se encuentra soledad y tristeza. La experiencia de todos los que no
quisieron entender a Dios, que les hablaba de distintas maneras, ha sido
siempre la misma: han comprobado que fuera de Dios no hay felicidad estable y
duradera. Lejos del Señor solo se recogen frutos amargos y, de una forma u
otra, se acaba como el hijo pródigo fuera de la casa paterna: comiendo
bellotas y apacentando puercos15.
Son
dichosos quienes buscan a Cristo, quienes piden y fomentan el deseo de
santidad. En Cristo están ya presentes todos los bienes que constituyen la
verdadera felicidad. «“Laetetur cor quaerentium Dominum” —Alégrese el corazón
de los que buscan al Señor.
»—Luz,
para que investigues en los motivos de tu tristeza»16.
Cuando
falta la alegría, ¿no estará la causa en que, en esos momentos, no buscamos de
verdad al Señor en el trabajo, en quienes nos rodean, en las contradicciones?
¿No será que no estamos todavía desprendidos del todo? ¡Que se alegren
los corazones que buscan al Señor!
1 Mc
5, 1-2. —
2 Cfr. Sagrada
Biblia, Santos Evangelios, EUNSA, 2ª ed., Pamplona 1985,
nota a Mt 5, 2. —
3 Fray
Justo Pérez de Urbel, Vida de Cristo, Rialp, Madrid 1987,
p. 212. —
4 Ibídem,
p. 214. —
5 Lc 6,
24-26. —
6 Sagrada
Biblia, Santos Evangelios, cit., nota a Mt 5,
2. —
7 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 294. —
8 Cfr. J.
Orlandis, 8 Bienaventuranzas, EUNSA, Pamplona 1982, p. 30.
—
9 R.
Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior,
vol. I, p. 188. —
10 Sof 2,
3; 3, 12-13. —
11 Lc 1,
53. —
12 Mt 5,
11-12. —
13 Conc.
Vat. II, Mensaje a la Humanidad. A los pobres, a los enfermos,
a todos los que sufren, 6. —
14 Cfr. San
Basilio, Homilía sobre la envidia, en Cómo leer la
literatura pagana, Rialp, Madrid 1964, p. 81. —
15 Cfr. Lc 15,
11 ss. —
16 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 666.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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